Capítulo VI

Por Mariana Komiseroff*

 

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Matar a una cría es parte del instinto animal materno, lo hace si siente que la cría no podrá vivir adecuadamente.

Como no quiere darle una vida difícil, la mata.

“La casa que he habitado”, Eun Heekyung

 

 

La profesora de yoga tiene una remera con perros dibujados, Refugio feliz. Cuando termina la práctica, un círculo húmedo se le dibuja en las axilas. No es tela para entrenar, pienso. Ella enseguida nos invita a una clase especial con nuestras mascotas, es una actividad para juntar plata para el lugar donde trabaja de voluntaria. Nos cuenta que rescatan perros, que hay mucho trabajo, limpiar los caniles, darles de comer, dejarlos salir un rato y vigilar que no se agarren.

-Sobre todo a las hembras, las hembras son las más bravas.

Todas las compañeras se entusiasman y se ponen a contar cosas a la vez, anécdotas de sus animales, no se escuchan, es un ejercicio de hablarse a sí mismas. Estar sola, pero en grupo, una extensión de la actividad física que acabamos de hacer. Por eso me gusta el yoga, porque no es grupal, salgo de la casa a juntarme con otras mujeres que también quieren estar solas. La clase con las mascotas va a romper con esa magia.

La profesora cuenta que los galgos, los labradores y los pointer inglés son a los que más hay que cuidar de los robos porque se usan para la caza.

-Están a la miseria, pobrecitos– añade.

Odio cuando me quieren forzar a sentir empatía.

-Están a la miseria, pobrecitos.

Sonrío y salgo. El sol arde. Camino hacia la casa, pasando la esquina escucho ladridos, los perros que custodian el hogar de niños dándose contra las rejas del portón, peleándose con los míos que viven enfrente y también responden. Coco estaciona su camioneta, hace una seña para que suba.

-Pasó algo en el Mitaí.

Le hago una seña para que espere y entro a darles de comer a los perros. Kinko y Siri me reciben a los saltos.

-Les vendría bien meditar a ustedes– les digo y me río sola.

La Pita me reconoce recién cuando le acerco el plato. Me saco la remera húmeda. A pesar de que es la tela correcta, la caminata bajo el sol me derrite, voy al baño a lavarme, pero de la canilla no sale ni un hilo de agua.

En la camioneta se lo comento a Coco, le digo que estoy sin agua con la intención de que me invite a bañarme a su casa, pero él en cambio me dice que debe ser el flotante del automático, que con este calor el plástico se derrite y se pega al aluminio del tanque, que es una pavada, que con una escalera se resuelve.

En el Mitaí, Coco saluda a todo el mundo y yo miro el celular porque no sé qué otra cosa hacer, ni por qué estamos acá. Es un barrio metido dentro de una plaza, todos comparten el patio.

-Apareció un chiquito en un freezer.

-¿Y por qué me trajiste?

-Capaz tiene algo que ver con el nene que mataron.

Hay tumulto enfrente de la comisaría donde están declarando la madre y la abuela. Nos agolpamos, a pesar del calor, y yo agudizo el oído para escuchar qué dice la gente. Todas las mujeres aprietan fuerte de las manos a sus hijos y tienen los ojos llenos de lágrimas. Desde donde estamos se puede ver la casa del nene, y al costado de la puerta de entrada, debajo de un techito improvisado, el  horizontal, de pozo, le dicen, y una silla ahora vacía que el niño puede haber usado para escalar y meterse adentro del freezer. O tal vez la madre, que ahora está a disposición de la Justicia, se sentó ahí a esperar el silencio después de cerrar la tapa.

Cae la tarde y el cielo se pega como un chicle sobre los departamentos del barrio estatal. Miro las escaleras y le pregunto a Coco en cuál de ellas encontró al nene verde, lo digo en un tono normal, pero estamos tan cerca que todo el mundo escucha. Él me mira como si hubiese dicho una mala palabra y con un gesto señala la camioneta.

No me habla en todo el camino, imagino que mi falta de sensibilidad no lo seduce, soy incapaz de fingir que la historia me importa por otro motivo que no sea literario.

Autopsia no hizo falta porque el nene no murió. Los médicos lo revisaron, sí, pero ningún resultado fue concluyente. Un cuerpo muerto en estos casos habla más que el cuerpo vivo del chiquito que apenas sabe pronunciar algunas palabras a fuerza de escuchar insistentemente una repetición. Imita sonidos, como un loro.

Paso la noche sin bañarme, a la mañana les doy agua a los perros de las botellas que tengo en la heladera. Salgo al patio y desde abajo miro el tanque. Los rayos del sol pegan en el aluminio, ese rebote hace que, a diferencia de los tanques de cemento o plástico, el agua tarde más en calentarse, pero bien podría ser un jarro gigante.

El tanque está suspendido sobre una base de metal, una columna de malla con las varillas perpendiculares en cada cuadrado lo sostienen a diez metros de altura.

Muevo la columna y nada. Trepo y cuando me doy cuenta es demasiado tarde para retroceder, aprieto fuerte las varillas y la piel se tiñe de óxido. Intento no mirar para abajo. Alcanzo la cima y muevo de un lado al otro el cable del flotante, la bomba se enciende, la presión del agua que viaja a toda velocidad por los caños hace vibrar la estructura. El chorro golpea contra el fondo del tanque vacío.

Miro hacia la casa de Coco, la profesora de yoga espera en el portón debajo del cartel que le da nombre a la casa: “Paz”. Él le abre. Se abrazan adentro del patio. Caminan juntos hacia el fondo donde están los perros de caza, uno de ellos está aislado de los demás, ladra enloquecido y solo se calma cuando la ve a ella.

Tal vez sí fue un accidente. Cuando entrevisto a la abuela, me cuenta que llegó a la casa y no había nadie, su hija no estaba.

-Pero a la policía le dijo que había salido a arreglarse las uñas.

-Un minuto fue a lo de la vecina, ahí al lado.

Abrió el freezer y encontró al nieto de tres años que dormía en posición fetal. Tenía espuma en la boca, pero estaba vivo. Lo sacó y con el chico en brazos corrió a buscar frazadas, después llamó a emergencias.

La abuela piensa que seguro el nene tenía calor y se metió por eso.

-Estaba recién bañado, con escarcha en el pelito.

-Es cierto que acá los calores son tremendos.

 


*Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones, 2014), las novelas “De este lado del charco” (Editorial Conejos, 2015) y “Una nena muy blanca” (Emecé, 2019), el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus, 2022) y “La enfermedad de la noche” (Penguin Random House, 2023).

Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Street para la diplomatura en Derechos Humanos de la Mujer de la Universidad Austral de Salamanca en 2018.