La cafetera está llena de sarro y el café sale de a poco. Carla me escribe y el pecho se me cierra. Un cómo estás que no necesita respuesta.
De Buenos Aires me traje a la Pita, una perra vieja de quince años cruza con terrier. Acá adopté a Siri, una Golden rubia y entré a Kin Kong, un labrador obeso junto a Limón y a Nikón, otros dos callejeros que vivían en la vereda.
Ahora todos duermen adentro. A la mañana salen contentos al sol y corren por el parque, ladran y toman agua de la pileta. No hay mejor lugar para tener perros que el campo. A mí también me hace bien este lugar. Evito las harinas y el azúcar. Como nueces porque mi profesora de yoga dice que son buenas para combatir la depresión.
El día que llegué a esta casa fue terrible. La culpa por haber dejado a Carla se me salía de la boca. Lloré durante días con un llanto que sentía inoportuno, pero que no me impedía hacer cosas.
Saco el auto para ir a la clase de yoga en el centro del pueblo. Hay una fiesta en el hogar de niños que está en diagonal, enfrente de mi casa. En la calle de arena que siempre desierta, ahora están los autos estacionados en las dos manos, uno pegado al otro, como en cualquier barrio de Buenos Aires. ¿Qué se le festeja a un huérfano? El cumpleaños, por ejemplo. Le deben hacer la fiesta el mismo día a todos para simplificar, para disimular que no saben la fecha de nacimiento de algunos niños. Debe ser imposible saber. Hay apellidos en este pueblo que delatan que hubo un abuelo huérfano.
Cuando hay algún evento en el hogar, todos los habitantes se juntan. No debe haber nada mejor para hacer. Entre una casa y otra hay mucho espacio, cada propietario tiene varios terrenos con árboles. Las calles son bien anchas. Un hombre podría golpear a su mujer hasta matarla y nadie escucharía nada.
Las familias jóvenes y saludables caminan distraídas sin mirar al frente, charlan como si fuese domingo. Voy en primera, trato de no atropellar a nadie. Llego a la esquina y una camioneta me frena el paso. El conductor y yo nos quedamos quietos. Todavía no sé su nombre, ni dónde vive, aunque en un lugar como este todos somos vecinos. Espero a que levante la vista para pedirle con señas que se corra, pero no me mira. Retrocedo metro a metro. En esta pulseada de conductores siento la ciudad que hace pocos meses dejé, pensé que dejaba atrás estas competencias por el espacio. Mi auto tiene un sensor que se activa para evitar choques en macha atrás, cada dos segundos suena la alarma porque algún niño pasa corriendo cerca. Es la primera vez que veo en esta cuadra, en este pueblo, un embotellamiento. Encuentro un hueco donde ponerme y le dejo lugar al tipo de la camioneta. Bajo la ventanilla y lo puteo. Espero a que todos pasen. Cuando me doy cuenta, el tipo de la camioneta tiene la cabeza metida adentro de mi auto.
—¿Por qué me dice así, señora? —me pregunta de un modo ridículamente amable.
—Me tocaba pasar a mí, pelotudo.
Lo que digo, el modo en que lo digo, el volumen alto, el insulto saliendo de la boca de una mujer, el ritmo acelerado, la furia de otro lugar lo descoloca y se echa para atrás como empujado por una patada. Por el espejo retrovisor lo veo que se sube a la camioneta. Los ocho perros que tiene en la caja me ladran con hambre. ¿Serían capaces de comerse a su dueño?
Vomito antes de entrar a la clase de yoga. Me olvido del tipo entre inhalación y exhalación hasta que la profesora nos hace acostar en el piso y nos da unas almohaditas que largan olor a menta y eucaliptus para taparnos los ojos. Las náuseas son el modo en el que la ansiedad se me presenta, un síntoma concreto. Carla en la boca del estómago. Hago arcadas para expulsarla, pero en el mejor de los casos logro acomodarla para que me deje respirar.
Me siento con las piernas cruzadas y trato de hacer la relajación en esa postura. La camioneta, el tipo en mi ventanilla, el enojo, los perros en el espejo retrovisor, la respuesta que no escribí al saludo de Carla.
Vuelvo por otro camino para evitar los autos del hogar y entonces veo la camioneta estacionada en la casa de al lado de la mía. Hay un cartel colgado en la tranquera que dice Coco: ¿Se llamará así el tipo? ¿Tendré que ponerle nombre a mi casa? No, es suficiente con las calles con nombres de pájaros. Me esfuerzo por no mirar y subo el auto a la vereda.
Mis cinco perros se enloquecen de alegría, los arreo hasta el fondo, desde donde veo, aun en la distancia, que los ocho perros de Coco ya están atados. Se enfurecen cuando escuchan a los míos que se acercan al tejido y les ladran. Se ahorcan a sí mismos con ilusión de soltarse, sacan los dientes y babean. Mis perros corren por el perímetro. La Pita tiene poca agilidad, pero busca con insistencia ingenua o suicida un hueco para pasar al otro lado. El ladrido bobo de mis animales contrasta con el gruñido asesino de los perros de Coco.
Me pongo los auriculares y arranco la máquina. Camino por el parque cortando el pasto hasta que veo la sombra del vecino recortada por el sol que me ciega. Dejo de acelerar y el motor se apaga. Coco sostiene con un collar de ahorque a su perra más escuálida. Tiene dos triángulos erectos en el lugar de las orejas. Me saco los auriculares. Mis perros se acercan a la escuálida para invitarla a jugar. Las hembras mantienen distancia. Una le gruñe amenazante a la otra.
No entiendo cómo hizo el vecino para entrar, es decir; el portón no tiene candado, es muy fácil hacerlo, pero no logro comprender cómo es que se metió en mi patio sin permiso.
—Es la hora de la siesta. Yo me levanto a trabajar a las cinco de la mañana —dice con tranquilidad.
Esta vez no le contesto, no sé qué decir. Le doy la espalda y obediente camino hacia el galpón para guardar la máquina. Lo hago lento para darle tiempo a que se vaya antes de que me dé vuelta, pero cuando lo hago sigue ahí; agachado sobre mi perra vieja que se deja hacer. Coco le acaricia las orejas caídas con la mano izquierda y con la derecha acorta la cadena que ahorca a su perra para inmovilizarla.
—¿Sabés por qué les cortamos las orejas? —dice sin dejar de tocar a la mía, pero refiriéndose a la suya.
—No.
—Son perros de caza, si no se las cortamos, los chanchos jabalí se las arrancan a mordiscones.
Hago un gesto involuntario de impresión.
—No sienten nada, es como ponerle aritos a una bebé recién nacida.
No agujereé las orejas de Carla cuando nació a pesar de la insistencia de mi madre de que los aros eran lo que la diferenciarían de un varón. A mí me parecía un sufrimiento innecesario, una crueldad que el cerebro nuevo de la criatura no alcanzaría a comprender. Sin embargo, ahora Carla tiene piercings por todos lados, los primeros agujeros de las orejas y de la nariz se los hizo ella sola con los abridores de oro que guardé sin usar desde su nacimiento. Siempre le dije que parecía un árbol de navidad con la cara llena de aros, te los voy a sacar con una pinza, le decía; y el cuerpo lleno de tatuajes, te los voy a remover con un cepillo de alambre.
—¿Tiene hijas? —me pregunta Coco.
—No, no tengo.
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Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones, 2014), la novela “De este lado del charco” (Editorial Conejos, 2015); la novela “Una nena muy blanca” (Emecé, 2019), el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus, 2022) y «La enfermedad de la noche» (Penguin Random House 2023)
Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Street para la diplomatura en Derechos Humanos de la Mujer de la Universidad Austral de Salamanca en 2018.
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