Los locales de venta de papas fritas al paso se convirtieron en un boom hace algunos años, pero parecen estar viviendo las consecuencias de las vidas en versión ajustada de sus clientes. En esta crónica conurbana, un sondeo por la búsqueda de los encargados, las miradas de los empleados y las empleadas, y un recorrido por las peatonales de zona sur con sus paseantes y vendedores ambulantes.
Por Leandro Barttolotta*
Una figura cónica voladora de la que parecen asomarse gusanos blancuzcos, que resaltan entre otros amarillos suaves, del tamaño de dedos humanos. Alguien los pincha con un escarbadientes gigante y se los lleva a la boca. Estoy convencido de que, mientras intentaba clavarlos, se movieron un toque. Pero debe ser el sol que pega fuerte en la fila del banco -en donde una señora se queja por la gente que parece venir a rezar a los cajeros- y me altera la percepción.
Cuando la veo de cerca, la escena es mucho más agradable. Es un cono de papas fritas que sostiene un flaquito, como si fuese una antorcha olímpica, y otra cara detrás de la que solo se distingue una pincelada de mayonesa atravesándole la pera. Es una postal que, si fuesen cornalitos y no papas fritas (que confirmo que no se mueven solas y parecen más sabrosas de cerca, aunque sí hay varias blancas y verde pálidas), podría transcurrir en una peatonal de La Costa. Pienso en la destreza que hay que tener para embocarlas sin mirar y para aguantarse las ganas de manotear un montoncito y mandárselas así nomás. Aunque viendo que arriba vienen bañadas con de todo, entiendo la inhibición. Igual pienso que sería mejor un tenedor gigante o una pinza de esas de tallarines.
Anoto la sugerencia para cuando entreviste a quienes trabajan en los locales. También registro la idea de una prueba para detectar papas fritas de buena calidad. Las que se sostienen erguidas cuando se las toma de alguna de sus terminaciones. Si se caen como la varita mágica de algún mago cuando se convierte en soga, o como en esas películas de ciencia ficción en las que un bastón se transforma en viborita, pueden ser papas babosas y sabrosas, pero no papas crujientes. No creo que me anime a hablar de esto, pero igual lo dejo punteado.
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Me acuerdo cuando las peatonales y las calles aledañas de Quilmes, Berazategui, Lomas de Zamora (por mencionar tres localidades de zona sur al alcance de la naso-localización de negocios de papas fritas al paso y también del saldo de la SUBE) empezaron a oler a aceite. Sería el primer o el segundo año de la piiiiii. El aceite no solo se olfatea; también se visualiza en el paisaje. Son como ondulaciones, manchitas, líneas raras, serruchitos de esos que se hacen cuando miras un rato al sol y después parpadeás.
Primer ingreso a un local y nada
Si tuviese que buscar un resumencito para la crónica, de esos que se ponen delante de los reels y videos para que no tengas tiempo de rajarte, sonaría a nombre de banda indie: Oscar me clavó el visto y los pibes de las papas me miran sin entender. Pero no es tan así. Quédense hasta el final que van a suceder algunos imprevistos y un cierre movilizador.
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Son las tres de la tarde de un martes y me cuesta explicarle a la chica que atiende el motivo por el que estoy ahí parado si no voy a comprar papas fritas. El local, en la peatonal de Quilmes, está vacío y eso me da un changüí para largar el speech. Se asoma y vuelve a esconderse otro pibe. Sale y me dice que tienen que ir a hablar con el encargado. Esta vez desaparecen ambos detrás de un separador. Vuelve el pibe y me dice que el encargado está hablando por teléfono. Que no tiene problema si lo quiero esperar. Le digo que lo espero y me dice que tiene para rato. Le digo que no hay problema y que puedo pasar más tarde o que también me puede dejar su número y lo llamo. Me dice, con mucha cara de incomprensión, que ahora ya no lo puedo volver a interrumpir y me hace ese gesto del emoji que levanta las dos manitos.
Alcancé a chusmear que hay tres tamaños de cono: uno de $3.500 individual, otro de $5.000 que sería para una pareja o más de uno, y otro enorme que sería para un grupo familiar más amplio o angurriento/bajonero. Justo entra un muchacho, y frotándose las manos como si tuviese frío, le señala un cono grande, del tamaño de una pirámide invertida (de esos cuyas puntas podrían lastimar los ojos de Lenny). Arriba de las papas parece que le mandaron una salsa suculenta. Eligió todo lo que el mostrador ofrecía: “Jamón, mandale; salchicha, mandale; cebolla de verdeo, mandale; papas fritas, mandale”. Salen algunos pibes más detrás del separador y cuando el local vuelve a quedar vacío se ponen a comer garrapiñadas. Ese ruido ininterrumpido puede imponerse al de las cabezas que, en una de esas, se hacen la pregunta inquietante de quién o quiénes están de más acá. Una versión dramática del meme del hombre araña. El cracracra se pierde entre el ruido de las frituras.
Me alejo hipnotizado a comprar unas garras, pero me acuerdo que tengo una muela jodida y desisto (el ruido de la freidora en acción, ese chisporroteo fuerte de bichitos friéndose en la luz eléctrica, nunca lo escuché. Y no soy inspector de bromatología, así que no accedí a ninguna cocina de ningún local a lo largo de toda la crónica).
Segundo ingreso al local y esta vez conozco al encargado
Es otro martes a la tarde porque antes caí un miércoles que era feriado y estaba cerrado. Espero en un costado del localcito, sobre una barra de madera. Se vuelve a repetir el gesto. Entra un treintañero apurado, se frota las manos rapidísimo, como si estuviese intentado prender un fueguito, y pide la caja “Quiero todo” o “Dame todo”. Es como una caja gigante, del tamaño de las cajas esas de felices fiestas, repleta con papas, aderezos y los condimentos que le quieras mandar: jamón, cebolla de verdeo, aceituna, salchicha, cheddar, ketchup. Va imprimiendo su huella dactilar sobre el vidrio, en cada señalamiento, mientras agrega contento: “Qué piola”. Son $15.300, le responde el pibe de la otra vez que ahora está en la caja registradora. Acá la sonrisa obligatoria es de los clientes, y no de empleados y empleadas.
Cuando me toca a mí, vuelvo a repetir por qué estaba ahí, y el empleado lo va a buscar al encargado. Conozco a Oscar. En verdad, primero veo a un pelado que sale agitado y con la cara de sobresaltado de quien mira el celular y se rescata que se quedó dormido. Me dice que justo está con el contador. En el rictus se expresa lo que podría ser ardor gástrico y me imagino que le salen por la cabeza porcentajes, balances, deudas. Me dice que si puede ser en otro momento. Que algo le comentaron los chicos. Me interrumpe con un gesto de puteada contenida cuando le digo que quería hacer una crónica sobre “el boom de los locales de papas”. La palabra boom le detona algo. Quiero explicarle que me refería a cuando empezaron a verse muchos locales hace algunos años y que… no alcanzo a explicar nada. Larga un “¿Boom? Nscht”. El local se vació. Reitera que si puede ser en otro momento. Le pido el teléfono. Me lo da con buena onda, se da vuelta y se mete corriendo para la cocina.
Las que no come el presidente
“¿Por qué el presidente no come papas fritas?”. Hace algunos meses esta pregunta fue trending topic y ocupó varias horas de pantalla. Se la abordó desde la anécdota, pero también desde el campo de la psicología, la psiquiatría, la antropología, el periodismo de investigación y demás expertos en la materia (¿?). Escribiendo esta crónica los algoritmos me sugirieron todos los artículos, entrevistas, títulos tamaño zócalo y párrafos así: “Se confirmaron las sospechas: esto le pasa con las papas fritas. Qué es lo que ocurre con el presidente de la Nación y este plato”; “Hay video: esto le pasa cuando ve papas fritas cerca”; “No, ¡Papas fritas no!, dijo el presidente”, “Hay gente que es alérgica”, declaró en el programa la Noche de Mirtha; “Fobia o alergia, el problema del presidente con las papas fritas”; “Se confiesa alérgico a las papas fritas”.
Las mismas noticias después te linkean a cuestiones de salud: “¿Existe en verdad la alergia a la papa frita?”; “Síntomas de la alergia a la papa”. Así es. Las papas fritas se transformaron en una cuestión de Estado. En algún comentario periodístico dicen que en verdad es un rechazo presidencial a todo lo que empieza con la letra p: padre, papada, Papa, papas fritas y así podemos seguir cientos de caracteres más. También puede ser que le irrite, como aquella tos, el ruido de masticar papas crujientes. Andá a saber que flasheará. Una marcha de conos de papas fritas gigantes en los alrededores de la Casa Rosada. Esos conos de maquetas que usan los locales y tienen papas hechas de goma espuma. Una visión desde arriba puede ser inquietante. O que lluevan papas blandas y viscosas, que queden adheridas y suban, como babosas, por las paredes del palacio. Pero si nos ponemos a opinar mucho del asunto corremos el riesgo de ser paparulos. Dejemos acá este homenaje a las conversaciones banales, tan bien puestas en el caso de los guiones de Tarantino, sobre las hamburguesas royale with cheese en Francia y en Estados Unidos que mantienen John Travolta y Samuel Jackson en Pulp Fiction, antes de bajarse y sacar los fierros del baúl del auto.
Me quedo pensando que no hice, hasta acá, observación participante, es decir, observación papeante. En ningún momento aparezco comiendo papas fritas. Eso me hace sospechoso. Me gustan las papas fritas y creía que, proponiendo las entrevistas para la crónica, me iban a invitar a degustar diferentes tipos de papas. Eso nunca sucedió. Si compraba los conos y me ponía a comer tampoco iba a poder preguntar con la boca llena, ni iba a poder manipular la pantalla con las manos llenas de aceite.
Primer ingreso en otro local
Son las cinco y algo de un miércoles. Estoy en la arteria comercial, en su tramo peatonal, de la ciudad de Berazategui, conocida como: “la 14”. Sin activar el modo naso-localización, y entre pizarras sucesivas que van mostrando diferentes porcentajes de descuento, promociones de 2, 3 o 5 x 1 (hasta que no quede ninguno de los productos ofertados), distingo un local de papas al paso. Se llama Papas Center. En la puerta una maquinita saca peluches con una imagen que dice Toy Soldier 2. Arriba se ve ese cartel verde redondo de Central de Empanadas (Anoto: empezar a nombrar en las crónicas negocios de comida, como publicidad sugerida y subliminal, y luego pedir canje).
Entro al local y chusmeo con disimulo, como haciéndome el potencial cliente, me atiende la empleada y le suelto con poca convicción la intro. Me dice que tendría que preguntarle a la encargada y que ahora justo no está. Que seguro no va a tener problemas en hacer la entrevista y que ella le avisa para que me contacte. Resignado, le dejo mi celular y le agradezco.
Oscar me dice que sí, pero después me termina bloqueando
Escucho los primeros audios que intercambiamos y parecía que la entrevista iba a concretarse. El ida y vuelta fue más o menos así. Un día le escribo y le digo, antes que nada, que muchas gracias y que perdón por las molestias ocasionadas y que si quiere que me acerque al local, si prefiere que lo llame. No me responde.
Otro día le escribo un texto y le vuelvo a pedir disculpas de antemano, que si prefiere le puedo ir pasando preguntas por audios de WhatsApp. Y de nuevo perdón por molestar. Esta vez me manda un audio: “Hola, cómo te va, buen día. Disculpá que no te contesté, pero ando con un problema personal. Mi papá está internado y estoy corriendo para todos lados, así que no estoy mucho en el negocio. Pero si queres pásame las preguntas y yo te las voy respondiendo. No te puedo decir cuándo. Pero si para vos es importante me comprometo a hacerlo. Chau chau”. Le agradezco muchísimo. Le digo que le voy dejando algunas preguntas numeradas y, a medida que vaya teniendo un tiempito, me puede mandar los audios. Le vuelvo a agradecer y que se mejore la situación con su padre.
Pasan los días, pasa una semana y Oscar no responde. Le mando un mensaje con un perdón por las molestias para recordarle las preguntas y le incluyo el emoji de las manitos rogando. Doble pipa. Mensaje visto. Pasan los días, pasa una semana y le vuelvo a escribir el mismo mensaje, pero le agrego emojis y el perdón nuevamente. Esta vez, una pipa gris tenue. Ya no le llegó o me bloqueó.
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Un día de la semana que no me acuerdo, paso por La Papería, así se llama el local, y chusmeo desde la puerta. Hay un flaco con remera negra de básquet que tiene un número 18 que dice Irving y que está con una piba al lado mirando atentamente el menú. Una parejita de anteojos sobre la barra de madera en la que me senté la otra vez. Un chabón con una musculosa camuflada también ingresa y hace la fila detrás de la parejita. Se escucha un trap indescifrable. Me alejo del local caminando disimuladamente hacia atrás, para ganar en perspectiva. Quedo a un costado de un banco de cemento, medio tapado por un arbusto. Miro la peatonal. Me llama la atención cómo se capilarizó este año el festejo de Halloween. No creo que sea solo por diversión.
En el banco se arma un triángulo que tiene en el centro a una piba que, con un celular en la mano y paciencia en el rostro, sonríe y rechaza de manera cortés, mirando para ambos lados como en un partido de tenis. De un lado, arrodillado, como pidiendo casamiento, a un pibe que le está ofreciendo pañuelitos de papel. Del otro lado, casi a la vez, a un pibe que saca también un paquete de Carilinas de una bolsa, pero lo sostiene y lo acerca con delicadeza como si sostuviese el zapato de Cenicienta. Más allá, un grupito de vendedores de medias tira unas carcajadas y uno se despega para encarar a una mujer que pasa rápido: “Reina, vos sabés que soy reeee feo. Pero no te voy a robar. Estoy vendien…”.
Salgo de la dispersión y vuelvo a observar el local. Sale una parejita sub 18 que no es la que estaba esperando. La piba necesita ponerse en puntas de pie porque el flaco glotón no baja el cono. En un movimiento casi mecánico, como si tuviera un hilo del que tira ante cada movimiento de su novia para pinchar, levanta un toquecito las papas. Me acerco para que me vean desde adentro del local. A ver, córranse un poco ustedes dos, ahora sí. El campo visual despejado y me parece ver que se asoma, como una luna menguante desde la cocina, la pelada de Oscar. No tengo certezas y no me animo a preguntar de nuevo.
Me parece importante aclarar, forma parte de la metodología, que reconstruí cada una de estas escenas, varios días después de visitar los locales, olfateando en la silla la misma chomba testigo con la que hice la recorrida y que nunca lavé. De esa forma fui evocando lo que sucedió para darle un poquito más de detalle a la descripción.
Segundo intento en el otro local y encuentro a la encargada que se llama Ivana
Hay cerca de x locales de venta de papas al paso en el conurbano bonaerense, y durante el último año han cerrado x. En verdad no tengo idea de cuántos locales hay. Pero muchos y muchas deben estar sobre el filo de la cuchilla pela papas. Esta crónica no tiene datos duros y crujientes. Parece condenada a impresiones blandas, como las papas que no pueden mantenerse en pie.
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Es un día miércoles al atardecer y caminando por la 14 -atraído por el símbolo de azar de la máquina de muñecos en la puerta- intento una vez más en Papas Center. Hablo con la misma empleada que la otra vez y me dice que sí, que le comentó y que está ahí en la máquina registradora. La encargada se llama Ivana. Por unos segundos temo quedar atrapado en algún clip de un móvil de C5N entrevistando a comerciantes en plena crisis económica. Por suerte eso no sucede. A continuación, toma la palabra y habla, al fin, una encargada.
El monólogo editado de Ivana tiene momentos en que traga angustia, como si fuese un regurgito que sube por el esófago, que los ojos se le ponen acuosos, la voz le patina un toque, pero sigue hablando sin quebrarse y sosteniéndose con fuerza y con ambas manos del mostrador. Custodian la escena una piba que está parada a un costado, alternando la mirada entre la cocina y el techo, y un pibe que está sentado a su lado.
“El local abrió en el 2021 y la verdad que la ocurrencia no fue mía. Yo hoy soy la dueña. Pero la idea fue de mi marido que falleció. Él es, era, comerciante gastronómico. Era un chico de Capital. Yo de zona sur. Una vez le dije: “Sabés que el centro de Berazategui se re llena. Estaría bueno poner un local takeaway o algo de eso. Y empezó a averiguar el tema de los locales de papas fritas. Vio que había locales que se llenaban y se le ocurrió hacer su marca y ahí se creó Papas Center. En su momento fue una franquicia. Tuvimos en La Plata, en Lanús. Pero bueno. Mi marido se enfermó. Había que abastecer todos esos locales. Había que atender los locales gastronómicos de él. Sola no podía y tuve que bajar cartelera y quedarme con este, que es el original. Donde nació todo. Donde le metimos mucho amor. Era un emprendimiento familiar y preferí dedicarme a la familia y no seguir estirándome. Acá tengo a mis dos hijas. El año 2021 y el 2022 fueron años muy buenos. Ahora nos cuesta muchísimo. La gente cuida mucho el mango. Los alquileres se fueron muy altos. La luz se fue al diablo. Es remarla. Yo soy madre y creo que es por eso que cuido a mis empleados. Los chicos que se van de acá lo hacen súper contentos. Me dicen que aprendieron lo que es la obligación. No es por tirarme flores a mí. Si miento le podés preguntar a ellos. Soy demasiado humana. Todo el tiempo les estoy diciendo que no quiero que estén todas las jornadas siempre. Que cambiemos. Que si necesitan algún día por estudio, por médico, por lo que fuere, pueden tomárselo. Soy bastante accesible en eso. Pero siempre les digo: afuera es distinto. Tuve que reducir personal. Tuve que aumentar un poco los precios. Pero nunca quise bajar la calidad. Usamos todo de primera marca. Yo quiero que la gente se vaya y vuelva. Que diga que le sale un manguito más, pero que no le va a caer mal. Nosotros trabajamos con una papa natural envasada en el día. Nosotros no pelamos papa acá. Tenemos una cámara y la papa se mantiene en frío. Nunca pierde la cadena. Está siempre impecable. Estamos todo el tiempo mirando. Soy muy exigente en ese sentido. La papa larga mucho olor cuando se pone fea y hay locales que pelan la papa y no tienen cámaras como nosotros. La tienen ahí, a la papa, en tachos de agua metidas. Van cortando y sacando de ahí. El agua les hace como una baba y largan mucho olor. Nosotros estamos muy detrás del producto. Justo ahora estoy haciendo las promos que vamos a tirar el finde que es cuando hay mucha gente caminando y la idea es vender. Donde más se nota la baja es en los adolescentes. Antes venían todos los días y hoy capaz prefieren venir una vez a la semana. O juntarse el finde. No dejan de venir, pero bajó la venta”.
Desisto del intento final
Movilizado por la historia de Ivana, tengo ganas de intentar, una vez más, contactar a Oscar. Pero llegando al local me arrepiento. Me dejó de araca porque debe estar sumergido en la quilombificación general. Además, quiero terminar ya la crónica porque temo que me agarre papafobia. Mientras descarto la idea de visitar el local, cruzo una calle y, por andar mirando para abajo me impacta lo que parece una pintura expresionista con relieve de colores grises, blanco, negro y mucho rojo. Un manchón, pero bien mirado, aún conserva la forma de paloma en 2D. Saco rápido la vista y me digo que esto no lo voy a escribir. No da hacer crónicas con contenido screamer. Un vendedor, que lleva una caja de no sé qué al hombro, la ve y pega un grito riendo: “Rasqueteala. Rasqueteala que nos hacemos unas empanadas, compa”. Ni el compa ni nadie que lo escucha se ríe.
*Leandro Barttolotta nació en Quilmes, en 1983. Es sociólogo (UBA), profesor en nivel terciario y universitario (Universidad Nacional de Quilmes), formador docente en la Provincia de Buenos Aires y docente-tutor en educación a distancia (FLACSO). Escribió en la revista Crisis la “Sección conurbano” (2016-2021) y colabora en distintos medios gráficos (Revista Anfibia, Tiempo Argentino, entre otros).
Es investigador y co-autor de “Implosión. La cuestión social en la precariedad” (Tinta Limón, 2023) y, como integrante del Colectivo Juguetes Perdidos, publicó los siguientes libros: “Por atrevidos. Politizaciones en la precariedad” (2011), “¿Quién lleva la gorra? Violencia, nuevos barrios y pibes silvestres” (2014), “La gorra coronada” (2017) y “La sociedad ajustada” (2019). Por editorial Sudestada, publicó “Okupas. Historia de una generación” (2022) y “Saldo negativo. Crónicas conurbanas” (2013-2023).
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