Se cumplen tres décadas del final del piloto más aclamado del automovilismo internacional. Su accidente cambió la historia de la Fórmula 1. Adorado en nuestro país, tenía una admiración reverencial por Juan Manuel Fangio. Los títulos, sus peleas con Prost y el legado de un ídolo popular.

Por Patricio Insua*

 

Pies de plomo, manos de seda y corazón de campeón. Eso era Ayrton Senna en cualquier pista del mundo. Lo fue hasta el día de su muerte. El 1 de mayo de 1994, en la séptima vuelta del Gran Premio de San Marino, en el Autódromo Dino y Enzo Ferrari de Ímola, Italia, el Williams-Renault FW16 que piloteaba se descontroló sobre la curva de Tamburello y salió catapultado contra un muro. El costado derecho del auto quedó desintegrado. Adentro, un cuerpo inerte. Había cumplido 34 años diez días antes. El tricampeón brasileño apagaba su vida al mismo tiempo que encendía un legado que sigue latiendo.

Una varilla de la suspensión impactó sobre la visera del eterno casco verde y amarillo. Letal. Como una lanza, salió disparada por la compresión de la rueda delantera derecha contra el paredón. Los peritajes no lograron determinar si la rotura de la columna de dirección (que había sido modificada y soldada en lugar de mantenerse en una pieza única) causó el choque o si, contrariamente, la colisión provocó el quiebre de esa barra que une el volante con el eje delantero. Hubo otra hipótesis, con dos variantes, referida a los neumáticos. Por una lado, una pinchadura por restos metálicos sobre la pista a partir de un accidente previo; por otro, la pérdida de presión por la baja velocidad durante dos vueltas con el seafty car, lo que habría hecho descender el auto medio centímetro para perder “efecto suelo”, clave en la aerodinámica.

La muerte de Senna estuvo largamente judicializada. Todas las personas incriminadas -incluido Frank Williams, dueño del equipo- resultaron absueltas en las distintas instancias en los estrados de Bologna. El caso fue dado por prescrito y cerrado en 2007 por el Tribunal Supremo de Italia. Los restos del auto permanecieron bajo custodia casi una década sin que nunca pudiera aseverarse con certeza cuál había sido la causa de la colisión.

Lo indudable es que se trató de un fallo mecánico, que no implicó impericia de Senna sino todo lo contrario. El posterior análisis de la telemetría reveló que en menos de dos segundos, al darse cuenta de que las ruedas traseras resbalaron bajó la aceleración un 40 por ciento (venía con el pedal a fondo, a más de 300 km/h) buscando mantener la traza, pero cuando supo que el despiste era ineludible porque los neumáticos delanteros también habían perdido adherencia, desaceleró completamente y se paró sobre el freno para bajar la velocidad casi 90 km/h. Hizo todo eso en menos de lo que se tarda en contar hasta dos. Nadie hubiese reaccionado con esa lucidez instantánea. De todas maneras no alcanzó para cambiar el desenlace.

Había nacido en San Pablo el 21 de marzo de 1960. Aprendió a caminar casi al mismo tiempo en que se sentó sobre una butaca para apretar sus manos contra un aro de metal. Un chico que crecía con una habilidad extraordinaria para manejar y forjaba una personalidad fulgurante. Conducción espectacular y carisma expansivo. La combinación era la alquimia del éxito. Lo esperaba el mundo.

Empezó a competir en karting y perforó cada una de las categorías. Primero Brasil, después Sudamérica y finalmente Europa, donde corrió por primera vez en 1978. A los 21 años se instaló definitivamente en el automovilismo internacional y a los 23 ya estaba en la Fórmula 1. El epicentro siempre estuvo en Gran Bretaña. Campeón de la Fórmula 3 Británica en 1983, en la F1 solo corrió en equipos ingleses. Esa referencialidad le dio también su identidad universal cuando Ayrton da Silva mutó en Ayrton Senna. El apellido materno se impuso por la dificultad sajona para pronunciar el paterno.

La primera temporada en el Gran Circo, en 1984 como piloto de Toleman, presentó desde el comienzo a un corredor descomunal. Estar en una escudería de relleno no le resultó impedimento para destacarse. En la segunda carrera, en Sudáfrica, terminó en la sexta posición y sumó los primeros puntos. Unas semanas después la demostración sería total.

Ubicación: Montecarlo. Bajo una lluvia que rebalsaba el principado, largó detrás de 12 autos. Pero la tormenta era Senna. Un relámpago en el circuito callejero que sobrepasaba a uno tras otro. Ese cielo había parido a un dios de la conducción con un coraje bestial. El zarpazo para escalar del tercer al segundo lugar solo resultó posible para alguien que no sabía de imposibles. Las gotas caían como clavos mientras aceleraba detrás del dos veces campeón del mundo Niki Lauda. En un espacio entre dos curvas donde un adelantamiento únicamente podía dibujarse en su cabeza, dejó en los espejos retrovisores a quien ese año terminaría por conseguir su tercer título del mundo. Y fue por más. Pasó a quien era el líder, Alain Prost, en el momento en el que aparecía la bandera roja. Sin embargo, terminó en el segundo lugar por una determinación reglamentaria que tomó a la vuelta anterior como la última completa. Era apenas la sexta carrera en la que participaba. ¿Conforme con el segundo lugar en el trazado más icónico de la F1? Para nada. Ahí estaba con el fastidio impreso en la cara sobre el podio improvisado. Recibió de manos de Raniero III la copa destinada al segundo y dio media vuelta para irse. Camino a los boxes regaló una sonrisa mientras agitaba el puño izquierdo en lo que era una muestra de su carácter: un ímpetu volcánico con un encanto irresistible.

«La Fórmula 1 es poder, es dinero, y cuando sos pequeño tenés que pasar por todo esto», diría luego. Se presentaba también como un contestatario. Años más tarde y otra vez con lluvia, daría otra lección eterna en Mónaco, el GP que todavía lo tiene como el más ganador de la historia con seis victorias. Con lluvia en una pista, no hubo nadie como Senna.

Después de poner en el mapa a Toleman (consiguió los únicos tres podios en la historia de la escudería) seguirían tres años en Lotus para rescatar a un equipo con un pasado glorioso pero que no podía superar un largo entumecimiento. Barrió con la decadencia y descorchó sus primeras victorias: Storil y Spa-Francorchamps en 1985, Jerez de la Frontera y Detroit en 1986, Mónaco y otra vez Detroit en 1987. En total fueron 22 podios para ser dos veces cuarto y posteriormente tercero en el campeonato de pilotos.

Ya no cabía en escuderías que no fueran de primera línea. Y así desembarcó en McLaren en 1988 para domar no solo un auto de punta, sino uno de los mejores jamás construidos y seguramente el más emblemático en la historia de la F1, el MP4/4 (chasis de fibra de carbono con un motor Honda V6 turbo). Imparable, 8 victorias más tres segundos puestos le alcanzaron para conseguir su primer título. La consagración quedó sellada el 30 de octubre con un triunfo de autor en el GP de Japón. Necesitaba ganar en Suzuka, anteúltima prueba del año, para ser campeón ese fin de semana. Había conseguido el primer lugar en la largada, pero cuando el semáforo se puso en verde el auto no respondió. Quedó decimosexto. Desde ahí empezó la remontada. Superó a todos, con Prost, su compañero de equipo, como último obstáculo.

Con el equipo asentado en Woking ganaría también el campeonato de pilotos en 1990 y 1991. A los 31 años se convertía en el piloto más joven de la historia en alcanzar tres títulos del mundo. Para entonces era una deidad del automovilismo. Todavía se mantiene como el máximo ganador en la historia de la escudería fundada por Bruce McLaren en 1963.

En la vida de película de Senna hubo un antihéroe, Prost. Protagonizaron inolvidables maniobras rueda a rueda. Los enfrentamientos no quedaban solo en la pista. Con palabras filosas, no faltaron los ataques personales. Rivales incluso como compañeros, en las dos temporadas que compartieron en McLaren terminaron en más de una ocasión despistados por toques entre sí. La convivencia, tirante desde el comienzo, terminó por resultar inviable. Las declaraciones de uno contra otro exponían una distancia insalvable. El galo se fue a Ferrari, primero, y a Williams, después, y los enfrentamientos entre ellos siguieron sin pisar nunca el freno. Las temporadas de 1989 y 1990 se definieron con choques entre ambos, sacándose mutuamente de la pista en beneficio propio. La escalada era imparable. Las peleas con Prost tuvieron su correlato en las belicosas discusiones con el máximo poder de la F1. El presidente de la categoría era Jean-Marie Balestre, un francés leñoso que en la disputa entre los dos pilotos había volcado la pesadísima capacidad de influencia que portaba en favor de su compatriota.

Tras seis temporadas, 35 GP ganados, 55 podios y tres títulos en McLaren, pasó a William. Se incorporó a la escudería con base en Grove después del título y retiro de Prost, que había impuesto como una de sus condiciones no volver a tenerlo como compañero. En la primera carrera de 1994, en su ciudad, San Pablo, consiguió el mejor tiempo de clasificación, largó primero y conservó el liderazgo en los primeros giros, hasta que en la vuelta 56, cuando perseguía desde el segundo lugar a Michael Schumacher, hizo un trompo que le marcó el final de la carrera. Tres semanas más tarde, en Japón, volvió a conseguir el primer puesto de la grilla, pero un impacto desde atrás 300 metros después de la largada lo dejó a pie. El calendario marcaba como tercera competencia del año el GP de San Marino.

En 1991 su McLaren había quedado dado vuelta en México después de un despiste y de rebotar contra una fila de neumáticos puestos como protección. Solo recibió unos puntos de sutura en la cabeza, pero desde ese momento empezó a centrar su atención en las vías de escape y las barreras de contención. Le preocupaban los daños que podían sufrir los autos, y consecuentemente los pilotos, al salirse de los trazados. Al iniciarse la temporada 1994 advirtió sobre los cambios reglamentarios introducidos por la FIA: «Los coches son mucho menos estables sin la suspensión electrónica». A esto se agregaba, además, la quita del control de tracción. «Habrá más autos saliéndose de la pista», advirtió proféticamente.

Senna murió encumbrado como el máximo ídolo de Brasil. El cortejo fúnebre en San Pablo expuso la congoja colectiva que solo produce el sufrimiento por la pérdida de un ídolo inmenso, con calles, avenidas y autopistas colapsadas. Seductor, amable y benefactor, la gente lo amaba. Con Xuxa, figura absoluta de la televisión brasileña, conformó una pareja que era el súmmum de la popularidad. En un país ahogado por una crisis económica que disparaba la pobreza, Senna levantaba con orgullo la bandera brasileña en todos los rincones del planeta. Los rescates a los chicos marginados crecían conforme aumentaba la necesidad y por eso decidió darle organicidad a ese trabajo social. Por Instituto Ayrton Senna, un centro educativo que funciona en Pinheiros y preside su hermana Viviane, pasaron cerca de 20 millones de niños y niñas.

La admiración era mundial. El público fierrero argentino siempre lo adoró. Una prueba de ese amor, que permanece inalterable, se refleja en su nombre. El primer Ayrton en Argentina nació en 1987. Hasta 1993 eran 41 los bebés con su nombre. En 1994, el año de su muerte, se registraron así a 79 recién nacidos y en 1995 (cuando la Fórmula 1 volvió a Argentina después de 14 años) fueron 103. Hasta hoy hay chicos que siguen recibiendo el nombre en homenaje a un hombre que trascendió los tiempos.

El amor de los argentinos por Senna tenía su correspondencia en la devoción del paulista por Juan Manuel Fangio, a quien siempre destacaba como el mejor piloto de todos los tiempos. Venía a visitarlo seguido. En más de una ocasión voló desde Australia (donde terminaba la temporada) a Buenos Aires solo para charlar con el quíntuple campeón del mundo. En 1993 Senna ganó el GP de Brasil en Interlagos y cuando estaba en lo más alto del podio ingresó Fangio para darle el premio; en ese momento saltó para abrazarlo. “Bajé del podio porque nadie puede estar por encima de Fangio”, explicaría luego. La admiración era mutua. En su casa, Fangio miraba la carrera mortal y apenas sucedió el accidente apagó el televisor porque supo en ese instante lo que había sucedido.

Cuando abril se convertía en mayo en la primavera italiana de 1994, la muerte había decidido instalarse en Ímola. Estaba hambrienta. Senna la percibió. «Nunca lo había visto tan tenso como ese fin de semana. No lo vi sonreír en ningún momento. Estaba molesto y entristecido. El sábado a la noche, Williams tenía dudas de que Senna estuviese en la parrilla de largada. Yo estaba seguro que no quería correr», recordaría Reginaldo Leme, periodista de la cadena O´Globo presente en cada una de sus carreras. El imperdible documental Senna, dirigido por Asif Kapadia, expone ese pesar y muestra las charlas que mantuvo con los ingenieros durante los ensayos y la clasificación en San Marino a partir de la preocupación por el mal comportamiento del vehículo, sobre todo en las curvas.

No confiaba en el auto, que además le resultaba incómodo en la posición de manejo. Temía por lo que podía suceder en un circuito que conocía a la perfección: había sido el primero en cruzar la bandera a cuadros en 1988, 1989 y 1991 además de conseguir el mejor tiempo clasificatorio siete años seguidos entre 1985 y 1991. Si el domingo hubiese preferido no correr, era por lo que había antecedido a la carrera. El viernes, en los ensayos libres, el monoplaza de Rubens Barrichelo había volado por el aire al pegar contra una barrera de contención. Se salvó milagrosamente. Ese mismo día, el Wiliams-Renault de Senna con el número 2 giró en un trompo después de perder adherencia contra el asfalto. Un aviso. El sábado durante la clasificación para determinar el ordenamiento de largada (Senna se quedó otra vez con la pole position), el piloto suizo Roland Ratzenberger perdió la vida al chocar contra una pared de concreto. El domingo no fue de resurrección sino de más muerte. La guadaña cayó en la séptima vuelta. Senna, la presa.

Tamburello no existe más. Esa curva de alta velocidad se rediseñó como una chicana para contener el impulso de los autos a la salida de la recta principal. El fallecimiento de Senna cambió estructuralmente la seguridad de la F1. Mejoras aerodinámicas y en el habitáculo de los vehículos, modificaciones en los circuitos, sofisticación en materiales de amortiguación de impactos, severidad en las sanciones y celo con las condiciones climáticas. Desde entonces, los eventos trágicos disminuyeron drásticamente. En estos 30 años solo hubo que lamentar la pérdida de una vida más, la del francés Jules Bianchi, que se accidentó en el Gran Premio de Japón de 2014 y murió nueve meses después.

Veloz como nadie, valiente como ninguno y hábil como el que más. Todo eso lo unía con una inteligencia superior para tomar siempre la decisión que marcase la diferencia, independientemente del riesgo. Antes y después hubo corredores que ganaron más títulos, pero nadie manejó como él ni volvió a generar el magnetismo que irradiaba. Acaparaba toda la atención. Era una atracción en sí mismo, independiente del contexto. Eso fue Ayrton Senna. El mejor piloto de todos los tiempos.


*Patricio Insua es Licenciado en Periodismo y docente de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Es autor del libro “Aunque ganes o pierdas”, donde repasa la historia de diez partidos inolvidables de Argentina en los Mundiales.