Para la Dra. Irene Beatriz Sanzol,
en su memoria.

Por Nina Ferrari*

Termina de soplar el tambor y lo empieza a cargar. Acaricia el cañón, desajusta el pestillo. Lo apoya en la mesa. Acomoda la medalla arriba de la carta. Le da un último sorbo al vino. Cuando ve la caja del tetra brik vacía, empieza a inflarla, luego la apoya en el piso y la explota, como hacía en los recreos cuando era pibe. El sonido se activa en la memoria como un soplido que empuja una ficha de dominó de recuerdos, y con ella caen el ruido de la campana, el guardapolvo blanco, las figuritas, la pelota de trapo, el ring raje en el camino de vuelta, el abrazo de la vieja con el delantal con olor a bombas de papa. “Perdoname”, le dice. Va a la repisa y da vuelta el portarretratos con su foto. Revisa todos los cajones: ya no quedan puchos. El vino lo fue aflojando, le cuesta caminar sin tambalearse. Va hacia la mesa, toma el revólver, se lo apoya en la sien. Mira a la heladera y ve una estampita de la virgen de Luján. “Andate a la puta que te parió”, le dice. Apoya el índice en el gatillo, cierra los ojos.

En ese momento, alguien grita su nombre, mientras golpea las manos.

***

Desde que se levantó, está dele pensar en él. La imagen la sobrevuela como un moscardón. Anoche casi no durmió, se quedó desvelada escuchando a su marido, que le lee para ayudarla. Está investigando sobre el trastorno de estrés postraumático y el libro que necesita leer para fundamentar su proyecto es “Aquiles en Vietnam”, del psiquiatra Jonathan Shay, que se editó recientemente y solo se consigue en inglés. Ella nunca aprendió a decir más que “the cat is under the table”. Su marido, en cambio, vivió cinco años en Nueva York y por eso lo habla con fluidez: es su segunda lengua. Por esta razón, desde hace tres semanas, todas las noches antes de dormir, él le traduce un capítulo y ella toma nota.

En el libro, Shay analiza similitudes y diferencias entre las experiencias de los veteranos de la guerra de Vietnam y las de Aquiles en “La Ilíada”, de Homero. El autor basa su trabajo en los relatos de un grupo de veteranos norteamericanos que sufren severos trastornos de estrés postraumático. Pone el acento en la dimensión de la traición en el trauma ocasionado por la experiencia de guerra y para ello recurre a “La Ilíada”. Allí, nos dice, vemos cómo Agamenón, el comandante a cargo de Aquiles, se apodera injustamente del premio de honor que le correspondía a este último. Una cólera indignada toma paulatinamente la cosmovisión del guerrero hasta que termina preocupándose solamente por su pequeño grupo de compañeros. Cuando su amigo Patroclo muere en combate, Aquiles siente que él mismo está muerto, se “vuelve loco” y comete atrocidades contra vivos y muertos. En el origen del padecimiento de Aquiles, están la traición y el desencanto que sufren los soldados.

La épica se disuelve como aguanieve en el campo de batalla, donde se vive en un estado permanente de supervivencia. Sin embargo, se reproducen las jerarquías de poder, y por lo tanto, la sensación de desamparo ante quienes debían protegerlos frente al peligro, es devastadora. Al resaltar esta traición, Homero nos alerta, según Shay, sobre cuáles son las experiencias en la guerra que funcionan como una cantidad pulsional excesiva para el aparato psíquico, algo que sobrepasa cierto límite y, que por lo tanto, no puede ser simbolizada.

El trauma es un dragón dormido: cada vez que un estímulo sensorial lo despierta, el sujeto vuelve a revivir el terror como si el tiempo no hubiese pasado. Como si esa parte hubiera quedado congelada en la memoria y algo de sí mismo todavía siguiera allí, sufriendo. A esto se le suma la vergüenza de la sensación de haberse perpetuado en el rol del ultrajado y la culpa de no haber podido evitar el daño: un combo explosivo.

Ella está obsesionada con el tema, porque a este trastorno lo conoce de primera mano: en la infancia sufrió un abuso que la traumatizó, pero que fue minimizado y desestimado por los adultos que debían protegerla. La génesis del cólera.

Necesita dormir la siesta, está agotadísima. Anoche se quedaron leyendo hasta las tres de la mañana. Cada vez que se sienta, la arena del sueño la empieza a seducir. Pero la imagen no se cansa, la preocupación vuelve una y otra vez sobre su cabeza, como una criatura haciendo berrinche para ser atendida. Como su chiquita, que como toda buena hija de la vejez, nacida diez años después que sus hermanos, es caprichosa y demandante. Sin embargo, milagrosamente, hoy está muy tranquila. Hasta quizás acceda a dormir la siesta juntas. Se levanta. Agarra el teléfono. Ya lo llamó diez veces, pero tiene el teléfono apagado. Algo no le huele bien. Se deja llevar por el impulso.

-¿Querés salir a pasear un rato?– le pregunta a la chiquita.
-Sí, ma.

Agarran una mochila con juguetes, monedas para el colectivo y salen para Cascallares.

***

-Abrime, Roberto.
-Vaya, vaya nomás, ya le dije que estoy bien…
-Abrime.
-Es que la casa está hecha un desastre. Nos vemos mañana en el grupo.
-Hoy es domingo. El grupo funciona los jueves. Decime la verdad, ¿tomaste, no?
-Un poquito nada más, no pasa nada, vaya.
-Abrime, o salí y hablamos acá en el patio. Además vine con la nena. Necesita hacer pis.
-Bueno, ahí salgo.

Roberto empieza a guardar todo, esconde el 38, la carta, se cuelga de nuevo la medalla. Se lava la cara con agua fría para cortar un poco el mareo, se hace un buche para limpiar el aliento, se tira Poet, se acomoda la ropa, y sale de la casilla.

-Hola doctora, no se hubiera molestado. Estoy hecho un desastre, nunca recibo visitas los domingos.
-Me preocupé porque el viernes cuando viniste a verme te vi muy mal, de capa caída. Me quedé con la sensación de que te fuiste sin decirme algo. Y desde ayer no me atendés el teléfono, ¿qué anda pasando?
-Nada, día negro, pero como casi todos los domingos, nada del otro mundo, no se preocupe usted.
-Bueno, ahora ya está, ya me preocupé, ya vine. Ya que estamos, me quedo y charlamos un rato, ¿dale?
-Bueno, espere que pongo la pava. Uy mire, la llama la nena.
-Maaaaa. Hice pis acá en el pasto como dijiste, pero me salpiqué la bombacha.
-No pasa nada, ya se te seca. Vení, vamos a buscar en tu mochila algo para que juegues mientras los grandes charlamos.

***

Una década después, la chiquita ya es una mujer, está haciendo una suplencia en un cuarto año de la escuela secundaria “Molina Campos”. Va a la cocina para hacerse un té. El auxiliar, un hombre grandote, de barba, sonríe apenas la ve. Deja el repasador apoyado en la mesada, se acerca a la puerta.

-Chiquita, ¿te acordás de mí?

Ella no lo reconoce.

-Ay perdón, la verdad que no. Disculpe, tengo que ir a clase.
-Esperá. Soy Roberto. Cejas. Veterano de Malvinas. Paciente de tu mamá.
-Ah sí, puede ser. Qué tal. Un gusto. Bueno, nos vemos…
-Qué devoción la de tu vieja por los demás, ¿no?

Esa frase la detiene en seco. Se le llenan los ojos de lágrimas. Agacha la cabeza. Traga saliva. Lo mira.

-Qué parecida sos. Los mismos ojos.
-Sí, qué sé yo, más o menos. Bueno, nos vemos…
-Esperá. Escuchame. Hace tiempo que estaba buscando contactarme con vos y tus hermanos, quisiera juntarme a charlar con ustedes, ¿podrá ser? Por favor, es importante.
-Bueno, dale. Les digo.
-Te paso mi teléfono.
-Listo, ahí te agendé. Disculpá, tengo que irme, me están esperando mis alumnos.

La chiquita siente que el nudo persiste en la garganta. Lo de su mamá todavía es muy reciente y cada vez que se la nombran, siente ganas de llorar. Carraspea, respira hondo, y entra al aula.

-Buenos días a todos menos a los de Boca. ¡Cómo les robaron el partido!
-Dele profe, díganos de qué cuadro es…
-Nunca se los voy a decir.
-¿Del Bicho? ¿Del Pincha? ¿Es un cuadro chico? ¿Es de la B? Dele profe, diga…
-No, así es más divertido y puedo cargar a todos por igual, muejeje.
-Dele, profe.
-Mis queridos, crecer es aprender a convivir con las incógnitas. Abran la carpeta, anoten: Lectura y análisis de “La Ilíada”, de Homero.

***

Dos semanas después, Roberto y la chiquita, junto con sus hermanos, se encuentran en un café. Él trae colgada la medalla, y de costado, se asoma un dije con la imagen de la virgen de Luján. Sin muchos rodeos, Roberto se pide una soda y empieza a contarles por qué los citó.

-Cuando nos alistaron de prepo para Malvinas, nadie nos contó que la guerra te la llevás adentro para siempre. Desde que llegué sentía que estaba muerto por dentro: vivía angustiado, enojado. Sentía permanentemente una furia que me quemaba, la ira que despierta la certeza de que quien debía protegerte te abandonó. El dolor era tan terrible que sentía que la única salida, el único alivio posible, era terminar con todo. Ese día, aquel domingo, su vieja me salvó. Yo siento que siempre voy a estar en deuda con ella.
-Tengo entendido que la cantidad de suicidios de ex combatientes argentinos de Malvinas ya es superior al número de los que cayeron durante el combate en las islas.
-Exactamente. En la guerra murieron 649 argentinos: 323 durante el hundimiento del crucero General Belgrano y 326 en el archipiélago.
-¿Cuántos ex combatientes se suicidaron?
-El Estado no tiene cifras oficiales, pero entre los veteranos se habla de más de 350 casos. Hay incluso quienes afirman que ya son 454 los que se quitaron la vida.
-Una tragedia que no se detiene.
-El mayor índice está registrado antes del reconocimiento del Estado. Ahí estábamos realmente en la lona. La verdad es que fue muy importante y significativo el reconocimiento. Por un lado, pasamos al frente: cobramos dos pensiones muy buenas más la prioridad en el listado de auxiliares para ser porteros y cocineros en escuelas públicas. Pero por otro, no fue suficiente: teníamos la misma angustia pero con más guita para taparla. Muchos caímos en el consumo: alcohol, pasta, porquería.
-Porque el problema de fondo no se resolvía.
-Y porque además no nos permitíamos hablar: nos morfábamos todo el sufrimiento. Piensen que en aquella época nos criaban diciéndonos que mostrar debilidad era de maricones.
-O sea, doble problema: el trauma en sí y la incapacidad de pedir ayuda.
-Exacto. Eso trabajábamos en el grupo. Por eso lo armó, para que empezáramos a largar prenda. Cuando vos te escuchás en los demás, dejás de sentirte solo.
-El famoso grupo de los jueves.
-El mismo, donde a su vez organizamos cuadrillas de seguimiento y asistencia y entre todos gestionamos para que los compañeros se acercaran a los centros de salud. En la época en que empecé a ir, yo era un cachivache. Tomaba hasta darme vuelta y me vivía mandando cagadas. Yo siempre le prometía a su vieja que iba a ir en algún momento a Alcohólicos Anónimos. Bueno, al tiempo que falleció empecé a ir. No pudo ver mi recuperación, se fue antes, lo lamento muchísimo. Se fue con mi peor versión. Como parte del programa los Doce Pasos, nos pidieron que hagamos una lista de personas a las que lastimamos y les pidamos perdón. Yo a su vieja le debo la vida, y sin embargo, hasta último momento, la hice renegar, siempre me metía en quilombos y ella salía a defenderme. Nunca imaginé que se iba a ir tan pronto, nunca le agradecí como corresponde y por eso sentía un remordimiento terrible. Por eso los cité hoy acá, porque quería compensarlo. A través de ustedes, quiero pedirle perdón y también darle las gracias.
-No hacía falta, Roberto.
-Sí, te juro que sí. Para mí es muy importante poder decirlo en voz alta. Y también decirles que estoy a su disposición, ahora que trabajo con la chiquita.

En ese momento, les guiña el ojo, los tres hijos sonríen entre lágrimas, lo abrazan, se suenan los mocos, se despiden.

Esa noche, la chiquita sueña con un rancho en llamas.

***

-Cómo le gusta sufrir a River, eh.
-Nos re robaron el partido, profe, cualquiera, no les da la causa.
-Rodríguez, ¿hizo la tarea?
-No, profe, ni da leer. Me aburre.
-¿Por qué?
-Qué sé yo profe, esos griegos, re fantasmas.
-¿Ah, sí? Anoten. Tarea: respondo, según la trama de “La Ilíada”, ¿quién sería Agamenón, quién Ulises y quién Aquiles en el clásico entre River y Boca del domingo pasado?
-¿Solo jugadores o también valen los árbitros?- pregunta Rodríguez.
-Todos. Hasta la hinchada.
-Esa vendría a ser el coro profe- dice Díaz por lo bajo, desde el fondo, detrás de sus lentes.
-Podría ser. A ver Díaz, ¿hizo la tarea?
-Sí.
-Les comento a quienes no vinieron la semana pasada que la tarea consistía en elegir algún fragmento de “Filoctetes”, de Sófocles, que los identifique y contarnos por qué. Díaz, léanos por favor.
-Este: “¿Imaginas tú, hijo, qué clase de despertar tuve entonces de mi sueño una vez que ellos hubieron partido? ¿Qué lágrimas derramé, de qué desgracias me lamenté al ver que las naves con las que había hecho la navegación se habían ido todas y que no quedaba en la región ni un hombre que me socorriera, ni quien pudiera tomar parte en mi dolor cuando sufriera?”. Lo elegí porque me hizo acordar a la canción del Indio Solari, ¿puede alguien decirme, me voy a comer tu dolor?
-Excelente, ¿saben qué es lo maravilloso de la literatura? Que es un registro sensible de la condición humana. Un puente que nos permite arribar a un territorio donde todos y todas nos encontramos, y que trasciende incluso las épocas, las culturas, las modas. Acá, nuestro querido Sófocles nos habla directamente a los ojos, desde una época y una sociedad absolutamente distantes a la nuestra. ¿Alguien más?
-Yo. Lo elegí porque me hizo acordar a mi tío, que lleva seis años limpio.
-Por favor, háganos los honores, Ayala.
-“Me había acostumbrado a mi puesto, lo soportaba como si estuviera perdido en un sueño. Pero hoy, mis ojos se han abierto, hoy puedo ver de verdad. Demasiado he sufrido las adversidades, el dolor por las acciones de quienes estaban encargados de protegerme. Hoy, lo decido, seguiré adelante, mi pasado no me definirá. Incluso si tengo miedo al resurgimiento de mis grandes vulnerabilidades. Por fin ha llegado el momento de abandonar esta isla, partir y nunca más volver. Hasta siempre querida casa, no esperes más mi regreso. En adelante, debo proceder con determinación cada paso, cada vez más atormentado por los recuerdos del hombre que solía ser. Porque mi viejo hogar está ahora detrás de mí. La fe es mi nuevo hogar”.

Después del aplauso, todos miran hacia la puerta. Apoyado en el marco, con la bandeja de pan cortado en rodajas en una mano y la jarra de mate cocido en la otra, Roberto escucha, asiente y sonríe.


*Nina Ferrari nació en Capital Federal en 1983. Desde los dos años, y hasta la actualidad, ha vivido en Moreno, Conurbano bonaerense. Autora de varios libros publicados bajo el sello de Editorial Sudestada (poesía y narrativa), es además madre, docente y directora teatral. Es una artista popular militante, que impulsa la democratización del acceso a los bienes culturales y la socialización del arte como derecho humano. Además, es columnista y colaboradora de varios medios gráficos.