En su última novela, “Nuestro peor fracaso”, el escritor desanda los mandatos de la masculinidad a través de la relación con su padre, fallecido en medio de la primera ola de la pandemia, y los autos que fue comprando a lo largo de su vida. En este diálogo con Cordón, repasa su proceso de escritura y ahonda en los temas que aborda en este libro, desde los vínculos hasta los rituales necesarios en torno a la muerte.
Por Mariana Komiseroff
Cristian Godoy es un escritor de Buenos Aires, publicó los libros de cuentos “Galletitas importadas”, “Santa Rita”, “Ruidos molestos” y la novela “Campeón”. “Nuestro peor fracaso”, publicado por Editorial Conejos, es su último libro. Una novela que habla sobre la muerte del padre del protagonista en plena pandemia: el narrador, de repente, hereda un auto que no quiere, al que se subió mil veces y no sabe qué modelo es. Si lo ve en un estacionamiento, no lo reconoce, ni sabe manejar, pero desde allí reescribe la biografía de su padre tomando como hilo conductor los autos que tuvo a lo largo de su vida.
En su texto, hay una cuestión con la trasmisión de la masculinidad y el mandato de los padres hacia los hijos varones que está simbolizado por el auto. El padre es la primera persona en su familia de obreros que logró estudiar y recibirse en la Universidad y no solo tener auto, sino también aprender a manejar.
-Mi abuelo jamás agarró un volante con las manos- dice el autor, en esta entrevista con Cordón.
-No formaba parte de su imaginario. El desafío era cómo narrar la biografía de alguien que para el protagonista fue una incógnita toda la vida. Cómo narrar la vida de una persona que no conozco, que se murió y ya no voy a conocer nunca. Jamás supe qué se le pasó por la cabeza. Quería contar, a través de la figura del auto, la historia del ascenso social, un poco la historia del país, afectando lo íntimo y lo personal. El sueño del padre del protagonista es algún día en la vida llegar a tener un cero kilómetro y arranca con un Fitito. Es hijo de una pareja de obreros que, hasta que se independizó, durmió en la misma habitación que sus padres porque no había otra en la casa y, aun así, empezó a laburar estando en la secundaria y logró recibirse de Ingeniero Civil en la UTN. Cuando viene el menemismo, el tipo era supervisor en una fábrica que cerró. Tiene que usar el auto para laburar de remisero. Algo que le pasó a un montón de gente de esa generación, por lo menos en la Ciudad de Buenos Aires. Mi papá se encontraba con compañeros de la facultad que estaban manejando remises como él.
¿Le ves alguna relación a “Nuestro peor fracaso” con “Campeón”, tu primera novela?
-Las dos son voces que están un poco más cercanas a mí. Generalmente, narro mucho en primera persona porque me inspiran mucho más las frases o los giros de los discursos que las imágenes. Mismo cuando leo, no se me arman escenas en la cabeza, no soy muy visual. Así con todo. No me acuerdo de las cosas que sueño. No me copa mirar porno. Soy una persona más de lo sonoro. Narro mucho en primera persona y tengo, en mis cuentos, narradores que tienen otra edad, otro género, otra clase social y en las novelas creo que, por limitación mía, es una voz mucho más cercana donde está más mezclado el narrador con el escritor. Le veo ese punto de contacto, narradores muy pegados a mí, que son putos. Ese ser puto es una cuestión identitaria y es fundamental para las novelas, por más que las tramas vayan para otro lado. Entre las dos novelas pasaron diez años. Le pasaron diez años a ese personaje y también a mi escritura.
¿El tema de la identidad te interesa particularmente?
-Sí. Voy a cumplir 40 años y transité mi adolescencia entre los ‘90 y los 2000 y todavía estaba fuerte ese discurso de: “Entre cuatro paredes es tema mío lo que hago, no importa lo que hago en la cama”, y yo nunca me sentí así. Para mí, la elección sexual es una cuestión profundamente identitaria y es algo que a mí se me contagia en lo que escribo. Elija los personajes que elija, incluso si la cuestión romántica o sexual no viene a cuento, es una literatura homosexual o queer, como la quieras llamar. No puedo mirar el mundo bajo otro lente. No quiere decir que no empatice con otro tipo de miradas o con otras identidades, pero afecta profundamente lo que escribo. Parece un titular de la revista Caras, pero yo sufrí bullying desde muy chico. A mí se me señaló como mariconcito desde los cuatro años, por parte de gente grande, vecinos, docentes, familiares. Y yo en ese momento no me planteaba si me gustaba un compañerito, o si quería jugar con muñecas. No me pasaban esas cosas, pero ya estaba señalado. Mi identidad se construyó como puto desde niño. Entonces para mí no es simplemente una sexualidad, un objeto de afecto, de deseo, sino que va mucho más allá. Ahora está muy de moda, cuando llega la fecha del Orgullo, las campañas de “Love is love”, “El amor es el amor”, que además de tautológico, no es una cuestión de amor. No es el amor. No es poder amar a una persona de mí mismo género lo que me hace puto. Yo lo era mucho antes de poder amar. Creo que eso de alguna manera está en lo que escribo y es una posición como escritor. Me importa que mi escritura sea una escritura de puto. Es una etiqueta. A veces, le escapamos a las etiquetas y eso está muy bien, pero esta es una que yo me quiero poner.
¿Cuánto te llevó escribir “Nuestro peor fracaso”?
-Tres meses. Me senté en noviembre de 2020 y para febrero o marzo de 2021 ya estaba terminada. No la escribí más rápido porque no me daba el tiempo físico para hacerlo, pero si yo me hubiese pegado tres tiros de merca como dicen que hizo Fogwill cuando escribió “Los Pichiciegos”, la terminaba ese día. Fue muy poco lo que la toqué después. La estructura tiene un orden desordenado, está toda en presente y son capítulos muy cortos que no siguen la línea de tiempo, sino que retroceden y avanzan. No tuve que ponerme a hacer un laburo de ordenar capítulos porque la memoria en general es así, desordenada, está llena de fragmentos sueltos, superpuestos. Todo está ocurriendo en presente. Es un artificio de uno el hecho de generar un discurso con una línea temporal y ordenar las cosas narrando. Mi desafío era no contar nada por fuera del auto y que aun así se armara la vida de este tipo. No es que estaba la idea, estaba escrita directamente en mi cabeza.
¿Es algo que escribiste tan rápido porque te lo tenías que sacar de encima?
-Un poco sí, esa necesidad y esa urgencia a veces viene con determinada forma que parece que te excede. Después sí apliqué el oficio. Mi papá, en la vida real, falleció en su casa en mayo de 2020 en pleno éxtasis de la cuarentena y obviamente no se lo pudo velar. Me dijeron que podía ir al cementerio con cuatro o cinco personas. Llegué a Chacarita con un primo y mi novio y solo me dejaron pasar a mí. Estaba el hijo del dueño de la funeraria, es decir, éramos dos hijos. Me miró y me dijo: “¿No viniste en auto? El cementerio es gigante”. Le dije: “No, no tengo auto, no sé manejar”. Entonces el flaco tuvo que vaciar todo lo que tenía en el asiento del acompañante para que yo me pudiera sentar y llevarme él hasta la tumba. Caí en la cuenta de que era la última vez que me sentaba en el asiento del acompañante para hacer ese viaje con mi papá que estaba atrás en el cajón. Ahí entendí. No exactamente, pero fue esa semana que dije: “Yo quiero narrar esto de viajar en el asiento del acompañante con un completo desconocido”.
¿Esta es una novela pandémica o pospandémica?
-Es pospandémica, sí. La novela habla de la imposibilidad de tener determinadas conversaciones que en el caso de estos dos personajes era: “Papá, soy puto”. Nunca lo pueden hablar y eso los separa de manera abismal, pero digo que es pospandémica porque claramente está influenciada por el contexto donde se hizo el duelo y se veló a familiares cercanos en cuarentena extrema. Yo tenía la experiencia de primera mano y quería que eso quedara plasmado en algún lugar, me parecía importante contar cómo fue no velar a un cuerpo y enterrarlo con una sola persona en ese escenario apocalíptico increíble y cómo afecta a la salud mental de las personas. Si bien no es el tema de la novela, me parecía importante.
¿Cómo crees que impacta esa época de ausencia de rituales de la muerte en la salud mental de la sociedad?
-No estamos capacitados para duelar sin el cuerpo. Yo tuve la suerte, qué palabra, de que mi papá no falleció de COVID. En la novela no cuento la causa porque creo que no viene al caso y que es algo muy íntimo que no me pertenece. Elegí cuidar la muerte de mi papá y no narrarla y además para no cerrar sentido, para que sirva a más lectores, digamos. Yo pude estar con mi papá, pero sé que mucha gente internó a su familiar por COVID y no pudieron pasar a verlos mientras estaban agonizando. Es como si te desaparecieran el cuerpo. Entonces, para mí, te impide iniciar un duelo. Somos medio mamíferos en ese sentido. Hay muchos animales que necesitan estar en contacto con el olor del cuerpo descomponiéndose de otro integrante de la manada. Yo generalmente odio estos razonamientos biologicistas, pero en este caso creo que de alguna manera aplica. La sociedad viene con una carga muy pesada con ese tema respecto de la memoria colectiva y fue muy doloroso. Creo que tal vez no se manejó de la mejor manera, que es un derecho y una necesidad de las personas poder cumplir con los rituales de la muerte. Los muertos son tan importantes como los vivos. En el entierro todavía no estaba instalada la cruz y yo pensaba que no lo iba a poder encontrar nunca más, que lo metíamos ahí en la fosa y después andá a encontrarlo. Una cosa que no tiene sentido, o sea, a nadie le interesaba esconderme el cadáver de mi papá. Son esas cosas totalmente ilógicas que pensás cuando estás en una situación así, tan extrema, pero caí en la cuenta de lo que estaba viviendo otra gente con su familia. Fue terrible. Va a tener secuelas en las personas y después va a empezar a aparecer en el cine, en los libros, en las ficciones, en la música. Estoy agradecido de que me pude despedir, aunque no pude hacer velatorio y el entierro en soledad es muy terrible. Que no se pueda despedir el resto de la familia, los amigos…
Y que no te puedan acompañar…
-También por ellos. Las veces que hablé con ex compañeros de trabajo de mi papá sufrían por no haber podido pasar por esa ceremonia. Parece superficial, pero no lo es para nada.
¿Qué opinas de que el “peor fracaso” sea el del duelo suspendido, más allá de la imposibilidad del personaje de hablar de la homosexualidad con su padre?
-Creo que los fracasos son muchos, que va a tener que ver con qué le resuene al lector. No me interesa imponerle a alguien una clave de lectura. El título deja abierto a los lectores la pregunta de cuál es el peor fracaso.
Para mí, es ese…
-El narrador lo suelta en un determinado momento, para el narrador también es ese, pero qué se yo. ¿Qué es el fracaso y qué es el éxito? Esa pregunta yo no la sé responder y dentro de lo que vos considerás fracaso, cuál sería el peor. Cuando mi papá falleció, mientras esperaba a que llegara la funeraria, me senté al lado y lo acaricié. Esto podría impresionar a la gente, pero yo lo tocaba con esa conciencia de que después no lo iba a poder velar. Me salvé del fracaso, entre comillas, pero soy el único que pudo hacer eso. Pienso que, si él hubiese vivido, volvamos a los personajes, si este tipo hubiese vivido 20 años más, tampoco es que ese tiempo se podría haber aprovechado. Era un fracaso cantado desde la página uno. Para mí, la novela es cómo rearmarse frente al fracaso y, en todo caso, tomarlo como condición dada. En un último giro ficcional, en los agradecimientos del libro, por más que ahí ya soy yo el que está hablando y nombro a gente de la vida real, le hablo. A mí no se me da eso de hablar con los muertos, pero le puse: “Para vos, viejo querido, por todo eso que sí pudimos lograr”. Como si se volviera a meter un poco el narrador en esa parte del libro, por más de que ya no le corresponde. ¿Qué hay más allá del fracaso?, ¿Cómo se construye la identidad con esos fracasos que son inevitables?
Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones, 2014), la novela “De este lado del charco” (Editorial Conejos, 2015); la novela “Una nena muy blanca” (Emecé, 2019) y el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus, 2022).
Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Stret para la diplomatura en Derechos Humanos de la Mujer de la Universidad Austral de Salamanca en 2018.
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