Capítulo V

Por Mariana Komiseroff*

 

Lee el capítulo 4 haciendo click aquí

 

Antes de irse de mi casa Emma me aclaró que tenía otra hija, una que había quedado embarazada a los quince años y amó a su bebé en cuanto la vio. Esa le había salido bien.

Coco golpea las manos y Emma deja la frase por la mitad. La dejo que se vaya y no salgo a abrirle la puerta, pero luego me arrepiento y desde adentro le pido que espere cuando ya está en la vereda. En la ventana tengo el brote de mango que apenas logró asomar de la tierra en una macetita. Se lo regalo, aunque sé que en un clima hostil como este, no va a prosperar.

Atardece. El cielo se tiñe un rato de naranja y fucsia, saco una foto que no le hace honor, entro a la casa y me siento a transcribir la entrevista. Es un alivio poder teclear sin tener que buscar una idea que sirva para algo, la historia ya está escrita antes de que yo la escriba.

Llueve, acá las tormentas son intensas porque no hay edificios que atajen el agua. Los rayos se ramifican en un cielo ahora nervioso y cada tanto emiten un chispazo de luz que vuelve la noche de día y permite ver el horizonte. Hace un calor insólito, húmedo, parecido al de Buenos Aires. Es fácil acostumbrarse al clima de cualquier lugar que esté lejos de una ciudad.

Me sirvo una copa de vino y me siento a tomarla en el patio. La oscuridad es total, no prendo la luz de afuera para intensificar la sensación. El cielo está despejado como si la tormenta hubiese sido producto de mi imaginación, me traga. Escucho un audio libro con los auriculares puestos. Hábitos atómicos. Hace unos años, si alguien me lo hubiese recomendado, me hubiera reído. Tomo notas mentales. Ahorrar el diez por ciento de todos los ingresos.

Llega un mensaje de Carla, pongo el celular boca abajo sobre la mesita. Son las doce de la noche, puedo no contestar hoy y mañana decirle que estaba durmiendo. Carla no pediría explicaciones, incluso si me viera conectada. Cuando vivía con ella tenía la necesidad de responder lo más rápido que pudiera, ver el mensaje para saber si necesitaba algo. Carla tiene una manera de comunicación muy fastidiosa, escribe: “ma” y envía, espera a que le responda: “hola, hija, qué pasa?”, y pueden pasar horas hasta que escriba lo que realmente quiere decir. Es incapaz de comunicarlo todo de una vez.

Coco se acerca al portón, es extraño, pero reconocer la forma de su silueta en la oscuridad me tranquiliza. Abre y entra al patio despacio como un ladrón. Se acerca a la puerta de entrada, hace un cuenco con las manos y se asoma por la ventanita de vidrio. Golpea despacio. Apenas toca tres veces con los nudillos. Lo dejo hacer. Los perros adentro de la casa empiezan a ladrar enloquecidos. Coco gira hacia el portón para irse. Prendo la linterna del celular.

— ¿Qué pasa, Coco? —le pregunto.

—Ay, la puta madre, qué hace ahí?

Me tiento y no puedo contestar, debe ser el vino que hace efecto inmediatamente cuando no como carbohidratos. Coco se sienta en la silla de jardín y toma de mi copa sin preguntar.

—¿Qué hacés acá? ¿Por qué no llamás desde el portón o me mandás un mensaje?

—Le vine a contar algo que pasó cuando la llevé a la Emma al Mitaí.

—¿Qué es el Mitaí?

—El barrio de viviendas comunitario donde vive ella.

—¿Qué te dijo?

—No, nada. Cuando la Emma salió de acá usted la llamó desde adentro y le dio la plantita y después ella se subió al auto. Al principio no hablamos nada, pero después yo le pregunté cómo le había ido.

Coco es moroso para hablar, retrasa la anécdota y recarga el relato de detalles inútiles, de descripciones que no llegan a ningún lugar. Lo miro a los ojos y después dejo la vista en la copa, la agarro y hago girar el vino para olerlo. Desde que aprendí el gesto en una degustación no puedo evitarlo. Coco se interrumpe un segundo, levanto los ojos con la nariz todavía dentro de la copa.

—¿Qué? Lo aprendí en las películas.

Me da mucha vergüenza lo que acabo de decir, pero los dos estallamos de risa y él me estira la mano para que le comparta vino pero ya no queda.

—¿Me va a invitar o no? —sin esperar a que le responda se levanta y va a hacia la puerta, gira el picaporte y abre. Recién ahí, con la puerta abierta como si recién se acordara, me pregunta: “¿puedo pasar?”. Pero no espera respuesta.

La alegría de la bebida se vuelve paranoia. Coco enciende la luz de la cocina, lo veo desde afuera agacharse para abrir la alacena debajo de la mesada y sacar una copa. No estoy segura de si buscó antes en otro lado o si fue directo a donde estaba. Sale del marco de la ventana y ya no puedo verlo, pero escucho en el silencio el sonido de la puerta de la heladera, la cubetera, el hielo cayendo adentro de la copa.

Agarro el celular y leo el mensaje de Carla: “ma”. Enseguida respondo “¿qué?”. Coco sale de mi casa con la copa y la botella en la misma mano, prueba la iluminación y prende la luz del patio, yo cierro los ojos por reflejo y él vuelve a apagarla.

—Mejor así. Bueno, ¿dónde me había quedado?

—Decime directamente qué pasó.

—La dejé a la Emma en la esquina de la casa, lo más cerca que pude para que no se mojara, ella abrió la puerta del auto, se bajó, cerró con un portazo y corrió unos metros y ya no la pude ver más, pero en las escaleras de la tira 35 veo a un nene, chiquito, como de este tamaño, y sentadito era la mitad.

—¿Qué es la tira 35?

—El edificio, ¿pero no me escucha lo que le estoy diciendo?

—¿Qué tiene de malo ver a un nene sentado en las escaleras de su casa?

—No son las escaleras de su casa, son las que dan a los departamentos de arriba y estaba solito bajo la lluvia.

Coco me contó que al bajar del auto se empapó en un segundo. Subió las escaleras corriendo. El nene tenía pintura verde en la cara y lloraba a los gritos, Coco pensó que se iba a asustar más cuando viera a un desconocido, sin embargo el nene estiró los brazos y se le prendió como una garrapata. Lo llevó al auto, lo sentó en el asiento del acompañante, vio cómo al nene se le volvía a angustiar la cara en un gesto que parecía de dolor cuando Coco cerró la puerta del auto, habrá pensado que lo abandonaría. Coco se sentó en su lugar del conductor y ahí le vio las deformidades, primero el pie doblado hacia afuera y hacia abajo con la planta hacia la derecha, y luego la mano.

—La manito izquierda era como una garra, no sé cómo explicarlo. Como si tuviese tres dedos no más y los tuviera pegados.

Googleo en mi celular manos deformes, imágenes y le muestro a Coco el resultado, elige la foto que más se parece a la garra del nene. Abro el nuevo mensaje de Carla. La nona falleció. Sé que no se refiere a mi madre porque a ella le dice abuela, me impacta darme cuenta de que tengo cuarenta años y nunca antes pensé, hasta este preciso momento, en la muerte de mi madre como una posibilidad real. Nunca me dio miedo perderla porque, ahora lo sé, la creo invencible. Y sin embargo morirá. La nona es la madre de su padre. “¿Cuándo?”, le pregunto a Carla. “Hace un rato”. “Lo siento mucho, hija, ¿querés que te llame?”. “No, no. ¿Vas a ir al velorio?”. “¿Cuándo es?”. “Mañana”.

—Estaba todo pintado de verde. La remera, el shorcito. Yo no sabía qué hacer así que manejé hasta la dependencia policial, bajé con el nene y expliqué como pude lo que había pasado y me demoraron, yo estaba tranquilo igual porque conozco al comisario, pero lindo no fue.

Al nene verde le hicieron una cama con dos sillas en la comisaría y le pusieron una frazada de algún detenido. A nadie se le ocurrió preguntarle el nombre, era demasiado chiquito, dos años máximo. Coco sugirió que habría que sacarle la ropa mojada para que no se enfermara, pero los policías lo miraron como si fuera un degenerado, ahí se enojó y soltó un monólogo.

—¿Pero qué carajo se piensan? ¿Que yo le hice algo a la criatura? Lo encontré en las escaleras de la 35 debajo de la lluvia y lo traje acá porque no sabía qué hacer, por qué no buscan a la yegua de la madre en vez de tenerme a mí acá. Yegua no, porque ni una yegua hace eso. Ahí, con mis gritos, el nene se despertó y volvió a llorar de nuevo, me quería morir. No podía creer lo que estaba viviendo.

Reviso el celular. “No hace falta que vengas a Buenos Aires, ma”, dice Carla. Otra cosa que me impacta porque no se me había ocurrido.

En la comisaría lograron identificar a la madre del nene, supongo que por la discapacidad física cualquier vecino del Mitaí sabría. A Coco lo dejaron ir cuando apareció la abuela. Se queda en silencio y traga vino junto con una gran bocanada de aire, se le llenan los ojos de lágrimas.

—Viniste a hacer terapia, no a contarme la anécdota.

—Vine porque a usted le interesan las cosas raras que les pasan a los niños y porque sentí el olor a vino.

Nos reímos con menos ganas. Él se levanta para irse y lo sigo hasta el portón. Le doy un beso en la cara, siento mi nariz fría recién con el contacto de su piel caliente y no me retiro, dejo pegada mi nariz a su pómulo, en algún lugar me parece lógica mi intención de robarle calor. Coco entrelaza sus dedos con los míos, estoy preparada, pero me da un beso suave en la punta de la nariz y se va.

No puedo dormir y miro las redes, los medios locales ya levantaron la noticia, dicen que un vecino del Mitaí había encontrado al nene verde, aunque en verdad Coco es vecino mío y no de ese barrio. No dicen ni el nombre de Coco, ¿cuál será su nombre real? Ni el del niño. El de la abuela sí, se llama Andrea, indicó que no puede estar segura de que el nene haya sufrido violencia física por la discapacidad que padece. A veces lo veía con moretones y la madre le decía que se había caído o resbalado. El nene verde nació con esa deformidad en el pie y en la mano y es posible que se golpee más de lo común por ese tema. No camina, se arrastra.


Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones, 2014), las novelas “De este lado del charco” (Editorial Conejos, 2015) y “Una nena muy blanca” (Emecé, 2019), el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus, 2022) y “La enfermedad de la noche” (Penguin Random House, 2023).

Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Street para la diplomatura en Derechos Humanos de la Mujer de la Universidad Austral de Salamanca en 2018.