Si cerramos por unos segundos los ojos e intentamos imaginar qué representaciones se nos vienen a la mente cuando hablamos o nombramos al “barrio”, seguramente aparezcan un centenar de palabras e imágenes. Desde calles de tierra pasando por clubes de fútbol, sociedades de fomento, hasta las plazas que funcionan como un lugar de encuentro para los lugareños, son aspectos característicos de los barrios que componen al gran Conurbano Bonaerense. Algunas veces pueden aparecer dentro de estas representaciones los centros culturales, aunque quizás se encuentran más asociados a los lugares céntricos o de clases medias y altas.

Pero derribando un poco este mito urbano, nos encontramos con el centro cultural “Whipala”, ubicado en Esteban Echeverría, entre calles de tierra y veredas sin cordones. Un lugar que según los vecinos que viven en las inmediaciones “inundó de arte el barrio”. Solo pasar por la entrada de este centro llama la atención de los visitantes, los carteles pintados con tiza promocionando las actividades que llevan adelante día a día en este pequeño rincón que mantiene encendida la chispa artística. La fachada que está decorada con luces de colores y las paredes pintadas como si fueran grandes destellos de todos los colores del arcoíris.

El centro cultural Whipala abrió sus puertas hace aproximadamente dos años. Antes la casa funcionaba como cocina que vendía drogas a los pibes del barrio. Durante muchos años la cuadra era intransitable porque se encontraba bajo el control del “tranza” quien además estaba encubierto por la policía. Los vecinos cuentan que, cada tanto, pasaba un patrullero con la sirena encendida y permanecía algunos minutos detenido en el domicilio hasta que salía alguien del lugar con algún paquete y, recién ahí, el móvil seguía su rumbo. Todo terminó cuando mataron a uno de los pibes que solía ir a comprar con las pocas monedas que tenía en el bolsillo. En ese momento los vecinos decidieron tomar el control de la vivienda. Intervino la policía, protegiendo y encubriendo una vez más a quienes habían invadido con drogas las calles de este barrio conurbano.

A partir de ahí, fue otra la historia. Varios vecinos querían destruir por completo el lugar, prenderlo fuego, pero hubo otros -en su mayoría jóvenes- que pensaron en recuperar el espacio y utilizarlo para que esos mismos pibes que antes gastaban sus últimas monedas allí ahora pudieran sonreír, cantar, jugar y divertirse. Como comenta Clara “éste era un lugar oscuro, sin luz, lleno de historias que son difíciles de traducir en palabras. Ahora es nuestro, ahora es de los pibes y pibas que vienen acá porque encuentran un lugar de puertas abiertas que los invita a ser parte”. Poco a poco, ese espacio gris se fue pintando de colores, poco a poco esa cocina donde antes se revolvían los restos de la cocaína ahora refugian esas grandes ollas que cada tanto cocinan algún guiso o hierven el agua para compartir unos mates con amigos mientras actúan, cantan o sacan alguna fotografía.

Dentro de las actividades de este centro podemos encontrar el baile, el teatro, la fotografía y las clases de guitarra como los pilares centrales que mantienen en funcionamiento este espacio. Según comenta una vecina que pasa por el lugar, las clases se abonan a voluntad, no tienen un precio fijo, cada uno de los que participa va a pagar dependiendo de sus posibilidades. El poco dinero que ingresa lo utilizan para pagar los servicios y comprar algunos insumos para las actividades. Esto permite, aunque con mucho esfuerzo, mantener activo y abierto el lugar pero fundamentalmente que ningún pibe o piba del barrio se quede afuera de las propuestas que tienen para ellos. Quienes dan las clases lo hacen ad honorem. Clara, una de las socias fundadoras del espacio, comenta que “muchas veces terminamos aportando nosotros plata para que nuestro centro siga funcionando”. Es que este centro cultural no recibe ningún aporte por fuera del que hacen quienes participan de las actividades, ellos se definen como ‘cultura autogestiva’”.

El lugar solo cierra sus puertas cuando las grandes tormentas azotan y las goteras del techo se transforman en cataratas de agua que fluyen sin cesar e inundan las inmediaciones. Cuenta con una sola entrada, que tiene una puerta de madera grande con la imagen del  pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo. En su interior, una mampara permite dividir las actividades en dos sectores. Ambos con un ventanal bastante grande que facilita que en los días de sol ingrese una luz que encandila la vista.

Hoy el centro cultural Whipala tiene como objetivo poder conformar una murga para empezar a participar de los carnavales locales a la vez que comprar algunos equipos a fin deinstalar una radio local y empezar así a transmitir desde su propia señal y alcanzar a más personas. Este grupo que motoriza y mantiene de pie a este pequeño pero inmenso lugar se propuso ampliar las actividades para que cada vecino sienta a ese espacio como suyo. No es fácil transformar un lugar que contuvo durante mucho tiempo tanta violencia y dolor, en un rincón en donde solo abunda la alegría y las ganas de compartir. No es fácil convertir la exclusión a la que te arrastra la droga en los barrios, en una inclusión que te haga partícipe de una historia que se puede transformar y modificar con pequeñas acciones como las que se promueven día a día desde acá. 

La historia de este espacio, que eligió poner a la cultura en el centro, en un barrio de esos que se los denomina “periféricos”, da cuenta de la importancia que tiene la generación de este tipo de lugares en el Conurbano. Suele asociarse al arte con la alta burguesía, pero lugares como el centro cultural Whipala dejan en claro una vez más que la cultura y el arte no son una cuestión de clase social sino que trascienden las fronteras y permiten mantener encendido el fuego artístico en lugares donde lo que sobra son las ganas de compartir.