Por Nina Ferrari
Foto: Fabián Andrade

 

I) La carta

Patri termina de calentar la olla de mate cocido. Sale al depósito a buscar la bolsa de pan. Mira el cielo: otra vez está refusilando. Se oyen pasos en la cocina. Patri se acerca despacio, agarra la escoba como si fuera un fusil y cuando está por abrir la puerta, siente que le tocan la espalda.

—Hola Patri.
—Ay Gaby, sos vos. Me pegué un susto. ¿Qué hacés tan temprano?
—Hoy doy la capacitación sobre juego. Vine temprano porque viste cómo soy, quiero acomodar todo con tiempo.
—Cierto. Es increíble cómo con nada cambian el aula.
—Y claro, el espacio te condiciona y te predispone. Escuchame, ¿qué te pasa que tenés esa cara larga?
—Hoy hace exactamente un año que llegó la carta documento. Tengo miedo. Si cierran el centro, me muero.
—No te pongas nerviosa que te hace mal.
—Pero no puede ser así, si sabe cómo es todo acá, ¿por qué tiene que hacernos esto?

En ese momento entra Maru, con las cartulinas de colores en la mano y una bolsa de nylon llena de tubos de cartón.

—Sabe distinguir una expresión patriarcal en el vocabulario a veinte millas de distancia pero no puede ver a su compañera de al lado. Y bueno. No es ni el primer ni el último caso de miopía intelectualoide.
—Me hacés reír. Sos tremenda, Maru.
—La Maru es nuestra cómica del grupo.
—Más vale chicas, si nos ponemos solemnes y literales, chau, fuimos.
 —Me hago mala sangre, no puedo evitarlo. Me hago la cabeza. ¿Y si gana el juicio y nos quedamos sin centro comunitario? ¿Qué va a ser de los chicos?
—Qué va a ser de nosotras.
—Acá no se cierra nada. Van a tener que pasar por sobre nuestro cadáver, Patri. Olvidate. Lo vamos a defender con uñas y dientes. Además pensá: sobrevivimos a los recortes, a la derecha, y como si fuera poco, a la pandemia-, dice Gaby.
—Pero claro, y si nos cierran el centro, saldremos a cocinar y hacer talleres a la calle en pelotas, como nuestros hermanos los indios, como dijo San Martín.
—Ay Maru, ¿te imaginás? Cocinando en bombacha. Me hacés reír.
— ¿Te pensás que nos va a doblegar esta Rosa de Luxemburgo de cuarta? Olvidate. Juntas somos invencibles.

En ese momento, Roxana se asoma por la puerta.

—Patri, ya están los chicos en la mesa.
— ¡Ya voy! Cuando les cuente a los pibis que les hice flan de postre, van a gritar de alegría. Todo lo que hacemos es por esas caritas.

Cuando Patri se va para el comedor, Maru cambia el gesto y le dice a Gaby:

— La verdad es que todas estamos muy angustiadas. Si nos gana el juicio, nos quedamos sin laburo y los pibes sin centro. Sería una pesadilla. A Patri la está afectando mucho. Tenemos que contenerla. A ella y a Roxi se les juega mucho de su historia personal en todo esto.

 

II) Acompáñenme a ver esta historia

Nacida en el contexto de deterioro social de los ‘90, la Red Andando nuclea a 16 centros comunitarios de educación popular de Moreno y Merlo, en el Conurbano bonaerense. Tras un comienzo centrado en tareas de alimentación y contención de los chicos, estas organizaciones fueron complejizando su accionar para incluir un proyecto político pedagógico.

Este trabajo intenta dar cuenta del proceso histórico de construcción de la propuesta educativa comunitaria de esta red, como respuesta organizativa a la ausencia de espacios destinados a la educación y cuidado de los niños y niñas pequeñas.

Experiencias asociadas a Cáritas diocesana en sus comienzos, nacieron como formas organizativas frente a las carencias y al hambre que provocó la crisis de 1989. Como respuesta a la desarticulación del tejido social, las ollas populares, devenidas en centros comunitarios, se fueron aglutinando y uniendo en acciones y espacios de formación compartidos.

Entre los años ‘95 y ’98, las mujeres que salieron a ponerle el cuerpo a la catástrofe social fueron llamadas “mamás cuidadoras”, porque la centralidad de la tarea estaba en ofrecer alimentación y contención.

Eventualmente, acordaron empezar a tener sistemáticamente lo que denominan “instancias formativas”, entendidas como todas aquellas situaciones en las que intencionalmente planifican y que suponen un alto nivel de participación, porque allí se aprende con otros/de otros, y es un momento transversal de construcción. A través de la experiencia, fueron sacando conclusiones. La principal es que todo proceso de transformación no es solo de aprendizaje y evolución personal, sino que “el click” es con otros y a través de otros.

El desarrollo colectivo, en definitiva, de la sensibilidad e imaginación como base para ver; ver como base para apreciar; apreciar como base para resolver; y resolver como base para actuar.

 

III) Una sombra ya nunca serás

Arranca la reunión. Gaby propone empezar con una ronda de testimonios. Al presentarse, cada una de las mujeres que participa tiene que contar qué fue lo que la trajo hasta esta capacitación.

Roxana no vacila y toma la palabra. Es una mujer fuerte, plantada. Su postura corporal denota una conjunción de determinación y fiereza, pero sabe desplegar la ternura cuando es necesario.

—Hoy miro hacia atrás y me veo. Fui beneficiaria de este centro hace diez años junto a mis tres hijos. Me veo entrando, minúscula. Cabizbaja, apagada, incluso desalineada y desprolija. La crianza que te arrolla. Se deja de pensar en sí misma. Una se va postergando en la incondicionalidad del sostén, hasta volverse invisible. Pienso en la cantidad de años que naturalicé el sobrevivir con derechos básicos vulnerados. Es así: te ponés la orejera y le das para adelante. Al tiempo, las chicas me ofrecieron trabajar como mamá cuidadora, ahora ya en el jardín comunitario. Fui formándome hasta ser parte de un grupo de trece mujeres, en la parte de la coordinación. El año pasado fui elegida por mis compañeras para cursar la Diplomatura de Género en la Universidad de General Sarmiento. ¿Sabés lo que fue para mí el día que pisé la Universidad? Mi mamá no pudo terminar ni la secundaria. La profesora Marisa nos trató como iguales desde el primer día. Ya nunca voy a volver a ser la misma después de todo lo que aprendí ahí. Siempre gracias al apoyo mutuo y creer en nosotras, siendo que teníamos nuestra autoestima por el piso. Yo no lo hago solo por mí, lo hago para tener mejores herramientas para comprender y ayudar a las mamás que se acercan. Es así: cuando pasás muchos años de adversidad, tratás de ponerte en el lugar del otro. Cada mujer que entra al centro soy yo en otro tiempo, en otra circunstancia.

En ese momento la mira a Patri, que aporta:

—En ese amor hacia la otra, que nos saca de la competencia y la separación, encontré el sentido. Ponerse al servicio de quienes más lo necesitan. Planificando, innovando, para poder atraer a la compañera, para que se sienta parte, para que deje de sentirse sola.

Y entonces Roxana retoma:

—Yo descubrí, en el trabajo con las compañeras, que un mundo mejor es posible. Nadie me lo contó, no lo leí en ningún libro; es lo que me pasó a mí. Tantas veces pienso qué hubiese sido de mí si no hubiera encontrado este espacio. Y la verdad, me da escalofríos. Porque me lo cruzo a la vuelta de la esquina, a cada rato. Ahora me miro desde lejos, veo mi transformación. Ellas me formaron y yo a ellas. Hoy me siento fuerte, útil y poderosa. De aquella mujer diminuta que fui, ya no quedan rastros.

 

IV) Todos los caminos conducen al César

—Salió bien la capacitación, Gaby. Igual estaban medio bajoneadas las chicas al principio.
—Sí. Se notaba. Justo eso les venía a preguntar.
—Es por lo del juicio. Las tiene a mal traer.
—Ay chicas, yo no quiero nombrar la soga en la casa del ahorcado, pero ¿cómo es bien el asunto?
—Una antropóloga que trabajó acá de manera temporal, coordinando talleres. En la cuarentena le planteamos que el centro no podía seguir sosteniendo su sueldo. Nos redujeron los presupuestos, y se había decidido colectivamente priorizar la alimentación de las familias. Ella siempre supo cómo venía la mano. Nos dijo que no había ningún problema y a la semana siguiente nos mandó la carta documento. Le hace juicio al centro comunitario por daños y perjuicios.
—Para compañeras así, quién necesita enemigas.
—Ay chicas, no sabía nada. Con razón están tan angustiadas. Qué guacha la mina, eh.
—Mirá Gaby, la compañera estuvo mal. Pero seamos justas. Acá el problema de fondo es otro. Si no tuviéramos que hacer malabares con las migajas de la migaja del programa del parche, esto no pasaría.
—Pareciera que la intención es institucionalizar la emergencia. Y nosotras quedamos metidas en el medio.
—Ella se equivocó de destinatario, pero algo del reclamo es genuino. El Estado nos precariza, no nos reconoce los salarios porque entonces nos tendría que reconocer como trabajadoras y ponernos en blanco, estamos en el llano atendiendo la emergencia. Si nosotras durante estos veinte años pudimos, con nada, ¿por qué ellos no pueden?
—El problema sigue siendo económico, o como le gusta decir a la profe de la Diplomatura, “material”. Acá nos tienen como al último orejón del tarro y encima todos estos embrollos nos quitan tiempo y energía de ocuparnos que lo que más nos gusta y lo más necesario: hacer felices a los pibis.

En ese momento se asoma Juli, que tiene dos trenzas y la sonrisa con dos dientes de leche a punto de caerse.

—Mirá Gaby, lo que hicimos ayer con Roxana.
—Ay qué hermoso. ¿Y eso qué es?

Juli apoya el rollo de cocina decorado con cintas y pintado con témperas en el oído de Gaby.

—Susurradores. Se usan para decir un secreto, una canción o un poema.
—Ah sí, a ver. Susurrame-, le dice Patri.
—Qué rico estaba ayer el flan, te quiero.

Patri la abraza, le acaricia las dos trenzas y le dice que vaya con los demás, que ya está por llegar Tere, la profe de educación física.

 

V) La precarización tiene cara de mujer

—Si cierran el centro me muero, me dijo anoche Patri, por audio. Tratamos de no pensar en eso, pero este tema nos está amargando la existencia. A esta altura, ruego porque no nos impacte en la salud.
—Pero, ¿por qué Maru? ¿Qué es concretamente lo que reclaman? ¿Cuál sería la solución definitiva, digamos?-, pregunta Gaby.
Desde sus orígenes, la tarea cotidiana de las educadoras populares de la Red Andando consiste en ponerle el cuerpo a la catástrofe. Hacemos un trabajo de formación y contención social no reconocido formalmente por el Estado. Para poder trabajar como educadoras o cocineras en los jardines comunitarios tenemos que hacernos monotributistas y facturar. A eso sumale la exigencia de rendir tickets y facturas, siendo que la economía en el barrio es mayoritariamente en negro. ¿Cómo ayudamos a los comerciantes del barrio, que son los que nos apoyan en todas las actividades que hacemos, si nos exigen una factura que solo te dan las grandes cadenas de hipermercados?
— Una verdadera odisea.
—Pero acá viene lo insólito: todo sale de un fondo común que se gestiona a través de programas. Nos otorgan un presupuesto paupérrimo con el que tenemos que cubrir comida, materiales, recursos, servicios, capacitaciones, y por último, nuestro “incentivo”. Que no es un salario. Siempre nos dejamos para lo último, porque priorizamos el funcionamiento del centro y la calidad educativa.
—Con lo fácil que nos sale postergarnos.
—La mujer que está atravesada por todas las problemáticas sociales sufre todo tipo de violencias y el Estado pretende que sostenga a otros. Nuestro reclamo es para que se reconozca el trabajo de educadoras populares como trabajadoras. En la pandemia quedó aún más en evidencia la precarización: tuvimos que salir a poner el cuerpo, nos consideraban “esenciales” sin reconocernos como trabajadoras. La consigna era vacunar primero a los esenciales, pero a nosotras no nos contemplaron. Ni siquiera podíamos ir al banco a cobrar.  De nuevo: reconocernos implica blanquearnos. Nosotras reclamamos por una ley que nos contemple como trabajadoras del Estado. Bajo dependencia. Para poder estar en blanco, tener obra social, sindicato.
—El sueño argentino.
—Claro, pero no es tan fácil. ¿Cuál sería nuestra forma de protesta? ¿Hacer paro y que ese día los pibes no coman? Si cuestionamos mucho, cierran los programas de un plumazo y nos quedamos sin laburo. Ahí está la perversión.

 

VI) El hambre: esa opresión que nunca se pone de moda

— ¿Cómo estuvo eso, Tere?
— Bien. Re lindo. Es como que podemos tomarnos un recreo de esta realidad tan dura.
— Está jodida la mano.
— Ah no. Mirá, yo uso siempre este termómetro: para el día del trabajador, hago un juego donde ellos tienen que elegir oficios o trabajos. Y siempre aparecen los clásicos: enfermera, “fábrica”, camionero, mecánico, maestra, policía. ¿Sabés qué dijeron este año? Limpiavidrios, trapito, jardinero, cuida-abuelos, delivery.
— La patria más precarizada que nunca.
—Y con la gente harta de que la dirigencia esté divorciada de la realidad. Se la pasan bajando programas que no resuelven nada, pero lo que se necesita es trabajo.

 

VII) Atacar el problema y no tapar el síntoma

—Por supuesto que sabemos que es un momento bravo. No comemos vidrio. Pero no estamos peleando por algo insólito ni imposible. Esto ya se hizo, ¿sabés cómo funcionaba la Escuela de Enfermería que fundó Evita?
—No.
— Nosotras proponemos recuperar esa experiencia. Que el Estado nos reconozca. Mi abuela se jubiló como enfermera del Hospital Posadas. Yo conozco la historia desde adentro. La Escuela de Enfermería tenía alcance nacional, otorgaba una salida laboral a las jóvenes y formaba en un área que todavía tiene un déficit estructural. Todas las compañeras que ponían el cuerpo a la emergencia, estaban reconocidas como trabajadoras esenciales del Estado.
—No es para menos.
—La deuda es con nosotras.

 

VIII) El sueño

Cuando llegan sus compañeras, Patri ya les tiene listo el mate.

—Todo va a estar bien. Tengamos fe. Le vamos a encontrar la vuelta.

Patri y Roxana se ponen a preparar las tortas fritas para los niños mientras Maru y Gaby llenan de colores el aula.

—Hoy es el día de las acuarelas. Vamos a hacer un cuadro de sus sueños con todos los dibujos para colgar en el comedor.
—Hablando de sueños. No saben lo que soñé anoche. Venía a abrir más temprano para darles una sorpresa. No encontraba la llave por ningún lado y resulta que la tenía colgada del cuello. Una vez que entraba, iba a la salita y me ponía en una de las sillas a escribir un cartel de bienvenida para levantarles el ánimo. Ya lo tenía listo, cuando de pronto escuchaba un ruido en la cocina. Me asomaba y veía a una mujer sentada en el comedor. Cuando le tocaba la espalda, la miraba, y era yo. Mi yo del pasado. Diminuta, desaliñada. Con la mirada opaca y la cabeza gacha, como quien entra pidiendo permiso. O disculpas. Yo me sentaba a la mesa, y le daba una canasta de mimbre llena de frutas y verduras, de todos colores. La miraba a los ojos. La abrazaba. “Todo va a estar bien, te lo juro. Pero ni se te ocurra irte de acá. Por nada del mundo”, le decía. Y ahí me desperté-, cuenta Roxana.
— Ay Roxi. Se me puso la piel de gallina-, dice Gaby.
—Che, ¿y el cartel?-, pregunta Maru.
— ¿Qué cartel?
—El cartel, en el sueño, ¿qué decía?
—Ah sí. Decía: “Soy mujer. Y un entrañable calor me abriga cuando el mundo me golpea. Es el calor de las otras mujeres, de aquellas que hicieron de la vida este rincón sensible, luchador, de piel suave y corazón guerrero”.


Nina Ferrari nació en Capital Federal en 1983. Desde los dos años, y hasta la actualidad, ha vivido en Moreno, Conurbano bonaerense. Autora de varios libros publicados bajo el sello de Editorial Sudestada (poesía y narrativa), es además madre, docente y directora teatral. Es una artista popular militante, que impulsa la democratización del acceso a los bienes culturales y la socialización del arte como derecho humano. Además, es columnista y colaboradora de varios medios gráficos.