“Solo en el Hospital donde trabajo, en una zona de vulnerabilidad del Conurbano, hubo cinco ingresos por intentos de suicidio en un día”, dice la autora en esta nota en la que propone sacar este tema incómodo del closet y tender redes para abordar alternativas de contención ante la desazón que, como signo de este tiempo pospandemia, atraviesa a chicas y chicos. Y abre una pregunta: ¿qué tan adultas y adultos somos, que no podemos poner palabras a una problemática instalada?
Por Miriam Maidana*
Ilustración de Paula de la Cruz para GK
Sábado por la mañana. Jornadas de Prácticas Profesionales, aula grande, en la Facultad de Psicología de la UBA. En el título articulamos riesgo e inicios de la clínica. El encuentro está dirigido a personas que egresarán pronto, a colegas que se inician en la profesión. Ya en la mesa inaugural se instala la problemática: en la actualidad, la primera causa de ingreso por guardia hospitalaria es el intento autolítico.
Capaz no reconozcan el nombre técnico, pero estamos hablando de suicidio. Fallido, pero no del lado “intento”. Fallido porque no logran morir. En la concepción más actual del tema, no presuponemos que las personas deseen morir: el problema es que no saben cómo vivir.
Escribía Macedonio Fernández en 1929, en su poema “Creía yo”: “Más poco Muerte puede, pues no puede/entrar su miedo en pecho donde Amor/ que Muerte rige a Vida/ Amor a muerte”.
Que no se hable del tema, no significa que las personas que desean morir sean una novedad. Pero los signos de la época marcan una diferencia: en los hospitales recibimos niñas/os/es de 6 años manifestando “querer morir”. Para marcar una diferencia: en la época de Macedonio, había personas adultas. Ahora, escasean.
Les hago una pregunta: ¿cuánto creen que pasó desde el aislamiento en contexto de la pandemia mundial por el COVID? Y les dejo un dato: el tiempo psíquico no funciona con la lógica del tiempo real.
“No es angustia: es miedo”, decía una asesora en Salud Mental del equipo presidencial por aquellas épocas. Las y los trabajadores de territorios no teníamos la misma percepción: no había mucha palabra en relación a morir por COVID. La angustia estaba relacionada con lo siniestro: perder mi casa, mi familia, mi trabajo, convivir con mi abusador, ver a mi madre no sabiendo qué hacer con la pérdida de sus rutinas, explosión de consumos, lo insoportable de vernos, escucharnos y saber de nosotras/os las 24 horas del día.
Solo han pasado 3 años desde aquel encierro. Solo en el Hospital donde trabajo, en una zona de vulnerabilidad y riesgo social del Conurbano, hubo cinco ingresos por intentos de suicidio en un día. Está la niña que se niega a comer, está el adolescente que sufre bullying, está la adolescente que se tragó toda la medicación que acumulaba la madre porque rindió mal dos parciales, está la mujer cuyo marido tendrá un hijo con otra mujer, está el adulto mayor que está cansado de ser una carga. Están las y los adolescentes que no llegamos a conocer: se mataron. Los colegios decretaron duelo, mandaron a las y los chicos a la casa, y dos días después volvemos a las matemáticas y la prueba de historia.
¿Por qué no se habla de esto? Se buscan psiquiatras que mediquen, se buscan psicólogas/os que “se ocupen”. Colegios y trabajos suelen preguntar: “Está mejor, cuándo le dan el alta?”. Las familias suelen negar y acusan al entorno: “Nos dimos cuenta de que estaba raro porque estaba escuchando una música rara, un tal Cancerbero”, nos decían madre y padre de un pibe que hacía un mes que no dormía, se había cortado el pelo, tajeado su ropa, dejado de comer.
¿Qué tan adultas y adultos somos, que no podemos poner palabras a una problemática instalada?
Pensemos en el efecto mayor de la ESI: que personas de toda edad puedan hablar, historizarse, reconocerse como abusadas. Luego, en el marco de tratamientos, con cierto acompañamiento institucional, se han animado a abrir el tema en la familia, en la Justicia, y esto ha tenido efectos liberadores en su vida.
¿Por qué con las ideas de muerte sería diferente?
Una hipótesis probable es la subestimación: pensar que la niñez es una etapa, la adolescencia algo que “se cura cuando crecen”, y la adultez un camino deseado.
La medicación en casos graves acompaña, puede estabilizar un cuadro de urgencia, pero no quiero romperles el corazón: con el consumo de psicofármacos que hay en nuestro país, si fuera “mágica”, no habría indicadores. A las guardias continuarían ingresando casos más clásicos, más ligados a cuestiones médicas. Y no, no estaría sucediendo. Aclaro la importancia de factores psíquicos en las afecciones médicas (desde infartos y somatizaciones graves en franjas de edades que comienzan a partir de los 30 años, cáncer prematuro, afecciones respiratorias, entre otras), pero de lo que hablo acá es de los ingresos por guardia de personas que no tienen una enfermedad “médica” de base: para poner un ejemplo, hay más intentos de suicidio por pérdida laboral, de vivienda, de escolaridad, de amor, que por afecciones orgánicas.
Y en esto quiero enfatizar cuando escribo: es el signo de los tiempos. Como cantaba Prince en relación a la irrupción del SIDA en los ‘80 en su canción “Sign ‘O’ The Times”: “En Francia un hombre flaco murió de una gran enfermedad con nombre pequeño/ por casualidad su novia de 17 se encontró con una aguja y pronto hizo lo mismo”.
No es mi objetivo articular con la incidencia de consumos problemáticos en los intentos de suicidio detectados: es alta, por supuesto. Pero no determinante. Tampoco la aparición de series sobre el tema, la música, ni nada similar. Si escuchamos la cantidad de suicidios preexistentes en la familia, en el círculo de amigas/os, de compañeras/os de colegio, en el barrio, en el entorno próximo, acá habría un detonante. Pero de eso no se habla.
Hace unos años trabajé en el Hospital con una señora cuya primera hija, rechazada por el hombre que puso la semilla y abandonó, se suicidó a los 14 años. Lo hizo en el baño de su casa, colgada: era una excelente alumna, su madre estaba atenta a ella, pero era muy restrictiva por su miedo a que su hija tuviera que atravesar algo que ella no había procesado: un embarazo sola, con el desprecio de su familia. Así, el trabajo fue sobre ella misma: esa marca de la segregación, del rechazo, de la soledad. Poco a poco pudo ir leyéndose, de un modo muy doloroso. Pero pudo cambiar de posicionamiento con su pareja, con su hija y su hijo más chicos.
Silenciar es violencia. Callar es violencia.
¿Saben dónde se evidencia? En el bullying. Cuando alumnas/os son dejados por fuera de actividades del grupo (exclusión del WhatsApp grupal, aislamiento en los recreos, alejamiento de las actividades comunes) las instituciones debemos intervenir, poniendo en palabras lo que está sucediendo. Charlar, ¿se entiende? En lo cotidiano, ser “popular” no es como en la novela de Patito Feo: hay una circulación de violencia contenida que tiene efectos devastadores sobre las personas.
A mí, que tengo muchos años de trabajo en Salud Mental, no me interesan tanto las estadísticas. Las traigo como una manera de prender alguna alerta para re-pensarnos: en lo individual, en lo colectivo.
Lo que sí me pasa es que me tienen harta las estadísticas: vivir debería volver a tener algún valor. No crean que a las y los profesionales de Salud Mental que trabajamos en territorios confines nos deja inmunes escuchar a niñas y niños cada vez más chicos hablar con desazón, con desesperanza. Simplemente sentarse y expresarnos su “querer morir”.
Abarco en esto también a las y los profesionales médicos que derivan. A los equipos escolares. Territoriales. Talleristas. Enredémonos en red. Hablemos del tema, ¿les parece?
Si vos o alguien cercano necesita ayuda, podés acudir al centro de salud más cercano o comunicarte las 24 hs. al 0800 999 0091 (línea telefónica gratuita para atención en Salud Mental).
*Miriam Maidana es licenciada en Psicología (UBA). Psicóloga de Planta del Ministerio de Salud de Provincia de Buenos Aires. Docente UBA de grado (Docente regular de la PP “Variantes de la Consulta Ambulatoria” desde el año 2010) y de posgrado (Carrera de Psicoanálisis, Carrera de Psicología Forense, Programa de Investigación en Psicología Investigativa Criminal). Investigadora UBACyT entre 2008 y 2016. Columnista en Cosecha Roja y Revista Anfibia.
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