En las últimas semanas, la escalada de violencia copó la escena tras el asesinato de dos taxistas, un colectivero y un playero de una estación de servicio como parte de la trama narco que, en medio de una ola de amenazas, paralizó servicios públicos, manifestaciones como el 8M y la actividad en escuelas y universidades de la ciudad santafesina, que hoy ostenta la tasa de homicidios más alta del país. En esa nota, el autor advierte sobre la necesidad de analizar la complejidad de las violencias que se encadenan en Rosario y cómo se está convirtiendo en un sistema de comunicación que expresa la ausencia de la política.

Por Esteban Rodríguez Alzueta*
Foto: Leo Galletto Infobae

 

Tenemos dicho que la violencia en Rosario tiene muchas facetas, una de ellas es la violencia instrumental vinculada al universo transa. Pero como ha sugerido la investigadora Eugenia Cozzi, “no toda la violencia es violencia narco”. La violencia no es patrimonio del mundo narco, se ha ido derramando: de hecho, al igual que en el resto de las grandes ciudades del país, los jóvenes -aunque no solamente los jóvenes- tienen más chances de ser matados o heridos de gravedad por otros jóvenes que arrastraban conflictos previos que por un efectivo policial. Pero son violencias que hay que leerlas arriba de otras mesetas, que se van acumulando a otras formas violentas de larga duración.

De modo que al lado de la violencia puesta por los grupos narcos, hay que reponer otras formas de violencia que, como enseguida se verá, son mucho más que la escenografía del mundo narco. Hay que evitar poner a toda la violencia en la misma bolsa y reconocer su complejidad, no solo para captar las distintas dinámicas, sino para reconocer los desplazamientos que estamos viendo últimamente y no meter la pata después. Sabemos que un problema mal planteado no solo es un problema sin solución, sino un problema que puede agravarse y así, la violencia escalar hacia los extremos.

 

Formas de las violencias

En primer lugar, se puede nombrar a las violencias interpersonales protagonizadas por los llamados tiratiros. Son jóvenes que antes encaraban o resolvían las picas o broncas a las piñas, y ahora lo hacen a los tiros. Se trata de una violencia expresiva toda vez que la portación de armas o su uso ostentoso es una manera de ganarse el temor de los vecinos, el respeto de los jóvenes con los cuales mantienen rivalidades y, sobre todo, el prestigio de su propio grupo de pares con los cuales se sienten identificados.

En segundo lugar, tenemos las violencias emotivas puestas en juego por los jóvenes en los robos y ventajeos que protagonizan, sin planificación, en el barrio o cerca del barrio donde viven. Son eventos que se llevan a cabo con una violencia desmesurada, que ya no puede cargarse a la cuenta de la instrumentalidad, impulsados por pasiones negativas como la envidia, el odio o el resentimiento, pero también, por la alegría, porque es una manera de divertirse, de pasar un rato, de darse el chute de adrenalina.

Y, en tercer lugar, están las violencias instrumentales vinculadas al universo transa, pero también a la venta forzada de seguridad privada y al mundo del fútbol, de las barras bravas. Estamos pensando en los desalojos forzados de vecinos de sus viviendas para instalar allí un bunker; de las balaceras en las fachadas de viviendas políticos, empresarios y comerciantes; de los sicariatos o asesinatos focalizados por encargo; las extorsiones violentas; y algunos secuestros con tortura que empezamos a ver durante el 2023.

«Hay que evitar poner a toda la violencia en la misma bolsa y reconocer su complejidad, no solo para captar las distintas dinámicas, sino para reconocer los desplazamientos que estamos viendo últimamente y no meter la pata después».

 

El rejunte del sistema penal

Hasta ahora, todas estas violencias estaban compartimentadas. Las víctimas y los victimarios de estas violencias las ponían casi siempre los mismos barrios plebeyos de siempre. Sin embargo, entre ellas había algunos puntos de contacto en el barrio y fuera del barrio. En efecto, los protagonistas de estos tres tipos de violencias suelen reunirse en la prisión. Allí, los narcos, pero sobre todo las segundas o terceras líneas del universo transa, van compartir su estancia en prisión con los presos comunes, esto es, con jóvenes protagonistas de microdelitos que usaron violencias de manera expresiva y emotiva.

Esta mezcolanza es mutuamente beneficiosa. Por un lado, los narcos pueden referenciar a las violencias expresivas y emotivas como recursos productivos, y transformarlas en violencia instrumental (sicariatos, balaceras, extorsiones, etc.); tienen la oportunidad de captar las destrezas y habilidades que los jóvenes fueron desarrollando mientras afanaban al voleo y se peleaban con otros grupos de pares, y reclutarlos como mano de obra barata pero cualificada.

Por el otro, los barderos encuentran en la estancia en prisión la oportunidad de vincularse con los “narcos” y acumular, no solo capital social (contactos) sino capital simbólico, revaluar el cartel con el que llegaron a prisión. De esa manera, la violencia expresiva y emotiva sería ordenada y contenida por la violencia instrumental.

La cárcel, entonces, es un espacio donde todas aquellas violencias que señalamos arriba confluyen y se mezclan. Actores que tienen distintas trayectorias biográficas y sociales, que tienen en su haber distintas experiencias, compartirán durante una determinada cantidad de tiempo –no mucho– la vida cotidiana.

 

La detonación demagógica

Sin embargo, en los últimos tiempos, los rosarinos están asistiendo a una escalada de la violencia que fuera detonada por el tratamiento degradante y humillante dispuesto por las autoridades locales que no llegó con la foto, sino con la tortura ejercida por los penitenciarios. Sobre este punto recomiendo leer esta nota de Silvina Tamous.

Dicho en otras palabras: la violencia institucional convirtió a la violencia instrumental en una violencia súper expresiva o súper instrumental. Estoy pensando, se darán cuenta, en los asesinatos al voleo cometidos en el seno de la población civil en los últimos tiempos. Una violencia que, como diría Rita Segato, convierte al cuerpo de los vecinos en un bastidor donde inscribir un mensaje cuyo destinatario no está presente en la escena del crimen. La inocencia de la víctima es la mejor caja de resonancia para amplificar un mensaje destinado a las autoridades de turno.

Pero el giro expresivo de la violencia instrumental no es inédito. Tiene sus antecedentes en algunos hechos que tuvieron lugar durante el 2023, cuando circularon rumores por las redes sociales a través de mensajes de texto llenos de amenazas, que alimentaron un clima de pánico moral. En esas oportunidades, pudimos escuchar audios anónimos donde se recomendaba a los rosarinos mandarse a guardar a partir de las 18 horas porque iban a empezar a abrir fuego de manera indiscriminada. Los rumores circularon a la velocidad de la luz. No pasó nada, o sí: lograron paralizar gran parte del transporte público y a vaciar la noche de gente.

Esa ultra violencia expresiva no es pornográfica o cruel, no llega todavía con saña u horror. No tiene punto de comparación con la crueldad que representan las cabezas cortadas arrojadas en la plaza pública, o los cuerpos desmembrados colgados en los puentes de las autopistas, o la circulación de imágenes donde vemos como una persona tortura a otra. En todos estos casos, la violencia no termina de agredir, es una violencia que no está conforme con la muerte, que sigue matando incluso después de ella.

«… la violencia institucional convirtió a la violencia instrumental en una violencia súper expresiva o súper instrumental. Estoy pensando, se darán cuenta, en los asesinatos al voleo cometidos en el seno de la población civil en los últimos tiempos. Una violencia que, como diría Rita Segato, convierte al cuerpo de los vecinos en un bastidor donde inscribir un mensaje cuyo destinatario no está presente en la escena del crimen».

Por ahora, la violencia instrumental liberó o desordenó la violencia, transformando la violencia en un sistema de comunicación. Sabemos que, como dijo Hannah Arendt, la violencia es muda, sin embargo, corrige Segato, en determinadas coyunturas, puede transformarse “en un lenguaje estable y pasa a comportarse con el casi-automatismo de cualquier idioma”. El asesinato a un taxista o chofer de colectivos, o a cualquier comerciante de la ciudad, es un asesinato a un vecino genérico, por el solo hecho de ser vecino de la ciudad de Rosario. Son crímenes que se dirigen a una categoría (abstracta), no a un individuo específico (concreto).

Como sea, la violencia es la expresión de la ausencia de la política. La incapacidad de las autoridades para hacer política, para dialogar y ensayar una política de reducción de daños. A las autoridades les gusta jugar a la guerra (“guerras a las drogas” y ahora “guerra al narcoterrorismo”), sin darse cuenta que puede costar caro. No solo a los actores principales del tráfico ilegal de drogas ilegalizadas, compuestas todas ellas por bandas muy rústicas, sino también al resto de los vecinos de Rosario. Las autoridades nacionales, provinciales y municipales le están abriendo la puerta a la violencia, transformándola en una narrativa, en un idioma en común.


*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de Sociología del Delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta; y Desarmar al pibe chorro.