Una porteña hecha y derecha reflexiona sobre lo que implica ir al Conurbano, al que visita con frecuencia, a través de un recorrido por cada una de las fronteras que le tocó atravesar para descubrir que, muchas veces, son más simbólicas que reales. Sin perder su calidad de turista, en este ensayo, aporta una mirada que puede caer en errores de percepción o en la sorpresa de un hecho cotidiano, pero que se esfuerza por no caer en el prejuicio.
Una de las principales acusaciones que se les suele hacer a quienes habitan la Ciudad Autónoma de Buenos Aires es que nunca van más allá de “la General Paz”. Esta afirmación, aunque correcta en la mayoría de los casos, esconde dos errores fácticos.
El primero es que se olvida completamente de un gran sector de la Ciudad cuyo límite con el Conurbano bonaerense no es la avenida antes mencionada, sino el Riachuelo. Se podría pensar que se trata de una omisión simple, cuyo único fin es agilizar la expresión oral, pero también podría verse allí un motivo simbólico. Al fin y al cabo, el Riachuelo separa la Ciudad de, prácticamente, toda la zona sur del Conurbano.
Quizás, quienes afirman que los porteños “no cruzan la General Paz” eligen olvidarse de la zona sur porque prefieren no colocarse en el mismo grupo que aquellos que viven cruzando el Riachuelo. O quizás repiten un error muy común entre los habitantes de CABA: creer que el límite de la Ciudad son las autopistas 25 de Mayo y Perito Moreno. Que levante la mano quien nunca escuchó a alguien preguntar si Mataderos “¿es Capital?”.
Pero hay otro error fáctico en la afirmación que estamos analizando. Es una idea, algo fantástica, con rasgos mágicos, de que con tan sólo caminar unos metros el panorama cambia completamente. Como si hubiese una suerte de energía, algo que emana de los suelos o un hecho climático particular, que hiciese que un ambiente cambie de manera rotunda en menos de una cuadra. Quien haya tenido que cruzar de un lado al otro en varias ocasiones habrá notado lo contrario: el único cambio rotundo que se nota rápidamente son los carteles que nombran las calles.
No hay diferencias notorias entre el barrio de Núñez y las primeras quince o veinte cuadras de Vicente López, aquel barrio conocido como Florida. Apenas si empieza a sentirse alguna diferencia llegando a Olivos, y sólo los fines de semana, cuando todo toma un aire de relajación náutica difícil de conseguir en el microcentro. El verdadero cambio llega recién a la altura de Martínez y se condensa en San Isidro. Allí, de la Capital sólo quedan ciertas ideologías políticas, alguna que otra marca de moda y ciertos restaurantes.
Yendo para el oeste, la situación es bastante similar. Si uno agarra, digamos, Avenida de los Constituyentes a la altura de Villa Urquiza, allí donde hace poco llegó el subte, y conduce hacia el norte, encontrará pocas diferencias al cruzar General Paz. Versalles y Ciudadela, Villa Riachuelo y Villa Celina, Lomas del Mirador y Mataderos. Para el habitúe, estas zonas sólo se diferencian al momento de las elecciones.
Lo que sí cambia es la forma en la que se cruza desde la Capital hacia el Conurbano. Si salimos desde Congreso, el famoso kilómetro 0 del país, no veremos lo mismo si queremos ir al Parque de la Costa, a ver los dinosaurios a Tecnópolis, a un entierro en La Tablada o a tomar algo al patio cervecero de Quilmes. El paso por la frontera será más o menos amable y la geografía nos sorprenderá de diferentes maneras.
Salir de la comodidad
Siempre me precié de ser una porteña hecha y derecha, le pongo edulcorante al mate y hace cinco años que estoy intentando comer menos carne, pero con un conocimiento bastante más amplio de nuestros vecinos que el resto de mis compatriotas. O eso quiero creer.
No es lo mismo cruzar en cualquier lado. Si desde la 25 de Mayo subimos a la Buenos Aires-La Plata, veremos Puerto Madero, los containers, el techo de la Usina del Arte, la cancha de San Telmo, el Puente Avellaneda. Cruzamos Dock Sud –al que si sos piola le decís El Docke, pero yo muy piola no soy-, el Auchán, que ahora parece que es un Walmart pero sigue siendo el Auchán, y el cinturón ecológico. Este último punto es clave si uno es secuestrado: si sentís que un olor fétido te ingresa por los orificios nasales, podés estar bastante seguro de que te encontrás cerca del este de Villa Domínico. Y así avanzamos hacia el sur. Pasamos Quilmes, Ezpeleta, Marítimo, Berazategui, Ranelagh, Plátanos, al que hace unos años casi les sacan la estación, Hudson. Más allá, nos queda el Parque Pererya Iraola, donde una vez me compré un hámster, y La Plata. Que algunos dicen que es el Conurbano y otros no, pero es un debate en el que prefiero no meterme.
La cosa cambia si queremos ir un poquito más al oeste. Hace unas semanas, con unas amigas fuimos a un campo cerca de Tandil y la conductora designada tenía el Waze configurado para evitar pagar peajes. Decisión que nos costó casi dos horas de viaje, pero nos regaló un recorrido por Gerli, Monte Chingolo -en donde curiosamente no hay ningún monte-, San Francisco Solano, Florencio Varela, la famosa rotonda de Alpargatas y, finalmente, la ansiada Ruta 2.
Así, descubrimos varios puntos turísticos interesantes. Una cantidad insólita de supermercados mayoristas, un monumento al mate, varios edificios con nomenclatura peronista y una conducta vial cuanto menos cuestionable. No hay tal cosa como una onda verde, por lo que el peatón tiene infinidad de posibilidades para cruzar de manera correcta. Pero todos eligen, por motivos que escapan al entendimiento del porteño promedio, cruzar por lugares insólitos y a velocidades olímpicas.
En una época, tuve una amiga que vivía en el oeste. En el oeste de verdad, en La Matanza. Ella vivía, más precisamente, en Villa Luzuriaga. Nuestra amistad me forzó a aprender un nuevo recorrido y desbloquear todo un sector del mapa del Conurbano. Tiempo atrás, mi tendencia a dormirme arriba de los colectivos me había hecho descubrir que muchos de ellos terminan en Liniers y que si veo la cancha de Vélez, es que ya me pasé. Pero gracias a ella, aprendí que hay algunos que van más allá. Me subía al 55 en Flores y avanzaba por Rivadavia hacia el oeste. En Alberdi y General Paz, descubrí un cruce fascinante, con más oferta gastronómica y comercial que mi barrio natal, pero también vi un acuario, muchísimos locales de repuestos y, obviamente, un bingo. A la altura del shopping de San Justo, el 55 daba la vuelta y agarraba Camino de Cintura, uno de esos nombres que aprendí a decir para parecer canchera, y pasamos infinidad de salones de fiestas. Antes de llegar al Sodimac, ya era hora de bajarse.
Ir para el norte implica pasar por grandes espacios verdes. El Parque Sarmiento le da otro aspecto a la frontera y el DOT se erige cerca de la autopista como un gran monumento al vidrio y a los sobreprecios. Si agarrás la Panamericana derecho, podés llegar hasta Colombia, o hasta la infame obra arquitectónica del Centro Médico El Talar. Los bordes de la Panamericana están llenos de albergues transitorios, parrillas y carteles que promocionan futuros countries de fiscalización dudosa.
Otra opción es subirnos a la odisea de cruzar por Puente Saavedra, donde Cabildo se convierte en Maipú y los peatones pierden todos sus derechos. Antes de llegar al Hipódromo de San Isidro, y que nuestro presupuesto nos alcance -con suerte- para una gaseosa, nos cruzamos con cientos de grandes multimarcas de ropa deportiva, tiendas de electrodomésticos, locales de neumáticos. Y barcitos, muchos barcitos que se mantienen firmes y siempre dispuestos a atender a cualquiera que elija no seguir bajando hasta Palermo.
Para los que vivimos en los límites de la Ciudad de Buenos Aires, cruzar del otro lado siempre conlleva un esfuerzo. Nos saca de nuestra comodidad y nos obliga a apreciar otros escenarios. Quizás, si tuviéramos una mejor voluntad exploratoria, nos llevaríamos mejor con nuestros vecinos, ¿no?
Juana Groisman es periodista, estudia Psicología y pasa varias horas al día exponiendo sus pensamientos en Twitter. Escribió para sitios como La Agenda y Revista Kunst, además de ser redactora en Pronto. Nació en 1996, tiene algunos recuerdos del menemismo y abolló una flanera durante los cacerolazos del 2001. Vivió toda su vida en la Ciudad de Buenos Aires, le gusta cocinar aunque no siempre tiene éxito y su hobbie es mirar por la ventana para espiar a sus vecinos.
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