Capítulo II

(Lee el capítulo 1 haciendo click aquí).

 

El golpe de la pelota contra la persiana me despierta de la siesta, el sonido del quiebre del plástico fue clarísimo. Acá no hace falta tener rejas, porque no roban. Miro el celular, son más de las cinco de la tarde. La Pita, la perra vieja, se queda echada. Me levanto y voy hacia la cocina. Siri me sigue con su intensidad de cachorra. El cuerpo ya le creció todo y tiene el tamaño de King Kong. La alegría la desborda ni bien abre los ojos como si no le alcanzara todo su tamaño para contenerla. Pronto va a entrar en celo.

Saco un yogur casero de la heladera y le pongo frutos secos. Recibo un mensaje de la profesora de yoga que dice: Regalate una respiración, respira. Sin tilde, un texto de traducción. Me parece absurdo el imperativo, no se puede no respirar, es un acto mecánico. Hago varias arcadas hasta que casi sin darme cuenta inspiro profundo, lleno la panza de aire y exhalo con alivio, la arcada pasó. La nausea es otra cosa, una sensación de malestar, de estómago revuelto. Pero a mí el espasmo me aparece como algo metido en la garganta que me produce la contracción involuntaria. La clave está en prestarle atención al aire que entra y sale de los pulmones, ya lo había escuchado muchas veces, sin embargo, es en este momento que dejo de hacer fuerza para vomitar, que entiendo con el cuerpo algo de esa teoría. Desde que dejé Buenos Aires decidí dormir de noche, no tomar alcohol, comer sano, hacer ejercicio. Un cambio de vida. El cliché de adolescente tardía y reventada se agotó cuando cumplí cuarenta.

Siri vuelve corriendo a la habitación, la sigo. Le ladra a la ventana. Intento abrir la persiana para ver qué pasa, pero no abre. El golpe la debe haber descajetado. Escucho pasos y risas afuera. Salgo, Siri sale conmigo y ladra desesperada. Hay dos tipos cerrando el portón, ya del lado de afuera. Uno es Coco.

—¿Cómo le va? No la queríamos despertar de la siesta y pasamos a buscar la pelota.

—Me despertaron igual.

—Uy, disculpe.

—Prefiero que me despiertes y me avises cuando vas a entrar. Cerrá bien el portón que no quiero que se me escape la perra.

—Es que éstos pata dura patean para cualquier lado, ya les dije que es un partidito entre amigos. No es para pelotearse así. Pero no entienden, son brutos.

—Me rompieron la persiana. Cerrá bien el portón.

—Uh. Mañana se la arreglo no se preocupe. No hay que hacerse problemas por tonterías. Estamos festejando que trajimos un costillar de jabalí. Venga si quiere. Es carne magra, de animal en constante movimiento.

El amigo de Coco le saca la pelota de la mano y le pega una patada que la hace llegar hasta la puerta de la casa del vecino. Doy media vuelta y entro sin saludar. Siri queda ladrando afuera hasta que se cansa.

Escribo el resto de la tarde. Me vine con la excusa de investigar el caso de las minas que mataron al nenito de cinco años. Ya se cumplió un año del asesinato. Todavía no logro conseguir un permiso para entrar al juicio que en breve empieza, la integridad del menor, aunque esté muerto, debe resguardarse. Me sirvo una copa llena de hielo, corto unas rodajas de limón y le pongo tónica sin azúcar y un chorro de soda. Es una manera de engañar al cerebro, hacerle creer que estás tomando un trago, pero saludable, dijo la profe de yoga. Me llevo la copa a la mesa al lado de la computadora. Tomo despacio y cada vez que pienso que le falta gin cuento hasta treinta, la profe de yoga dice que esa es la cantidad de segundos que dura el deseo extremo, el impulso irrefrenable, si se puede dominar ese medio minuto, la parte más difícil del camino está hecha.

***

Busco los auriculares y Siri se pone a saltar. Se para en dos patas y las apoya con fuerza contra mi pecho. Me lastima. Le grito. Basta Siri, cortala. Ella camina nerviosa por la cocina y se queda quieta al lado del estante donde tengo la correa. Me levanto la remera para mirar las marcas ahora blanquecinas y apenas coloradas alrededor de los rasguños. El dolor me da ganas de llorar y de pegarle, pero tomo aire con conciencia y le doy la orden: sentada. La perra salta en el lugar. Abro la puerta y la saco. No vamos a ningún lado, le digo, hasta que no aprendas no salimos más.

Agarro la correa y dejo entrar a Siri. Sentada. Ella duda, amaga a sentarse y se para. Se altera. Le abro la puerta y la amenazo con sacarla. Entiende y se sienta, levanta la pata derecha. Me río. Muy bien, le digo. Le prendo la correa al collar, abro el tacho con alimento y saco un puñado. Siri come los trocitos de mi mano. Salimos.

Al principio ella tironea o se para a inspeccionar, a oler cada dos segundos, es hermoso verla descubrir el mundo cada vez que salimos. Cuando Carla tenía diez años, hace cuatro, ya se perfilaba como una adolescente gótica. Le empezaron a gustar las películas de terror. Estábamos viendo Abraham Lincoln cazador de vampiros cuando me sorprendió con la reflexión:

—Fueron las mujeres las que lograron vencer a los vampiros, porque ellas llevaron la plata con las que hicieron las balas.  

—Pero eso no pasó de verdad, los vampiros no existen. La película es una metáfora de la esclavitud— dije sin pensar.

A Carla se le transformó la cara, se le había destruido una certeza. Descubría el mundo con desilusión, así era ella. Así es.

—No me entendés lo que te quiero decir — disimuló.

A medida que avanzamos, Siri se calma y mantenemos un ritmo más o menos sincronizado. No pongo música. Uso auriculares cuando camino porque es mentira que hay silencio en el campo, lo que hay es viento que se te mete adentro de los oídos. No lo soporto.

Los perros de las otras casas nos ladran durante las dos primeras cuadras, pero enseguida aparece el campo, con algunos pastizales quemados. Hacemos unos kilómetros y aparecen las vacas, lejos de los dos hilos de alambre, a veces están bien cerca pero hoy se ven diminutas en la distancia. Las piernas pesan por la arena. Un kilómetro más y volvemos, le digo a Siri y chequeo los pasos en el celular. Llegamos hasta donde llega el trazado eléctrico. Es un límite. El paisaje no cambia del otro lado, pero que los cables dejen de enmarcar los árboles parece una advertencia. Me mantengo en el corral de la civilización.

A la vuelta nos cruzamos con una cuatro por cuatro que pasa a toda velocidad, levanta polvo y nos envuelve en una nube ocre, por unos segundos no vemos nada. Cuando la vista se aclara veo al tractor que se acerca. El conductor es joven y tiene una remera roja. Inclina la cabeza a modo de saludo.

Llegamos y, ni bien le saco la correa, la perra empuja el portón y entra. Me sorprende haberlo dejado mal cerrado. Rodeo la casa. Siri ladra y gruñe, saca los dientes. Me acerco y veo a Coco midiendo la ventana de mi habitación. Tiene una cinta métrica en la mano. El labrador y la Pita apenas ladran para responder los ladridos de Siri.

—Es brava esta, eh —señala a la perra—. Dicen que los perros se parecen a sus dueños. Estaba tomando las medidas para comprarle la varilla que le rompimos.

No le respondo. Siri sigue, no quiero retarla para que no le tenga confianza a Coco. La agarro del collar. Cuando él se acerca a nosotras en dirección al portón, se me suelta y se le va encima para morderlo. Me acomodo y logro cazarla del cuero. Coco sale y me saluda con la mano y una sonrisa.

—Mañana traigo el repuesto y se la cambio, si se va, dejemé la llave porque esto lo tengo que hacer desde adentro, desarmarle toda la persiana.

Suelto a Siri, y cuando estoy entrando a mi casa escucho todo a la vez, el acelerador del auto, el freno, el golpe, el quejido nuevo de mi perra.

El portón está abierto.

 

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Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones, 2014), la novela “De este lado del charco” (Editorial Conejos, 2015); la novela “Una nena muy blanca” (Emecé, 2019), el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus, 2022) y «La enfermedad de la noche» (Penguin Random House 2023)

Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Street para la diplomatura en Derechos Humanos de la Mujer de la Universidad Austral de Salamanca en 2018.