Por Nina Ferrari
Imagen: Colectivo Manifiesto

I) Un pelo

Todavía no lo sabe, pero su pasión por la bicicleta y el conocimiento lo acompañarán hasta el último día de su vida.

Dobla por Lescano, esquiva un Falcon estacionado justo en la rampa. Baja de la bicicleta, se saca el broche que se puso en el pantalón acampanado para que no se le enganche con la cadena. Trae una mochila con apuntes y libros.

Sube las escaleras pensando que ya casi es mediodía y todavía no preparó ni el almuerzo ni la clase de hoy. Cuando llega al departamento, el picaporte está roto: como si lo hubiesen palanqueado. Se paraliza. Siente el impulso de salir corriendo. No es lo que se podría decir un tipo arrebatado ni sanguíneo, todo lo contrario: es frío y calculador, como buen  matemático, pero aún así, decide hacerle caso a esa corazonada y se va, con sigilo, a la casa de su primo Rafa, que vive a diez cuadras, para ver si conoce un cerrajero.

Rafa lo invita a almorzar. Charlan, toman vino, recuerdan anécdotas de la infancia, juegan al truco. De a poco se va olvidando del mal trago. Rafa consigue un cerrajero amigo para las seis. Aprovechan y duermen la siesta. Casi cuando está anocheciendo, van los tres en coche al departamento de Lescano. Cuando llegan, el cerrajero les confirma que efectivamente la puerta fue forzada.

-Fíjese si le falta algo. Son así estos amigos de lo ajeno, te estudian los movimientos y aprovechan para desvalijarte cuando no estás.

Los robos son bastante poco frecuentes en ese barrio y en esa época, entre otras cosas, porque antes del Golpe la tasa de desempleo era del 2% y la de pobreza, del 8%. Él lo sabe. Está obsesivamente al tanto de todas las cifras que definen la distribución de “la caja” del país.

Cuando entra, ve que está todo revuelto: puertas abiertas, papeles en el piso, libros tirados en el suelo.

Le paga al cerrajero, le agradece a Rafa, los despide y enseguida se pone a revisar todo. Entonces se confirma su sospecha: no falta nada de valor material. Vinieron buscando un dato. Seguramente el de Gerardo. Por suerte, no lo encontraron. Llevaba la agenda encima.

Se pone a ordenar y de pronto recuerda el Falcon: le corre un escalofrío por la espalda. Se da cuenta de que más temprano, cuando llegó a la puerta, seguramente estaban adentro. Se salvó por un pelo.

Ese hombre, diez años más tarde, se convertirá en mi padre. Por ese pelo, o mejor dicho, por ese pálpito, es que hoy estoy escribiendo esto.

 

II) Franchute

Gerardo no tendría la misma suerte.

Tres semanas después, sería secuestrado por un comando de tareas, encerrado (sin juicio ni condena previos) y torturado en el centro clandestino de detención El Olimpo.

Un año después, su madre, una inmigrante nacida en Francia que había llegado a Argentina escapando de la Segunda Guerra Mundial, lograría sacarlo del país a través de gestiones del consulado, con el argumento de que era ciudadano francés. Cuando finalmente lo soltaron, ambos se exiliaron en Europa y continuaron gestionando la salida de compañeros de la organización desde allá.

Mi padre no supo de él por veinte años. Se rehusaba a darlo por muerto. Buscaba obsesivamente en las listas de  desaparecidos, pero nunca lo encontraba. Hasta que tres décadas después, los milagros de Internet lograron juntarlos de nuevo.

Desde entonces, se volvieron muy unidos, empezaron a intercambiar mails recordando anécdotas, y se veían dos veces al año. Durante los años de vacas gordas, de precios altos de commodities y desarrollo de la industria nacional, el Franchute, como lo apodaron cariñosamente sus compañeros de la facultad, usó el dinero del subsidio que le había pagado el Estado en resarcimiento para viajar religiosamente a Argentina todos los años. Él ponía la excusa de que estaba persiguiendo la estación estival, huyendo del frío gélido de los Alpes y el húmedo de Buenos Aires, pero seguramente lo hacía por apego a su tierra, con la cual tenía un vínculo ambivalente: sentía que lo atraía y lo expulsaba en la misma medida.

A fines de 2010, cuando mi padre falleció en un accidente arriba de una bicicleta, sin haber podido realizar su sueño de ir a visitarlo a Europa para el que venía ahorrando durante tres años, se ve que Gerardo, alias El Franchute, sintió una suerte de responsabilidad paterna por mi orfandad prematura y empezamos a intercambiar mails regularmente, con los que se encarga de supervisar cómo se llevan las decisiones de mi vida con la crisis permanente a la que llamamos normalidad en Argentina.

 

III) Prometeo: cinco por uno

A lo largo de estos últimos diez años, Gerardo ha intentado establecer un vínculo de confianza para que yo cuente con él en caso de emergencia, pero eventualmente nuestros mails se convirtieron en un intercambio ñoño de recomendaciones de libros, series y películas y análisis coyunturales varios.

Un gesto generacional: en la temática de sus mails, siempre lo político predomina por sobre lo personal. En uno, Gerardo me comentó, como dato de color, que Héctor G. Oesterheld, en el prólogo de El Eternauta, de 1976, afirma: “El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo”.

En ese mismo mail, Gerardo desarrollaba una teoría acerca de Prometeo (“Tenés que escribir sobre esto, negrita”, me decía siempre), aquel titán protector que osó otorgarle a la humanidad el beneficio del fuego, desafiando a Zeus, quien se sintió avergonzado y, tras vengarse así de la humanidad, se vengó también de Prometeo e hizo que lo llevaran al Cáucaso, donde fue encadenado por Hefesto con la ayuda de Bía y Cratos. Zeus envió un águila, hija de los monstruos Tifón y Equidna, para que se comiera el hígado de Prometeo. Siendo inmortal, su hígado volvía a crecer cada noche, y el águila volvía a comérselo cada día.

Durante los años previos a la dictadura, las organizaciones políticas y su brazo armado, según Gerardo, tal como Prometeo, cometieron la osadía de desafiar el orden desigual establecido, y como castigo, se lo persiguió, encerró y torturó mediante un plan sistemático de terrorismo.

“Más tarde, cuando se contara la historia del horror, muchas veces se repetiría la consigna de que los militares perseguían a quien ‘pensara distinto’, lo cual es una verdad a medias, que peca de ingenuidad y carece de rigor histórico. Por supuesto que se trató de una disputa ideológica, pero el plan de la dictadura, que fue diseñado con precisión de bisturí, tenía también su base material. Las Fuerzas Armadas fueron el brazo ejecutor del plan del poder concentrado, para reemplazar el modelo de industrialización por sustitución de importaciones por uno basado en la valorización financiera”, continuaba en el mail.

Acá es donde yo me permití disentir con él. Le respondí: “Prometeo no serían solo ‘las orgas’, sino el movimiento obrero organizado todo. Los sectores asalariados, especialmente delegados y dirigentes sindicales, fueron las principales víctimas de la dictadura. De acuerdo a la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), 30,2% de los desaparecidos eran obreros; 17,9%, empleados; y 5,7% docentes.

El plan buscaba disciplinar al movimiento obrero. El revés del cinco por uno: por cada obrero secuestrado, habría cinco aterrorizados. No era una persona, un líder en términos individuales lo que tenían que eliminar para llevar a cabo su plan e instalar su modelo de país, sino un cuerpo colectivo. Era necesario desarmar la organización social, política y sindical. Se valdrían, además, de los recursos y las fuerzas del aparato estatal, de la única fuerza más poderosa que el amor: el miedo”.

 

IV) Los cuadros: uno por miles

En otro mail, charlando sobre nuestras disidencias políticas como siempre con humor, Gerardo, que tenía una sensación de derrota y furia clavada en su discurso (como para no tenerla, se habían encargado de que el terror se le tatuara hasta en los huesos), me cargaba por mi optimismo exacerbado.

-Cómo se nota que sos joven. Ya vas a crecer y te vas a dar cuenta…

-Va más allá de la edad, Franchute. Si no tuviera fe en mi pueblo y la convicción de que podemos transformar la realidad, ¿cómo podría mirar a mis hijos a los ojos?

Así fue que se sorprendió mucho cuando más adelante le conté que no siempre había sido así, que durante los ‘90 había sido una pseudo hippie punk anti sistema (anti todo) y que hasta inclusive, en las elecciones de 2003, había votado en blanco. Pero que el desarrollo de mi trama -y acá me permito afirmar, el de mi generación- había hecho un giro contundente, el día que el Flaco bajó los cuadros.

-Ese día, Gerardo, yo volví a nacer. Venía de  mamar el discurso apático antinacional y antipolítica de los ‘90 y ese día, cuando cantamos el himno, sentí que se despertó algo en mí que había estado dormido por años. El Flaco me devolvió la fe, ¿entendés? ¿Sabés lo que es volver a creer?

-Sí, negrita, pero no solo de fe vive el hombre. Es también necesario un modelo de desarrollo y justicia social. Y eso quedó a mitad de camino.

-Sí, por supuesto. Pero acordate que yo vivo en el tercer cordón: el desarrollo lo vi con mis propios ojos, no me lo contó nadie. Las casas revestidas con ladrillos, los pibes con zapatillas nuevas, reducción considerable del número de pibes en el comedor de la escuela, el bondi lleno de laburantes todas las mañanas. Y puedo seguir.

-Yo entiendo que te hayas ilusionado, pero como habrás visto, si no es a fondo y definitivo, no alcanza.

-Ya sé, esa gran revolución incumplida y traicionada pero viva en el corazón de los argentinos.

Él, en cambio, me confesó que después del acto, se encerró en la casa y se puso a llorar. Pensó: “Chau, este tipo está loco, mañana van a sacar los tanques y nos van a matar a todos. Ya saben dónde estamos”. El águila del terror volviendo sobre la herida abierta de la dictadura.

 

VI) Yo adivino el parpadeo

Gerardo viaja todos los años en marzo para movilizarse con las organizaciones de familiares de desaparecidos. En 2012, me propuso que nos juntáramos a charlar en vivo. A partir de ahí, antes de la pandemia, claro está, nos juntamos religiosamente todos los años, algún día de marzo.

Desde el principio le otorgué mucha importancia a ese encuentro anual, tanto que se convirtió en un rito personal ineludible: las últimas veces hasta moví ensayos y cancelé citas para poder juntarme con él. Los encuentros nunca duraban menos de seis horas, el tiempo se nos pasaba volando mientras charlábamos de todo un poco. Gerardo juega a desafiar mi optimismo supino con datos y opiniones, pero yo siempre me eludo, aún con argumentos flojos de papeles e inclusive caprichosos.

En nuestro último encuentro, me comentó que le costaba cada vez más irse de Argentina. Había algo en él que siempre pedía volver. Cuando lo saludé y me despedí, ya era de noche. Me di cuenta de que cada vez me costaba más desprenderme de él en esos encuentros: adivino que sentía como si la vida me otorgara una tregua y me devolviera la posibilidad de charlar con mi viejo de nuevo por un rato.

-Cuanto más vieja, más me cuesta despedirme.

-Partir, c’est mourir un peu…

-¿Y en criollo sería?

-Partir, es morir un poco.

 

VI) Por el lado más fino

Luego de dos largos años de espera, con alguna que otra videollamada mediante, la semana pasada, acordamos una fecha de encuentro en Capital.

Yo estaba dispuesta a despuntar el vicio familiar, subir la bicicleta al furgón del tren Sarmiento y recorrer media ciudad pedaleando, pero el clima me jugó una mala pasada. Ese día amaneció diluviando. Decidí cortar por lo sano y pedirle que me lleve a Raúl, un vecino que tiene como changa hacerles de remis a los conocidos.

Raúl es un cuadro vivo de la historia argentina: es un excombatiente que sigue en guerra aún contra sus impulsos suicidas. En los ‘90, fue vendedor ambulante del tren cuando no les había salido todavía la pensión estatal. Trabaja de auxiliar en la escuela de Moreno que explotó por una pérdida de gas. Tiene una cicatriz  en el pecho porque en la revuelta de 2001 recibió balas de goma. Le había puesto un negocio de ropa improvisado a su esposa en el garage de la casa, pero en la pandemia se fundieron. Cuando pasó a buscarme, lo noté enseguida de capa caída.

-¿Qué pasa, Raúl? ¿Todo bien?

-Más o menos. Ando amargado. Mi familia está allá en Corrientes. Perdieron todo con el fuego. Están desesperados.

-Terrible. Menos mal que toda la gente enseguida se organizó para ayudar. Todavía sigue vivo ese germen solidario en nuestra sociedad-, le digo, a modo de consuelo.

-Sí, ¿pero sabés qué pasa? Esta película yo ya la vi: cuando las papas queman, esté quien esté arriba, siempre los muertos los ponemos nosotros.

Cuando me preguntó cómo andaba, lo noté tan amargado que omití contarle que el día anterior, en la escuela que queda a diez cuadras de la suya, mientras anotaba en el pizarrón “Día de la Verdad, la Justicia y la Memoria”, a mis espaldas una alumna se puso a llorar de hambre.

Cuando llegamos a la estación de Moreno, lo despedí, le aseguré que ya vendrían tiempos mejores, que la fe es lo último que se pierde.

Pero al subir al tren, durante todo el viaje, la procesión de imágenes de la catástrofe posneoliberal no me da tregua: un ejército de trabajadores precarizados que no llega a fin de mes, desigualdad social traducida en violencia institucionalizada, el resurgimiento de la apatía. Como si aquel plan de disciplinamiento hubiera sido financiado en cuotas. Todo lo que no pudimos resolver como pueblo se nos presenta en la puerta de cada crisis y nos da una paliza, de la que nunca nos terminamos de recuperar del todo.

Las deudas de la democracia.

 

VI) Confianzas

Cuando finalmente bajo del tren, pongo la ubicación en el teléfono para encontrarme con Gerardo. Cuando leo el nombre de la calle, siento un escalofrío: el bar queda sobre Lescano. Llego y me encuentro una versión del Franchute pasado por agua y embarbijado, pero con la mirada pícara y la sonrisa intactas.

-Bueno, mi negrita, como te imaginarás, desde que llegué no escucho más que pálidas. El panorama es catastrófico. Contame cómo andás. Pero contame algo lindo, por favor te lo pido.

-Bueno, puedo contarte que estoy muy entusiasmada con el proyecto de Poesía para Todos.

-Algo leí, muy por arriba, en tus redes. Contame, ¿qué es eso?

-Es un proyecto para que los que no pueden pagar el curso de escritura sean becados y “devuelvan” su beca yendo a dar un taller de poesía proletaria en contextos vulnerables.

-¿Y cómo funciona?

-Por ejemplo, a Facundo, del grupo de escritura creativa, el año pasado le pasaron todas: se quedó sin laburo, le entraron a afanar, se agarró tres veces el virus. Pero nunca dejó de participar. Religiosamente, todos los jueves se conectaba para leer y escribir poesía con sus compañeros. Cuando se le puso fulera, entre todos juntamos plata para comprarle un celular nuevo para que pueda seguir participando y fue becado el resto del año. Terminó el año escribiendo unos poemas que si te los leo, se te pone la piel de pollo.

-Te copa mucho la poesía, ¿no?

-Te diría que me conmueve más lo que le pasa a la gente con la poesía, que la poesía en sí. Retomando, a Facundo, albañil y changarín, una organización social de Bahía Blanca le ofreció que fuera a dar un taller a un barrio donde la mayoría son cartoneros. El lunes pasado llegó y se encontró con siete mujeres, una de las cuales no sabe ni leer ni escribir. Todas con muchas ganas de escribir. Y de que les lean en voz alta. Facundo nos contaba que cuando llegó, no tenían ni mesa: estaba él parado ahí, en el medio del patio, con las siete mujeres. Con unos troncos improvisaron unos asientos. “¿Qué hago acá?, me quiero ir corriendo”, pensaba. Pero una vez sentados, se acordó de todos nosotros y se puso a leer el poema Confianzas, de Gelman, con el que iniciamos todos los primeros encuentros, algo así como un himno del proyecto:

se sienta a la mesa y escribe

«con este poema no tomarás el poder» dice

«con estos versos no harás la Revolución» dice

«ni con miles de versos harás la Revolución» dice

 

y más: esos versos no han de servirle para

que peones maestros hacheros vivan mejor

coman mejor o él mismo coma viva mejor

ni para enamorar a una le servirán

 

no ganará plata con ellos

no entrará al cine gratis con ellos

no le darán ropa por ellos

no conseguirá tabaco o vino por ellos

 

ni papagayos ni bufandas ni barcos

ni toros ni paraguas conseguirá por ellos

si por ellos fuera la lluvia lo mojará

no alcanzará perdón o gracia por ellos

 

«con este poema no tomarás el poder» dice

«con estos versos no harás la Revolución» dice

«ni con miles de versos harás la Revolución» dice

se sienta a la mesa y escribe

 

Cuando terminó de leer, una de las mujeres dijo: “Qué hermoso, pero pensar que nosotras ni mesa tenemos”. Y todos largaron la carcajada. Después, charlaron, se presentaron y, para finalizar, Facundo les leyó un bellísimo poema de un compañero que trabaja de vendedor ambulante, para convencerlas de que ellas también, eventualmente, iban a poder escribir los suyos. Que la poesía no era solamente para unos tipos barbudos y con pipa rodeados de libros. Y las mujeres se fueron contentas, charlando entre ellas sobre cómo iban a conseguir una mesa. Cuando Facundo nos terminó de contar todo esto, nos largamos a llorar.

-Qué no van a llorar.

-Mirá, Gerardo, más vale que la gente necesita morfar. No lo negamos. Acá lo que hace falta es laburo. Pleno empleo. No somos ingenuos. Pero te aseguro que el hambre de la palabra también pica. La poesía es la antítesis del silencio. Lo que hacemos es tan urgente como necesario. Tiene sentido. Por eso estoy tan contenta y entusiasmada.

-Se te nota, negrita

-Pero no termina acá: Facundo se quedó muy preocupado por la señora analfabeta, pensando en cómo iba a participar. Entonces enseguida activamos la red de contactos compañeros y pudimos conseguir que un grupo de educadores populares del sindicato de canillitas manden un grupo de alfabetización para que funcione una hora antes del curso de poesía.

-Pero escuchame, te interrumpo con esto: todo muy lindo, pero más vale que cobres. Es tu trabajo. No te pases de hippie.

-De hippie, cero. Somos un grupo de laburantes que escribimos y queremos compartir lo que tanto nos salva con el resto. Nos organizamos colectivamente para vencer al tiempo, ni más, ni menos. El legado del movimiento obrero organizado, papá-, lo chicaneo.

Gerardo larga la carcajada. Cuando miramos la hora, vemos que ya casi es de noche. Pedimos la cuenta. Antes de salir, me doy vuelta y le digo:

-Ojalá te cruce en la marcha.

-Ojalá. Che, negrita…

-¿Qué?

-Tu viejo estaría orgulloso, no lo dudes.

Sonrío. Me señalo el pecho, miro hacia arriba y le digo: “Lo está, Gerardo. Lo está”.

Camino por Lescano. Miro el cielo, ahora limpio y despejado. Subo al tren. Leo los mensajes. Mi hijo me confirma que este año no marcha conmigo porque prefiere ir con el centro de estudiantes, fue elegido delegado de su curso. Raúl comparte en su estado el volante de una peña solidaria que se va a realizar en el centro de excombatientes de Malvinas para juntar donaciones para Corrientes. Facundo me confirma que ya consiguieron la mesa.

Prometeo aún respira.

Se sienta a la mesa, y escribe.


Nina Ferrari nació en Capital Federal en 1983. Desde los dos años, y hasta la actualidad, ha vivido en Moreno, conurbano bonaerense. Autora de varios libros publicados bajo el sello de Editorial Sudestada (poesía y narrativa), es además madre, docente, directora teatral. Es una artista popular militante, que impulsa la democratización del acceso a los bienes culturales y la socialización del arte como derecho humano. Es  columnista y colaboradora de varios medios gráficos.