El historiador y escritor Ernesto Semán, quien acaba de lanzar “Breve historia del antipopulismo”, rescata en este texto el devenir de su existencia y propone hacer un esfuerzo por su visibilización para, así, entender las designaciones que fue montando sobre las clases populares, el objeto de su ira, a base de su poder para nombrar a esos otros. Una tarea que se adivina “incómoda, pero necesaria.

Por Ernesto Semán

Memoria hostil de un tiempo de paz
Sin paz
Divididos

Desapariciones 

Las cosas se pierden en el tiempo, pero en la historia, que es otra cosa, hay dos formas de desaparecer. Una es desaparecer por abajo, desaparecer en voz pasiva, “ser desaparecido” por otros. Es la manera conocida y combatida: las voces excluidas, las experiencias ignoradas de minorías y de mayorías. La historia como disciplina es, entre otras cosas, un esfuerzo perpetuo por corregir esa perversión del pasado. La voz de los sin voz, tarde o temprano, termina por aparecer. Los trabajos sobre mujeres, indígenas, trabajadores, negros, esclavos y minorías sexuales varias, la “historia desde abajo”, produce la aparición periódica de todos esos sujetos negados. Argentina en particular es una nación porosa, donde ni la opresión ni los discursos que la sostienen se mantienen incólumes demasiado tiempo; no hay una historia oficial a la que no se le enfrente un revisionismo robusto.

Pero hay otra forma de desaparecer en la historia, cuya fuerza es mucho mayor: irse por arriba, preservarse para, en ese acto de prestidigitación, mantener intacto el poder de nombrar a otros. El pasado sólo existe en la forma en la que se lo evoca, en la manera en la que se nombra a sus protagonistas, en el juicio que se hace sobre ellos, los que no tienen en su poder la historia que están produciendo. Los que nombran, gobiernan. Hay una línea tenue e indestructible que une a esas dos invisibilidades. Quienes a lo largo de 200 años de historia nombran al gaucho, al compadrito, al cabecita negra y al “choriplanero”, no están hablando de un mismo sujeto que sobrevive intacto a lo largo de la historia, pero al nombrarlos están hablando de su objeto de preocupación: la forma en la que las masas se integran a la política y el desafío que implica esa integración en el orden social existente. 

El antipopulismo, jamás formalizado hasta ahora más que como una reacción a un fenómeno político que es su objeto de preocupación e ira, es probablemente la identidad política que con más énfasis ha tomado en sus manos la tarea de designar al problema de lo popular: la Argentina es un país mancado por la imperfección con la que los sectores populares se integraron a la política desde comienzos del siglo XX. Esa imperfección, nombrada hasta el hartazgo y representada sobre todo por la irrupción del peronismo en 1945, es la de la adhesión emocional, colectiva e inmediata (en el sentido de la falta de espera y en el sentido de la falta de mediaciones) a beneficios materiales y a los líderes o programas que ofrecen esos favores insustentables en el largo plazo. Y, en parte por eso, contrarios a la construcción de un interés general.

En el 2000, Emilio de Ipola arrancaba una conferencia ironizando con que había querido nombrar a su ponencia “Ideas y peronismo” pero que sus colegas consideraban que la presencia de los dos términos en un mismo título era un oxímoron, por lo que se había resignado a llamarla “El hecho peronista”. Como todo en De Ipola, la broma también encerraba una reflexión sobre el corset que el lenguaje de las ciencias sociales había impuesto sobre la comprensión del peronismo. Y, mirando su obra, también era una meditación acerca de las materialidades sobre las que operaba ese discurso, esos nombres.

Nombrar 

Una historia del antipopulismo, entonces, es en primer término una búsqueda de los materiales, las trayectorias y las voces que durante más de cien años tuvieron el atributo de designar. Por antipopulismo, podemos entender a un fenómeno histórico, ubicando en un mismo conjunto una variedad de hechos y personajes aparentemente desconectados entre sí, pero a los que su reposición en un archivo les restituye una unidad. Es, de nuevo, un objeto de la historia, no una estructura ni una categoría, sino algo que sucedió y podemos leer e interpretar. Un archivo; no tanto una reconstrucción perfecta de un pasado inaccesible, sino el recorrido hacia atrás montado sobre una serie de preguntas: ¿quiénes, qué decían, cómo fue cambiando esa caracterización de la relación entre pueblo y política? Un archivo antipopulista, entonces, es un esfuerzo por la visibilización, un paso en el camino hacia la exhibición de los que no se muestran, se anoniman, se desproveen de un nombre que los señale, para poder nombrar y señalar. Y, sobre todo, para montar, frente a ese rechazo al populismo imaginado, una visión coherente de nación, emancipada de su objeto de odio. 

Lo primero que debería hacer un archivo antipopulista es suspender por un instante la banalidad de la pregunta sobre qué es el populismo. ¿No fue Hannah Arendt quien se negó a usar el guión entre el prefijo “anti” y el presunto sujeto, “semitismo”, tal como indicaría la regla en inglés? Seguro que también fue Emil Fackenheim, quien lo escribía todo junto para “desterrar la noción de que hay una entidad llamada ‘semitismo’ a la cual se le opone el ‘anti-semitismo’”. Es decir, nombrarlo en sus propios términos, como un sujeto en sí mismo. En ese sentido, huir de la obligación de dar una definición de populismo, huir de los debates sobre la vaguedad del concepto y la pluralidad de experiencias históricas que se catalogan bajo ese nombre no es un olvido, sino un deber. Siempre, una vez más, lo importante es la pregunta: ¿queremos saber si existe algo llamado “populismo” o “cabecita negra”, o queremos averiguar cómo fue que se produjo esa definición y qué consecuencias produjo su normalización?

El archivo

La construcción de un archivo antipopulista es un ejercicio incómodo por varios motivos. La memoria de este archivo, no la memoria, sino la memoria de este archivo, tiene que ser hostil, tiene que raspar el pasado y enojarse con la hagiografía y con el romanticismo. Una de las claves del discurso antipopulista moderno es la tensión cronológica que produce plantear simultáneamente la existencia de un pasado mejor y la promesa de un futuro de grandeza. En medio de los dos, desaparece el presente. El tono decadentista del antipopulismo, en verdad, impregna a todo el arco político de un país que hace medio siglo parece no encontrar el rumbo. 

Para muchos, hay un pasado mejor, un tiempo en el que las elites de derecha al menos eran leídas y en el que los candidatos no hablaban de garchar, sino de sus propuestas, y en el que los partidos trataban de moderar a los sectores más radicalizados de sus bases electorales. Lo cierto es que ese pasado mejor en el que se recuesta la mirada decadentista es un pasado verdaderamente sanguinario y su idealización sólo es posible si nos desentendemos de la fenomenal violencia con la que se enfrentaron, durante más de 100 años, los intentos más bien moderados por mejorar la participación de los asalariados en la distribución de la renta, primero, y por contener, luego, a aquellos que quedaban afuera de un mercado laboral que, desde 1990 en adelante, se había achicado de forma irreversible. Los primeros, cabecitas negras, deformados por una integración a la vida política a través de los sindicatos y de una concepción de derechos que ponía por arriba su condición colectiva de trabajador antes que su presunta naturaleza intrínseca de individuo. Los segundos, los choriplaneros, arruinados por expresar en su existencia misma el fracaso de un país sin conflicto social, articulando su relación con el Estado y con la esfera pública en la dinámica misma del trueque. “Los hombres materiales”, como denominaba Sarmiento a los seguidores de los caudillos federales; beneficios por apoyo político; o como graficaba Javier Auyero, “favores por votos”. La paz sin paz.

Construir un archivo es construir una idea y, al mismo tiempo, una idea de la historia. Como caminar para atrás en el río, pisando en las piedritas que sobreviven en la corriente sin saber si se van a correr, si son tan estables, si el camino no es sólo tentativo. Por un lado, es un camino contra el hoy, es una pregunta, por ejemplo, por los devenires de una izquierda antipopulista que, sobre todo desde 1945, sufrió la fuga de su base obrera hacia el peronismo e hizo de los intentos por explicar ese derrame un espacio de pensamiento rico alrededor de “la cuestión nacional”. A aquella mirada crítica sobre el peronismo le debemos las primeras traducciones de Antonio Gramsci por fuera del italiano, el desarrollo de la nueva izquierda, la reflexión sobre la Revolución Cubana como una forma de lo “nacional popular” más allá de su devenir hacia la Unión Soviética, la idea misma de que revolución y política de masas no eran, en América Latina, una contradicción. El antipopulismo no fue siempre lo que es.

Pero este esfuerzo es, también, exactamente lo contrario. Se trata de analizar cómo y porqué ese pasado tan diverso fue dejando lugar, en el último medio siglo, a una forma singular y recalcitrante de antipopulismo, organizada muchas veces alrededor de la idea misma de la eliminación del germen populista como condición para la vida democrática. Bajo ese paraguas, el discurso antipopulista les dio visibilidad a las vidas comunes, ordinarias, de millones de personas y de vidas anónimas. En el varietal antipopulista existente desde comienzos del siglo XX, pero consolidado como forma dominante desde 1976, la visibilidad estuvo siempre mediada por el desprecio. 

Ese desprecio tiene poco que ver con el carácter jacobino que el antipopulismo le atribuye a su némesis: si algo caracteriza al despliegue político de los movimientos populistas es exactamente lo contrario, la tensión entre lo revoltoso y destituyente desde donde nacen y la perpetua negociación para reinstalar alguna forma de orden sobre esa revuelta. La causa contra el régimen desde la que Hipólito Yrigoyen se abre a una negociación con el régimen; la perpetua -y por momentos sanguinaria- lucha de Juan Domingo Perón por volver a poner en caja a los legados plebeyos que él mismo había envalentonado. No. El desprecio se produce más bien en el rechazo a la construcción de una subjetividad colectiva que interprete esas vidas cotidianas de los sectores populares en términos ni siquiera opuestos, pero al menos alternativos, a los del sometimiento: en el tiempo no industrial de un asado, en los gustos musicales, en los cuerpos, en que lloren la muerte de sus ídolos deportivos, de sus actores, de sus ellos. 

Esa historia, incompleta sin una historia de los que nombran, no puede hacerse con respuestas del presente, sino del pasado y de las sombras que ese pasado proyecta hacia adelante. Pero las preguntas sí se hacen evidentes y urgentes desde el hoy, desde lo que se percibe como la caminata errática de un país sin presente. Y que, en verdad, está más presente que nunca


Ernesto Semán enseña historia en la Universidad de Bergen, Noruega. Es el autor de varios trabajos de ficción e historia. Su último libro “Breve historia del antipopulismo” salió en la Argentina por Siglo XXI editores.