En el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer

Cada 25 de noviembre se nos invita a reflexionar sobre las múltiples formas de violencia contra las mujeres. Muchas de ellas logran instalarse en la agenda pública; otras, en cambio, permanecen ocultas, sostenidas por los mismos engranajes institucionales que las producen y reproducen. Entre esas violencias invisibilizadas está la que viven las mujeres que enfrentan al sistema de justicia penal.

Hoy nos invito a mirar hacia adentro. A mirar tras las rejas.

Esas rejas que nosotras mismas, en ocasiones, exigimos en las calles.
Rejas que enfrentan mujeres que llegan al sistema penal siendo víctimas mucho antes que victimarias.
Rejas que cruzan mujeres madres con sus hijos a cuestas, porque incluso en prisión el sistema les sigue depositando las tareas de cuidado.
Rejas que han visto parir a mujeres esposadas al hierro, custodiadas por personal de seguridad, como si existiera un “riesgo de fuga” en pleno trabajo de parto.
Rejas que han sido testigo de lactancias, de primeros pasos y de primeras palabras aprendidas tras los muros.

Pero no pensemos solo en las rejas literales. La cárcel también se expande hacia los hogares. Con la apariencia del “beneficio” de la prisión domiciliaria, son esas mismas mujeres las que continúan siendo castigadas: sin posibilidad de trabajar para alimentar a sus hijos, sin autorizaciones judiciales para llevarlos a la escuela, al médico o a vacunarse. Un encierro más silencioso y más absoluto.

En el plano global, las mujeres representamos apenas el 5% de la población penitenciaria. El otro 95% son hombres. La cárcel fue creada por hombres, para hombres y es administrada por hombres. Como casi toda la estructura del sistema penal.

Es el policía que detiene, el fiscal que acusa, el juez que sentencia, el servicio penitenciario que encierra y el patronato de liberados que espera al salir. Hombres, hombres y más hombres.

Entonces, ¿qué otra lógica podemos esperar de un sistema pensado y ejecutado sin perspectiva de género?

Y ello tiene consecuencias directas: violencias en la detención, humillaciones y agresiones sexuales en los allanamientos, condenas judiciales más graves “por ser mujer”, infraestructura penitenciaria inadecuada, falta de oportunidades laborales y profesionales, aislamiento social.

Además, la gran mayoría de estas mujeres está presa por delitos no violentos que podrían sancionarse con alternativas a la cárcel, evitando el daño personal, familiar y comunitario que provoca el encarcelamiento. Y así, evitando el altísimo presupuesto que los Estados deben destinar a sostener esta estructura de castigo. Sería más barato —y mucho más restaurativo— pensar otras formas de responsabilizar.

Son mujeres atravesadas por violencias múltiples.
Mujeres provenientes de barrios populares.
Mujeres que estuvieron en el lugar y momento equivocados.
Mujeres responsabilizadas por la conducta típica, antijurídica y culpable de un hombre.
Mujeres que cargan la doble —y a veces triple— condena social.
Mujeres que menstrúan sobre un cartón.
Mujeres completamente aisladas de su mundo.
Mujeres que también debemos mirar.

Que este 25N no nos encuentre hablando solo de las violencias que ya conocemos, sino también de aquellas que aún no estamos dispuestas a ver. Porque mientras existan mujeres encerradas en un sistema incapaz de mirarlas, todas seguimos en deuda.


*Abogada egresada de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires con especialización en Derecho Penal, posgrado en Seguridad y Política Criminal por la misma casa de estudios, diplomando en Cárceles y Derechos Humanos en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora y Análisis Criminal en el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP). Cuenta con amplia experiencia internacional trabajando con adolescentes en conflicto con la ley penal en distintos países de Latinoamérica.