Carolina Tosi vive y se crió en Lanús, en pleno Conurbano bonaerense. Investigadora adjunta del CONICET, doctora en Lingüística y profesora de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, se dedica a la literatura infantil y juvenil con una idea central: que “un libro te sacuda y te impulse a pensar cosas que nunca se te habían pasado por la cabeza”. En esta entrevista con Cordón nos cuenta sobre sus comienzos en la escritura, las coincidencias de sus obras con el contexto mundial actual y la “nueva normalidad” que nos rodea.

“La lectura era mi refugio y también mi espacio de libertad”. Así comienza el diálogo con Carolina Tosi, apasionada de la literatura desde chica. Los recursos eran escasos, por eso acudía a la biblioteca, o compraba/canjeaba los libros que quería leer. Eso la marcó, y decidió estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires. Sus obras están destinadas al público infantil y juvenil, pero defiende que “un buen texto no tiene edad ni limitaciones”.

¿Cómo fue el proceso que te llevó a escribir para el público infantojuvenil?

Durante la adolescencia hice un taller literario con Marta Giménez Pastor que era una reconocida escritora de la literatura infantil y juvenil (LIJ) y allí ratifiqué la idea de que un buen texto no tiene edad ni limitaciones. Analizábamos textos de una enorme calidad estética –de Roald Dahl, María Elena Walsh, Laura Devetach, Elsa Bornemann, Ema Wolf, Graciela Montes, Gustavo Roldán, etc.–. Así descubrí que la clave para que una obra pueda ser disfrutada por público de todas las edades reside en el juego con el lenguaje, el trasfondo poético, la dimensión estética, la potencia de la trama. En ese taller escribí mucho e, incluso, me publicaron un cuento en una revista infantil.

Ahora, por suerte, se están desterrando de a poco los prejuicios sobre la LIJ. Hasta hace unos años se consideraba, con un sentido absolutamente peyorativo, que la literatura para chicos era algo chato, sin textura y que no podía ser concebida como un hecho estético. Los lectores eligen y se van apropiando de esos textos. A veces, pasa con un libro que lo lee un chico en el colegio y después ese mismo niño lo va recomendando a sus familiares y así me llegan mensajes de madres, padres, abuelas, abuelos que leyeron mis libros y les gustaron.

Por ejemplo, El sol escondido es un libro álbum que trata en clave poética una situación de discriminación que vive una nena que llega desde el norte de nuestro país. Ha sido leído por niños y jóvenes, de escuelas primarias y secundarias, pero también por muchos adultos. Me ha pasado de ir a colegios, donde preceptores, docentes y directivos venían a contarme, emocionados, que se identificaron con la historia.

– Tus obras están acompañadas de ilustraciones más bien realistas, no son los típicos dibujos infantiles que solemos ver en la televisión. ¿Cuál es su significado y la importancia que tienen a la hora de ser elegidos para tus cuentos?

He tenido mucha suerte con los ilustradores; creo que todas las experiencias han sido muy positivas. Algunos ilustradores han sido elegidos por los editores, y en otros casos los he sugerido yo. Esto pasó con La red del miedo. Me encantaba el estilo de Pablo Zerda, con ilustraciones no aniñadas, sugestivas y misteriosas. Era el estilo justo para el libro.

De todos modos, quizás cuando se trata de un libro álbum el entramado entre texto e imagen es mayor. Por ejemplo, en los libros ¿Cuándo llegamos? (ilustrador: Carlos Higuera, editado por Edelvives), El pirata Maremoto y Dinosaurios a la vista (ilustrados por Omar Aranda y publicado por Riderchail), Un perro no tan perro y El sol escondido (ilustrados por Gabriela Burín y Carolina Pratto, respectivamente, y editados por Edebé) he tenido un mayor trabajo creativo y en conjunto con el ilustrador, porque en esos casos las ilustraciones también narran, cuentan la historia, ofrecen nuevos sentidos y dialogan intensamente con el texto.

Por ejemplo, en El sol escondido hay una imagen muy fuerte que es la protagonista en el primer día de clases. Carolina Pratto dibujó a la nena en escala pequeña, observada a través de un microscopio por los nuevos compañeros. Esa imagen despierta muchos efectos en los lectores, porque es una nena que enfrenta la mirada implacable de los otros; es observada como un bicho, como un bicho raro. El sol escondido fue un gran desafío de ilustración, porque es un texto muy metafórico. Los compañeros de clase se burlan de la protagonista de la historia porque habla diferente y, a partir de eso, ella decide no hablar más, esconde sus palabras y oculta su voz. Era muy difícil de ilustrar, pero Carolina Pratto lo resolvió extremadamente bien.

– ¿Hay inspiración del Conurbano en tus obras? ¿Algo de lo que viviste en Lanús y alrededor se ve en tus libros?Sí, mi vida en provincia, es decir las experiencias y los espacios del «otro lado del puente», están presentes en algunos de mis libros. Por ejemplo, en El pirata Maremoto, el escenario de la aventura de Baltazar y Guadalupe se desarrolla en un típico barrio del Conurbano. Por su parte, en ¿Cuándo llegamos? relato los viajes cotidianos de Luca, en los que surge las preguntas que tanto aterran a los padres: «¿Falta mucho?! ¿Cuándo llegamos?». Allí el nene se traslada con su mamá en los colectivos 45, 37, 79 y 32, todas líneas de zona sur que yo solía usar; o el viaje en tren que hace todos los fines de semana con su papá está inspirado en el recorrido del ramal Roca, repleto de vendedores ambulantes. Finalmente, el paseo en calesita que hace Luca tiene pedacitos de las calesitas de la estación de Lanús y Remedios de Escalada, a las que me solían llevar mis papás cuando era de chica.

A propósito, hace poco estuve en la reinauguración de la calesita Rey de Júpiter en una plaza de José Mármol (de Almirante Brown). Un grupo de artistas, que forman «La nave de ilustradores», la restauraron y me convocaron, juntos con otros escritores, para que escribiéramos textos y, a partir de entonces, mis poemas viajan en calesita. Además, en varios de mis cuentos, los protagonistas viven en barrios muy parecidos al mío, en Lanús, y hay personajes o situaciones tomadas de allí: por ejemplo, Saturno, un perro que ladra eternamente desde una terraza, o una murga creada por los chicos de la cuadra

– En “La red del miedo” hablás de un futuro con la humanidad refugiada en la vida subterránea, con adaptaciones de existencia. Una de ellas es la falta de contacto real entre las personas y la vida a través de la virtualidad. Es un escenario muy similar al que nos encontramos hoy, frente a la pandemia y el aislamiento. ¿Podés trazar un paralelismo con este momento? ¿Lo imaginabas tan cercano ese “futuro”?

La red del miedo fue editada en 2012, obtuvo el premio de los Favoritos de los Lectores de ALIJA en 2018 y fue leída en muchísimos colegios en todo el país. Pero sin dudas este año adquirió una nueva significancia porque, como bien decís, la trama tiene algunos puntos de contacto con esta realidad que vivimos. Cuando la escribí jamás pensé que ciertos hechos que configuraban la trama narrativa iban a suceder y, menos, tan pronto.


El 2012 había sido señalado por los mayas como el año en que iba a terminar el mundo y justamente fue un año en el que se produjo una serie de desastres naturales que fueron interpretados por muchos como signos de que se acercaba el tan temido apocalipsis. Todo eso también me hizo pensar y construir el “Temblor” de la novela, que es un desastre natural –lo ubiqué en el 2070 aproximadamente– que provoca que la superficie de la tierra ya no sea habitable, porque el aire y el sol son nocivos para los seres humanos.

Por otra parte, hacía poquito que me había sumado a Facebook y me había impactado mucho el funcionamiento de las redes y que alguien te considere “amigo” cuando ni te conoce. Además, investigué sobre el fenómeno de los hikikomori en Japón, que es una tendencia que también se ha extendido a Corea del Sur y China. En Japón son casi medio millón de personas que viven como ermitaños modernos. Se retiran de todo contacto social, no dejan sus casas por años y solo se conectan con otros a través de la tecnología. Esa tendencia era muy habitual entre los adolescentes. Es terrible pensar que un chico por sí mismo decida no ir al colegio, no compartir tiempo con amigos, no salir por años. También pensaba en los padres que permitían esos aislamientos.

Todo esto hizo que me preguntara qué pasaría si los seres humanos debiésemos vivir aislados por una situación externa no elegida: obligados, en ese caso, por una catástrofe ambiental. En La red del miedo los sobrevivientes al Temblor se refugiaron en las profundidades de la tierra, cumplían aislamiento social y se conectaban entre sí mediante redes. Cada personaje tenía su avatar y su existencia la vivían a través de un sistema informático que les permitía sentir olores, sabores, disfrutar de paisajes y entablar conversaciones con gente a la que nunca se había visto. Son personajes que no tienen contacto físico con otros, no se abrazan. Los chicos no juegan en forma presencial. Su educación, sus paseos y sus relaciones son virtuales. Sin dudas, esta realidad que estamos transitando por el COVID se entrelaza en algunos puntos con esa ficción. Hace poco, me impresionó, por un lado, una foto de un peluquero en Taiwán, que usaba un traje de protección muy parecido al de los personajes que Pablo Zarda hizo para el libro y, por el otro, que en Estados Unidos se están vendiendo bunkers subterráneos, al estilo de los que aparecen en la novela. Se trata de algunos puntos en común entre la novela y la realidad. La ciencia ficción puede, sin buscarlo, presentar realidades que sucederán en un futuro. 

– ¿A través de la literatura encontramos una buena manera de hablar con los chicos y chicas sobre este contexto y la nueva “normalidad”?

Ahora estamos haciendo algunos encuentros virtuales con lectores de colegios de todo el país y surgió esa pregunta… ¿Qué es la normalidad? Sin dudas se trata de una construcción social. Pero hay que tener en cuenta de que, a lo largo de la historia, las pandemias han cambiado las formas de vida y los modos de relacionarse; pensemos en la fiebre amarilla, la poliomielitis o el HIV/sida, por ejemplo. En otro orden de cosas, algunas tragedias, como la de las Torres Gemelas, modificaron los protocolos de los vuelos. O también pensemos en las nuevas tecnologías, que transformaron la forma de comprar, de viajar, de investigar, de relacionarse con otros, es decir, instalaron nuevas formas de normalidad. Antes era “normal” que conocieras a un chico o una chica en un bar o en un boliche; ahora es “normal” que lo conozcas mediante una aplicación.

Las nuevas normalidades asustan porque son desconocidas y nos tenemos que ir acostumbrando a nuevos tratos, a nuevas costumbres. Pero creo que las relaciones se configuran de maneras disímiles, y el afecto se vehiculiza de diversas formas. Yo acabo de vivir mi primer cumpleaños en cuarentena y fueron muy intensas las formas de afecto, a pesar de la distancia. De todos modos, me cuesta pensar la nueva normalidad para los chicos en la escuela. Eso sí va a ser difícil…

Las nuevas normalidades asustan porque son desconocidas y nos tenemos que ir acostumbrando a nuevos tratos, a nuevas costumbres.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que, históricamente, ha habido tantas acciones terribles consideradas “normales”, relacionadas, por ejemplo, con la violencia de género, la discriminación de grupos minoritarios, la instalación de ciertos estereotipos y prejuicios. Por eso creo que es importante poder flexionar sobre todo eso… qué naturalizamos y qué cuestionamos, cómo y por qué.

Carolina Tosi es doctora en lingüística, magíster en análisis del discurso, profesora y licenciada en Letras por la UBA. Se desempeña como investigadora adjunta de Conicet y como docente de Corrección de Estilo de la carrera de Edición de la UBA, y de Lingüística en la UNLZ. Dicta seminarios y cursos de posgrado. Cuenta con una larga trayectoria en el abordaje del discurso pedagógico. Además, es escritora de libros de literatura infantil y juvenil.