¿Qué nos pasó durante este año y medio de pandemia? ¿Cómo se conjuga ese dolor colectivo, al que ya hicimos piel desde que las cifras de muertos y contagiados se convirtieron en paisaje de los zócalos de la tele, con la campaña electoral que estamos atravesando? ¿Por qué la sonrisa de los candidatos y candidatas no logra disfrazar la incomodidad que los abraza ante las omisiones sobre ese duelo? En este texto, el autor se hace todas estas preguntas, y más, y ensaya algunas respuestas. Entonces piensa: “La política nos arrebató la compañía cuando resignó el duelo. Cuando la muerte nos roza y la pena nos alcanza, la sonrisa banal es un insulto, se vive como una afrenta”. 

Por Esteban Rodríguez Alzueta
Ilustración: Tutanka

La pandemia transformó la muerte en un número. Durante un año y medio, nos la pasamos contando los contagios, las camas, los respiradores, la gente en terapia intensiva, las vacunas y los muertos. Y todavía lo seguimos haciendo, como si nada. Las cifras en los zócalos de la televisión ya forman parte del paisaje. Una pandemia secularizada, organizada con saberes desencantados que sitiaron a los funcionarios y periodistas y terminaron llenándonos de miedo y desconfianza hacia el prójimo. No hubo política del dolor, sólo matemáticas. Los gobiernos de todo el mundo clausuraron la fiesta, pero proscribieron el dolor. Cada familia, amigo, llevó en soledad, como pudo, el desgarro que le tocaba vivir. Fue otra recomendación de los sanitaristas: gente con muchos pergaminos en la pared, pero entrenada para no sentir dolor, porque la indolencia y la comunicación sin anestesia prestigia a los médicos y cientistas.

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El duelo no hace juego con la sonrisa. Pero sabemos que no hay política, sobre todo durante las elecciones, sin sonrisas. Ellas decoran los afiches, disimulan las malas noticias, esconden los problemas. En los duelos se puede hacer chistes y reírse, pero nadie sonríe. La sonrisa es otra cosa: banaliza la muerte. Los políticos están incómodos porque saben que no hay publicidad sin sonrisas, pero intuyen también que el tamaño de la tragedia reclama otro temperamento. Entonces, no hay política sin duelo. Pero… ¿cómo darle un lugar al duelo sin asumir responsabilidades, sin sentir remordimientos? Los candidatos no encuentran un modo de articular una representación del dolor, del sufrimiento y las pérdidas que no impliquen, de algún modo, la autoincriminación. Tal vez, si pudieran ser más tiernos y menos absortos…

Como dice mi amigo Jerónimo Pinedo: “A los candidatos y candidatas de esta campaña se les nota la edad. Están viejos y cansados. Lo que ellos y sus asesores creen que son jovialidades, para los jóvenes son bloopers ridículos que no mueven ni a la necesaria risa que necesitamos para enfrentar la calamidad de cada día”. 

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El duelo, la compañía que se recibe durante los duelos, remplaza, aunque imaginariamente, los vínculos de los que fuimos arrancados. Dejarse abrazar, acompañar con palabras serenas, con una mirada llena de compasión, puede ser la manera de seguir adelante, de afrontar, como decía Barthes, “la discontinuidad insoportable que tienen los duelos”. Esa compañía discreta no suplirá la ausencia, pero sus rituales nos ayudan a sentir que no estamos solos. Pero esta vez no hubo duelo y, como señala Chimamanda Ngozi Adiche, “lo que aquí está en juego es dejar a personas en el limbo porque no pueden enterrar a sus seres queridos”. La política nos arrebató la compañía cuando resignó el duelo. 

La muerte sin duelo nos deja otra vez indefensos frente al dolor. A cambio, se nos propuso la sonrisa como Rivotril social: encienda la televisión y sonría, ejercite la sonrisa, practique su impostura, que no decaiga. Si hay muerte, que no se note. Pero cuando la muerte nos roza y la pena nos alcanza, la sonrisa banal es un insulto, se vive como una afrenta.   

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Los muertos serán, otra vez, cicatrices que no podrán maquillarse. Seguirán ahí, por un buen rato, desgarrando el tiempo. Todo duelo es una historia de fantasmas, pero como dice Vir Cano: “Vivir –a veces- se parece demasiado a pararse de puntitas sobre la piel del abismo”.

El derecho a ser dejados tranquilos mientras se acomodan las aguas choca con la sonrisa neurótica a nuestro alrededor. Una sonrisa bizarra o canchera que esconde lo que ve y no quiere, o no se anima, a comprender. Porque lo que ve lo excede, no encaja en la red que compone su universo social, se vuelve inatajable. Ya lo dice el refrán: “A mal tiempo, buena cara”. Al fin de cuentas, cuando nuestra biografía se convierte en la medida de las cosas, conviene no hacerse demasiados problemas, no dejarse llevar por cuestiones que nos exceden. Mejor relajar y pasarla bien lo que queda del año, de la vida. Sonría, la vida es corta. Sonría, lo estamos filmando. Sonría, esto es una selfie.  

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Pasarán “algunos años” para que tomemos una real dimensión de la tragedia que nos tocó enfrentar, una pandemia que los candidatos se empecinan en disimular con la habitual sonrisa electoral y sus polémicas de bajo vuelo. No podía ser de otra manera: a esta altura, es inimaginable que la cartelería traiga malas noticias. Y digo “algunos años”, entre comillas y cruzando los dedos, porque se sospecha que no sólo tendremos más de estas calamidades, sino que además serán más periódicas entre unas y otras. No pretendo hacer futurología, sólo basta mirar y escuchar lo que hacen y dicen nuestros líderes. Gente que, en el mejor de los casos, se mueve como pez en el agua con los temas del siglo XX, pero cuando los sacamos de allí… dejan de respirar, no se les caen muchas ideas, atrasan; tienen cada vez más dificultades para hacer una síntesis entre todos los problemas con los que nos medimos y devolvernos un horizonte de esperanza. 

Elijan cualquier tema y empezaremos a chapucear con ellos. En vez de respetar el dolor, elegimos la caravana, la pantomima, el clisé, la grieta. En vez de ponernos a discutir cómo haremos entre todos y todas para recuperar las fuentes de vida, nos la pasamos arrojando avioncitos de papel, relojeando las redes, sonriéndonos con los memes que nos llegan por Whatsapp. De un día para el otro, terminamos con la pandemia y volvieron las rondas de cerveza. Si no fuera por el barbijo que todavía usamos intermitentemente, o por las persianas caídas y la gente pidiendo en la calle, cualquiera de nosotres podría gritar: “¡Acá nunca pasó nada! ¡Que siga la función!”. 

No sólo tenemos una sociedad más desigual, sino más violenta. Basta atender a nuestros periodistas favoritos, escuchar los llamados de los oyentes o leer los comentarios de los lectores. La pandemia puso a la política entre paréntesis. Y que conste que cuando digo “política” no estoy apuntando con el dedo a los referentes de los partidos. En una democracia, los debates no son patrimonio de los dirigentes, nos incumbe a todos y todas estar informados y lanzarnos al ruedo, aunque también es cierto que a algunos les compete más que a otros. La cuestión es que no discutimos el extractivismo minero; pero tampoco el glifosato, el monocultivo y el desmonte; no se discuten las sequías y los incendios; ni el racismo y la discriminación; ni la soberanía alimentaria, las reservas de agua o la contaminación ambiental; tampoco la especulación inmobiliaria y el consumismo. O, en todo caso, las discusiones no pueden ganar el espacio público y convertirse en un tema de agenda electoral. Serán ítems que se disponen para ejercitar individualmente la indignación, pero nadie sabe cómo aprehenderlos. Cuando la gente se siente impotente, quiere sacarse de encima los problemas, pasar rápido a la siguiente noticia.  

Así llegamos a estas elecciones, pasando de la cultura de la delación a la cultura fiestera. Sin escala, sin distancia. Contando los días también, cruzando los dedos. 

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Quisiera estar más optimista, pero en verdad ando con pesadumbre. No es otra pose intelectual, sino las elecciones que se acercan con todas sus sonrisas. Los candidatos no están a la altura de la época que nos toca, tampoco nosotros. Basta mirar los spots de campaña, escuchar sus consignas fantoches. Basta escuchar nuestros aplausos. No hay silencio, hay ovación. Encima, algunos exageran gestos para dar rienda suelta al resentimiento que sus seguidores fueron entrenando durante todos estos años frente al televisor. 

Por eso, quisiera terminar compartiendo el pesimismo que Kirkergaard formulara hace 140 años en Diapsálmata, cuando existía Rousseau pero todavía no se habían inventado las distopías de Dick o Ballard. Escribe Kirkergaard:  

“Sucedió en un teatro, que se prendió fuego en los bastidores. Un payaso salió a informar al público. Los espectadores creyeron que era una broma y aplaudieron; lo repitió; le ovacionaron aún más. Así, creo yo, que se irá a pique el mundo, en medio del júbilo generalizado de las sabias cabezas que creen que se trata de un chiste”. 


Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales y de la revista Cuestiones Criminales. Además, escribió, entre otros libros, Temor y control, La máquina de la inseguridadVecinocracia: olfato social y linchamientosYuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.