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El poder de los monólogos

por Victoria Sinnott | Ene 16, 2025 | Literatura conurbana, Últimas publicaciones

El poder de los monólogos

Por Victoria Sinnott*

 

Amenaza de bomba en la radio. 

Sí, por estos días están heavys con eso. Sí, siempre es mentira. Cada tantos años se ponen de moda las amenazas de bomba, escuchó una vez ese comentario. 

Igual, el miedo de que sea verdad nunca se va del todo. El vértigo frente a la idea de salir volando, que el sonido de la explosión sea lo último que sentís una centésima de segundo antes de darte cuenta de que te vas a morir. Pero no pasa nada, siempre es mentira.

Eso se dice Sabrina porque, como en todos lados, cuando hay amenaza de bomba hacen evacuar a todo el mundo. Sí, lógico, lo normal. 

Qué pena que Sabrina no trabaje en un lugar normal. 

Sabrina trabaja en la radio, pegó hace poco un laburo de franquera en una de las emisoras más importantes del país. Ella chocha, claro. Hasta que hay amenaza de bomba y justo ahora en el prime time y justo ahora que el jefe de locutores la acababa de escuchar tirándole un comentario desafortunado.

Sabrina había visto cómo un muchacho aparecía por el costado del control, les decía algo a los presentes y se iba rápidamente. Cómo la productora huía del control, cosa rara porque normalmente no salía ni para ir al baño. El operador le contestó por talkback a su cara de intriga con un: 

-Hay amenaza de bomba, se ve. 

El tipo, lo más pancho. Ella gesticuló un “¿Qué hacemos? ¿Nos vamos?”, tratando de igualar la energía de su interlocutor. No le salió. 

-Bancá a que llegue Nacho, respondió. 

Fue entonces cuando el prime time, el comentario desafortunado y su estúpida manía de decirles cuándo podían ser escuchados se le amontonaron dentro del cráneo. Quiso putear. En su lugar, pidió aire y anunció la nueva hora con la sonrisa perfecta, el tono fresco, pulido de tanto practicar. Se había ganado ese lugar, ella lo sabía y quizá por eso no sentía necesidad de chuparle las medias a Nacho como hacían los demás. Aunque, en ese momento, le hubiera encantado ser un poco menos soberbia, un poco más amable con el hombre que tenía el poder de decidir cosas como si se podía dejar el aire a solas durante el pico de rating, sopesar el mal mayor ante una amenaza de bomba que casi seguro era falsa: abandonar al operador imperturbable y la locutora nueva a su suerte, o una cagada a pedo de los auspiciantes. Y Nacho, justo Nacho, era famoso por no querer problemas con nadie (nadie se refiere, específicamente, a los que son más poderosos que él). 

Sabrina vio que tenía un lapso de tres canciones para negociar su retirada, después de eso venía un juego que sorteaba una torta de plata y claro, un auspiciante ponía la tarasca. En ese instante su mente desplegó un cuadro sinóptico con todos los argumentos que se le ocurrieron, incluyendo su derecho a no volar por los aires y chistes de que sabía lo que era la ART a pesar de su juventud, y salió del estudio con su mejor sonrisa. Como se sintió media ridícula, intentó suavizarla. El resultado fue una mueca torcida e indescifrable que le regaló a su jefe mientras lo veía acercarse por el pasillo. Al segundo de entrar al control, sin siquiera dedicarle un parpadeo, Nacho le planteó al operador:

– Oso, te la bancás, ¿no? 

Y el muy guacho asintió. Aquello que Sabrina creyó que sería una negociación entre ella y los otros dos, se convirtió en una charla entre dos tipos. Con los años aprendería a amotinarse ante esa dinámica, haría todo lo posible por cambiarla. Pero por ahora solo le salía mirar con odio, muda de rabia, al desgraciado de su jefe mientras le espetaba:

-Bueno pibita, tranquila. Tenés el aire para vos. Te toca sostener. Ya sabés, al aire la amenaza de bomba no existe ¿Me escuchaste?, preguntó con tono serio y las pupilas negras y brillantes, como la bola ocho del billar, esa que hasta el final de la partida no se puede tocar. 

Nacho se fue como vino, rápido y sin parpadear, dejando a los otros dos solos y enfrentados. Se midieron en silencio hasta que las cejas de Oso señalaron que la computadora indicaba diez segundos para que terminara una canción, el siguiente bloque estaba a punto de comenzar.

Cuando Sabrina, con los ojos desbordados de lágrimas, tomó aire para retomar tras el micrófono, un señor cauteloso, vestido con un traje parecido al que usan los astronautas, abrió la puerta del estudio. Lo precedía un perrote que olfateaba el suelo con avidez. 

Sabrina sonrió. El pulso le temblaba, pero la voz no. Confiaba en el poder de sus monólogos cuando no había mayoría de hombres en la habitación.


*Locutora nacional y estudiante del Profesorado en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.

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