Por Esteban Rodríguez Alzueta*

El juicio por el asesinato del joven Fernando Báez Sosa que conmocionó al país entero hace tres años, y recibió una amplia cobertura nacional por parte del periodismo, tiene un contexto institucional: la crisis de justicia, la desconfianza judicial, la incapacidad de la justicia para tomar conflictos y canalizar los problemas, sobre todo de los sectores con mayores desventajas. La desconfianza social hacia la justicia, se verifica en la presión social que distintos sectores ejercen sobre el tribunal para que el castigo que resuelva el caso sea ejemplar y contundente. En este país ningún juicio tiene una sentencia cantada, por eso los familiares de las víctimas no pueden dormirse y tienen que mostrarse siempre activas, ejerciendo presión a través de la opinión pública. 

Quiero decir, el derecho a la desconfianza es un derecho que se explica y entiende en una sociedad que viene remando una crisis judicial de larga duración: una justicia que nunca llega y cuando llega suele ser demasiado tarde. Se tiene dicho que una justicia que tarda en llegar no es justicia sino más burocracia. El retardo explica gran parte del resentimiento social: La sentencia social se inscribirá en la memoria de la gente, y dependerá de la capacidad para recordar. De allí que las víctimas no puedan soltar el acontecimiento, y tengan que revivir una y otra vez los hechos traumáticos, porque íntimamente sospechan que la sanción moral dependerá de su capacidad para no olvidar.

El resentimiento llega con la rabia que siente la gente. La rabia es el sentimiento que tenemos cuando las cosas podrían ser de otra manera y sin embargo no lo son, porque contamos tribunales clasistas y patriarcales, más preocupados en cuidar los privilegios que se transmiten entre la parentela o los amigos del country o compañeros de golf, que en administrar justicia con sensibilidad social. Cuando el poder judicial se separa de la sociedad, la sociedad, o sectores importantes de ella, encuentra en los operadores judiciales, a veces un enemigo, y otras veces un actor extraño que miran con prejuicio y recelo.  

Pero el resentimiento social alimenta también pasiones punitivas que, lejos de traer consuelo y reponer la concordia, agregan nuevas dificultades para encarar los problemas que necesitamos resolver. La justicia por mano propia, los linchamientos y tentativas de linchamientos, las quemas o destrozamientos intencionados de vivienda con la posterior deportación de grupos familiares enteros del barrio, la lapidación de policías e incendios de patrulleros, los escraches en sus múltiples formas, la justicia mediática, y las performances lacrimosas de las víctimas o familiares de las víctimas frente a los micrófonos de los movileros, hay que leerlos dentro de una misma serie: Son formas de violencias expresivas y emotivas que no tienen la capacidad de detener la violencia social, que le agregan más incertidumbre a la vida cotidiana y contribuyen a generar malentendidos que recrean las condiciones para sentirnos inseguros y lejos de la justicia. 

Un punitivismo que viene por abajo, pero empalma y retroalimenta el punitivismo por arriba, que llega con las declaraciones de funcionarios, legisladores, fiscales y magistrados, prestos a decir lo que la gente quiere escuchar, actores que se dedican a hacer política con la desgracia ajena, manipulando el dolor del otro, prometiendo más leyes con más penas, solicitando sentencias con penas cada vez más largas, a cambio de ganarse la adhesión súbita de su hinchada. Una adhesión emotiva pero voluble, que durará lo que duren los acontecimientos en la tapa de los diarios.  

Ese resentimiento se verifica enseguida en las frases “que se pudran en la cárcel” y si no “hay que meter bala”, “pena de muerte” y otras expresiones que han estado circulando por estos días en las redes sociales.   

Como dice la criminóloga y abogada penalista, Claudia Cesaroni: “Un crimen, sobre todo cometido por varias personas contra una, es una acción brutal de parte de quienes los cometen. Una vez sucedido, desatar una carnicería mediática y judicial sobre los autores, sobre todo si son jóvenes, es brutal y repugnante. Nadie merece una pena de 50 años”. Cesaroni no está improvisando, hace rato que viene militando contra el punitivismo embutido dentro de los exabruptos de los periodistas, familiares, políticos y jueces que creen que una pena larga, muy larga, es una forma de reparar los hechos. Incluso los sectores progresistas suelen subirse a estas consignas y cuando les llega el turno, y tienen una víctima más cerca de sus intereses, suelen responder con la misma moneda. Por eso agregará Cesaroni: “creen que, porque se trata de adolescentes de clase media o media alta, y jugaban rugby, hay que proclamar una especie de punitivismo clasista, que castigue en ellos a su clase social y a sus privilegios. Yo lo que veo es a un grupo de jóvenes que cometieron un hecho gravísimo, y que merecen recibir una sanción acorde a esa gravedad, que NUNCA puede significar el triple de la edad que tenían al momento del hecho. Eso no es reparación, ni justicia.”

El punitivismo no es patrimonio de las derechas ni de las elites. También los progresismos y sectores populares lo practican periódicamente. Prueba de ello son los reclamos de los familiares y sus testaferros (los periodistas) de la “prisión perpetua para todos los autores”. Ese reclamo llega con otras frases que, lejos de abrir un campo de debate, terminan clausurándolo. Porque aquel que postule una opinión distinta no formará parte del paisaje bestial de la opinión pública, al contrario, empezará a formar parte del problema y será merecedor del ostracismo o la misma pirotecnia verbal. 

Por último, conviene recordar lo que repetía Hannah Arendt: “las estructuras no van a juicio”, esto es, los rituales que enmarcan las prácticas sociales no se van a desandar con una decisión judicial. Ni siquiera la mejor sentencia, que llegue puntual con una pena contundente de cumplimiento efectiva, tendrá la capacidad para desandar el racismo, mucho menos, aquellos racismos disimulados, que se confunden con las desigualdades de clase. Tal vez pueda mandarse un mensaje al resto de la ciudadanía, pero los cambios sociales, para que retoquen el ADN de las prácticas, necesitan otras intervenciones de mediano y largo aliento. Sin lugar a dudas, puede colaborar para arrojar luz sobre determinados temas, pero conviene no hacerse demasiadas expectativas sobre las decisiones judiciales para no acumular frustraciones gratuitas en el futuro cercano. 

Si lo que se quiere es desandar el racismo clasista que llegaron con las patadas entusiastas de estos jóvenes que jugaban al rugby, se necesita ir más lejos que la justicia. La justicia solo está para reprochar conductas individuales, pero si lo que se busca es desandar prácticas colectivas y violentas arraigadas en la sociedad o sectores importantes de la misma, entonces se requieren otro tipo de políticas públicas, de largo aliento, que necesitan a su vez de la participación de otras agencias y del debate paciente de toda la sociedad.  



*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.