Por Mariana Komiseroff*
Foto: Alessandra Sanguinetti
Para las tarjetitas de invitación calqué y corté un extraterrestre de una película de Disney en cartulinas de diferentes colores. Las antenas fueron la parte más difícil. Pude concentrarme porque mi hermanita y mi hijo dormían, tenía que estudiar para los exámenes de la secundaria pero era la mejor alumna y todos creían que era inteligente, así que preferí aprovechar que mi abuela se había ido al médico, que mi hermano estaba en el colegio y mis papás estaban trabajando para dedicarle todo a los preparativos del cumpleaños. Cuando terminé, le dejé una en la habitación a mi abuela, otra en la cama de mi hermano, que dormía en la misma habitación que mi hijo y yo, y una para mis papás y mi hermanita de nueves meses, aunque ninguno iba a faltar porque vivíamos todos en la misma casa. Pero seguro les gustaría guardarlas de recuerdo.
Descolgué el reloj de madera y conté la plata que venía guardando para el cumpleaños, los cinco pesos que me pagaban mis tías cada día cuando terminaba de limpiarles las casas y el porcentaje que me quedaba de la venta de los cosméticos por catálogo. Anoté en una libreta porque siempre me parecía que faltaba y me ponía a pensar que alguien de mi familia metía mano. Mi papá trabajaba en Jumbo, tenía muchas deudas y pagaba con ticket canasta y descuento los pañales para los bebés. A mi hijo tenía que festejarle el primer año sí o sí porque habíamos estado internados en el Garrahan casi todo el verano. Yo iba a pagar los sanguchitos, las gaseosas y las cosas para hacer la torta. Anoté también los ingredientes. Quería que el padre de mi hijo supiera que podía sola, sin su ayuda. Pronto iba a llegar también el primer año de mi hermanita y mis padres todavía no habían preparado nada. Harían todo, como hacían siempre, a último momento, así nomás.
Hice bolsitas de papel con el nombre de mi hijo y las rellené con caramelos. Quedaron tan lindas que las miré varias veces antes de guardarlas con cuidado para que los bebés no se despertaran, en la parte alta del ropero. Elegí qué iba a ponerme, qué le iba poner a mi hermanita y qué le iba a poner al cumpleañero. Lavé la ropa a mano con crema de enjuague para el pelo para que le quedara lindo olor y la colgué en la soga.
Cuando afuera golpearon las manos estaba haciendo los bonetes. Me asomé. “¿Está tu mamá?”, preguntó uno de los dos hombres que estaban parados en la vereda. Escuché un llanto, miré hacia adentro por instinto, era mi hijo. Enseguida se despertaría también mi hermanita. Quise parecer más grande, más adulta frente a ellos. La mamá soy yo, respondí y levanté el pedazo de cartulina que tenía en la mano, le estoy preparando el cumpleaños. “Ah, disculpe”, dijo el otro y me explicó que eran hermanos, que estaban en una situación de fuerza mayor, que tenían que vender el televisor recién comprado porque su mamá estaba muy grave, que era 29 pulgadas, nuevo, sin uso, una oportunidad.
En casa había uno solo y se me ocurrió que tal vez podía regalarle a mi hijo algo que durara, pensé que una fiesta era más para los demás que para él y ni siquiera la iba a recordar. Esa compra sería la primera de todas la demás, la primera importante de mi vida, después compraría una cama así ya no tendríamos que compartir más la mía, unas sábanas de Power Ranger, unas tazas y una cocina, unos repasadores y una pava. Terminaría la secundaria con el mejor promedio del curso y mi hijo empezaría el jardín y yo trabajaría en lugares que pagaran obra social para los dos y alquilaríamos una casa con ventanas grandes por donde entraría el sol y tendríamos un baño siempre limpio donde nunca faltaría el papel higiénico. Me llevaría el sillón viejo de mamá, el que usaban los perros para dormir, y lo pondría enfrente del televisor, y compraría un DVD para ver películas de dibujitos hasta que mi hijo se las aprendiera de memoria y tal vez me enamoraría de alguien que nos quisiera a los dos.
No llegaba al precio que me habían dicho pero estaba convencida de que iba a convencerlos. Así que entré nerviosa, le puse el chupete a mi hermanita que se había despertado, alcé a mi hijo que no paraba de llorar, descolgué con una mano el reloj de la pared y saqué la plata. “Tengo solo trescientos”, dije firme cuando salí con la frente en alto, y el bebé en la cintura. Traté de disimular que el corazón lleno de futuro se me salía por la boca. Ellos agarraron el puñado y abrieron el portón para dejar el paquete en el piso del patio. “Se lo dejamos cerca de la puerta así no hace tanta fuerza”, agradecieron y se subieron al auto rápido. Algo en la media sonrisa del que manejaba me dolió y lo supe aun sin haber abierto la caja.
Primero le di la teta al bebé. Después la mamadera a mi hermanita. Cuando se calmaron, acomodé las cosas de la mesa. Después abrí la caja, era un televisor viejo, lo enchufé y no andaba. Con esfuerzo lo llevé hasta el basural de la esquina porque me dio mucha vergüenza que alguien se enterase.
El sábado del cumpleaños mi papá trajo los sanguchitos del trabajo y el papá de mi hijo, que no aparecía nunca, una torta hermosa con una foto del nene impresa en azúcar.
*Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones, 2014), la novela “De este lado del charco” (Editorial Conejos, 2015); la novela “Una nena muy blanca” (Emecé, 2019) y el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus, 2022).
Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Stret para la diplomatura en Derechos Humanos de la Mujer de la Universidad Austral de Salamanca en 2018.
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