Por Victoria Sinnott*
Pasadas las horas decidimos volver de la playa. En parte porque ya teníamos un hambre de esos que unos últimos mates asquerosos, de agua fría y yerba usada, no podían disimular. En parte porque había un viento terrible, de esos que voltean los pelos y las ideas de forma irrepetible. La arena volaba sin descanso y cada granito se sentía como una minúscula aguja picoteando nuestras pieles enrojecidas. Era tarde y, aunque todavía había sol, un frío molesto recorría mis intestinos. No faltaba el barullo del mar, su traqueteo constante de espuma y olas me sacaba las ganas de pensar en nada más.
Volvimos caminando por un par de costas, descalzas y con el paso pesado. Yo llevaba en la mano una lona que tenía toda la intención salir volando. Al mismo tiempo, sentía sobre los hombros la incómoda carga de la mochila y todos los trapos que terminaron dentro, fundidos en un bollo húmedo y arenoso.
Durante ese trayecto tenía la vista clavada en el piso, obstinada en la búsqueda de algún caracol lindo. Aunque no había ninguno, me sentí feliz de reencontrarme escrutando por inercia el límite difuso entre lo sólido y lo líquido. Cuando era chica lo hacía siempre. Sin proponérmelo, me desligué por un ratito de la adulta que estoy intentando ser, esa que anda con la espalda erguida y mira todo el tiempo para adelante. Se sintió bien.
Después escalamos la subida hacia la calle, el cemento todavía estaba tibio por el calor de la tarde. Entonces nos topamos con la mezcla de gentes que vuelven y que van, en ese desorden de multitudes que atravesamos a diario durante las vacaciones. Recién cuando cruzamos el semáforo pude despertar del letargo y empezar a notar los arañazos de playa que perduraban en mi cuerpo. Pude saborear los restos de sal en los labios, sentir el pelo endurecido, los golpes de las olas sobre mis caderas y los pies sucios, tirantes, doloridos. Todo eso mientras emprendíamos el largo trecho que nos separaba del monoambiente salvador.
En el camino traté de ubicarme, distanciarme de la comodidad de dejarme llevar por mi acompañante como si fuera una guía de viaje. Es una de esas cosas que la adultez que habito me obliga a proponerme. Iba atenta al entorno, arrastrando las chancletas y los pensamientos. Apreciando el encanto de las calles anchas y repletas de árboles, alejadas de la costa y el centro. Vi cómo, por encima del cielo, se asomaban las primeras estrellas con titilante nitidez.
Cuando llegamos al edificio apretamos el botón del ascensor rápidamente, como para que no frenara en otro lado. Tales son las precauciones de quien está apurado por reencontrarse con algo. En mi caso, añoraba una ducha de agua hirviendo. Pero, como no podía ser de otra manera, ni bien pasamos por la puerta a mamá la atravesó la necesidad de decir nada de dejar todo tirado, hoy el mate lavalo vos, andá a sacudir el toallón y demás líneas de su rutina incondicional. Es como un peaje que cobra cada tanto en nuestros momentos de mutua compañía.
Un rato después de la seguidilla de quehaceres (que puede resumirse en enjuagar un par de cacharros, hacer como que barro la mugre que cayó del bolso y colgar los ya citados trapos húmedos en el ténder, calculando la cantidad necesaria de broches para que no se precipiten hacia la terraza de al lado) me encontré, por fin, sola en el baño, frente al lavamanos. Seguía con la malla puesta, porque aprendí a sacármela en la bañera para que sus restos de playa acumulada no salgan volando contra las paredes. Me miré en el espejo. Y si ahí no fue el momento de El Regreso lo considero una importante posta premonitoria, por lo menos. Fue verme y sentir la sorpresa de un cambio. No supe distinguir dónde, ni cómo, ni cuándo, pero estaba ahí. Fue quizá al tratar de peinar aquella maraña inquietante en la que se habían convertido mis rulos o fue, seguramente, mientras desenredaba el último nudo, el suspirar con alivio. Un alivio que nada tenía que ver con haber terminado de pasarme el cepillo.
En ese instante terminé de acordarme de que se puede estar exhausta y, al mismo tiempo, libre de aquella otra sensación tan molesta que me acompañaba desde hacía algún tiempo. Esa cosa que había asociado al cansancio, una pesadez movediza que empieza alojándose en el corazón y que, poco a poco, si dura lo suficiente, va pudriendo las venas y todo lo que ellas acarrean. De golpe recordé que no, que aquella brea emocional no es normal o que, aunque lo sea, se puede vivir distinto. Se puede estar cansada y, a la vez, en calma.
Me disolví bajo el agua de la ducha para que se llevara todo: los restos de la brea, la arena, la sal y las algas, junto con el desgaste de la tarde que pasé en la playa. Todo, menos esa idea. Preferí dejarla reposar en mi alma.
Y escribirla, claro, para reencontrarla cuando empiece a olvidarla.
*Locutora nacional y estudiante del Profesorado en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.
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