Charly García creó un mapa propio en el que nos mostró un país de alegorías cuyos pilares se sostienen en las fronteras que habitamos. Nos invitó a ver más allá del texto que llamamos Historia. Como si fueran tajos, abrió varios paréntesis, hechos de metáforas, al discurso oficial del terror. Con su potencia poética colaboró con ese desagrado. Pero también nos habló al oído. Nos susurró cuando estábamos mal, cuando estábamos solos. Cuando estuvimos cansados de llorar. Y, como en este relato, siempre nos acordamos de él. De esa influencia. De ese vicio.   

Por Leandro Alba

Tengo 32 años y no hace mucho descubrí el silencio. Fue después de separarme. Más o menos en la época en la que ella se llevó el equipo de música. Un Noblex de madera que le regalé cuando se recibió de locutora y al que todavía estoy pagando. Uno de esos aparatos vintage que imitan, aunque con tecnología actual, a las radios de antes. Su valor recordaba la edición limitada. No había visita que no elogiara aquel sonido. Hasta que se llevó el ritmo al sur.

Pude haberme comprado otra. De inmediato. Sacar la billetera y, desde luego, pelar algún plástico. De esos que se pagan con otros plásticos. Una especie de juego de niños donde cada primero del mes el resumen me reitera que nunca voy a ganar. Porque, sencillamente, no es un juego. Y porque, además, hace tiempo dejé de ser un niño.

Esa partida fue la puerta de entrada al mundo del silencio.

El cambio fue significativo para mí, porque yo era ese que antes de salir de su casa ya tenía los auriculares puestos. Ese que caminaba hasta el bondi simulando tocar una guitarra imaginaria. Ese que en el tren sacudía los índices como si fueran platillos castigando una batería.  

Pero eso sí, siempre, escuchando a Charly. Con algunas excepciones, claro. Alguna cumbia, un poco de cachaca, por qué no.

En la época en la que el ritmo se fue al Sur, Silvana me hizo una observación. Y una propuesta. Ella habla así, sugiere e invita. Entonces, me sugirió que era un buen momento para hacer una especie de experimento y me invitó a pensar el silencio no solo como la falta de ruido, si no como la ausencia de determinados estímulos durante un tiempo. Una forma de abrazar el duelo, me dijo. De algún modo, se trataba de hacer más pronunciado ese paréntesis. 

Me gustan los paréntesis porque es la forma de usurpar. De ocuparlos. Y habitarlos por un tiempo. Suspender ciertos estímulos para conectarte, me dijo Silvana. También me dijo que, como los pájaros, está bien volar. Pero es fundamental tocar tierra. Tanto para impulsarse como para recordar que no, no somos pájaros. Porque hay que pagar el alquiler. Y las expensas. Y la luz, el gas. Y las tarjetas con otras tarjetas. En ese juego que no es un juego.

Tarea titánica la que me encomendó, porque siempre escuché música en todo momento. Fue mi forma de escaparme. Sobre todo cuando estaba mal y estaba solo. Cuando estaba cansado de llorar, porque esa era una manera de estimularme. 

Mi influencia.

¿De qué me escapaba? 

De eso hablamos otro día. 

Promesa. 

Y no será sobre el bidet.

Volvamos. Aquella propuesta me confirmó que ese tipo de planteos son los que, efectivamente, hacen que no me duela tanto pagar casi dos mil pesos la sesión. Entonces, decidí trasladar el silencio a otras esferas de mi vida. Suspendí mi vínculo con las volutas de humo y abandoné el tabaco armado, por ejemplo. Reconozco que, a veces, no sé si me da más gusto fumar o liberar mis virtudes artísticas saboreando sedas, colocando tabaco con gusto a mango y buscando formas en aquello que mis pulmones rechazan.  

Una de las cosas que más extrañé en esa época fue la composición de escenas. Algo a lo que estoy bautizando en este momento pero que, seguro, hacen también ustedes. Me encanta componer escenas. Subirme al Sarmiento y encontrarme, cada mañana, con la familiaridad de los rostros extraños. Y reconocernos por un instante. Un instante que es nuestro, que compartimos. Me gusta embriagarme de música con los auriculares mientras invento historias para cada uno de los viajeros. Es genial, de hecho, ahora mismo lo estoy haciendo mientras miro por la ventana mi paisaje conurbano. El himno para esa gimnasia siempre es, fue y será: “Hablando a tu corazón”, de Charly. Esa canción que nos habla al oído. Y dice: 

Oh, dame tu amor a mí

Le estoy hablando, hablando, hablando a tu corazón

Cuando estás muy sola, sola en la calle

Con tanta gente hablando, hablando a tu alrededor

Necesitas a alguien que te acompañe

Le estoy hablando, hablando, hablando a tu corazón

Oh, no puedes ser feliz

Con tanta gente hablando, hablando a tu alrededor

Oh, dame tu amor a mí

Le estoy hablando, hablando, hablando a tu corazón

No importan el lenguaje ni las palabras

Ni las fronteras que separan nuestro amor

Quiero que me escuches y que te abras

Le estoy hablando, hablando, hablando a tu corazón

Creo que eso fue lo que más extrañé. Los monólogos de ese amigo. Sin aquella voz, todo era, para decirlo de alguna forma, gris. Triste. Y, por sobre todo, real (que es lo mismo).

Con Charly di el salto del walkman al discman y del Mp3 al celular. En cada una de esas escapadas, era Charly el que me hablaba. Desde pendejo. Cuando mi amigo Alva aprendió a tocar la guitarra, pasábamos horas cantando sus canciones. En mi grupo lo admirábamos. Varoncitos cimentados en la lógica donde el amor es exigir, en más de una ocasión necesitamos alguien que nos emparche un poco, que nos limpie la cabeza, que cocine guisos de madre, postres de abuela y torres de caramelo. Hasta que algunos cachetazos que en lugar de dedos tenían palabras nos alertaron del amor romántico. Y entendimos que había algo adentro nuestro que había que cambiar. Una especie de transformador que se consume lo mejor que tenés, que te tira atrás, te pide más y más. Y llega un punto en que no querés. Una forma de vinculares. Sí, eso. Una forma que se abrazaba a cualquier dependencia. La que sea. Y, después, dijimos basta. Porque lo que eso hizo de nosotros no tiene perdón. Y supimos que éramos mucho más fuertes sin eso que entendíamos como amor. 

Pese a todo esto que les estoy contando, debo reconocer que nunca fui bueno escuchando. Dirán que es una práctica pasiva que ofrece pocas resistencias y que hay que hacer mérito para hacerlo mal. Definitivamente, eso es porque ustedes no padecen problemas de atención. De hecho, suelo perderme la parte más importante de las conversaciones o, a veces, me voy por las ramas cuando escribo. Me alivia la idea de pensar esto como una “forma”. Un “estilo”. 

Por ejemplo, tiempo atrás se me había adherido a la voz “Bajan” de Spinetta. La cantaba a cada momento. Alguien me escuchó y me dijo “estás cantando mal esa canción”. No puede ser, pensé. En realidad lo primero que pensé fue: qué carajos te importa. El error que me marcaban estaba justo al inicio de la canción. En lugar de repetir la letra original del Flaco:

“Tengo tiempo para saber

si lo que sueño concluye en algo…”

Yo cantaba:

“NO tengo tiempo para saber

si lo que sueño concluye en algo…”

A ver, si vamos a la métrica y al ritmo, la letra mía calzaba. Pero estaba mal. Darme cuenta de eso fue una especie de alivio. Silvana me ayudó con sus observaciones y sugerencias, claro. En cierta medida, dejé de correr carreras que no eran mías. Tremenda lectura por dos lucas, fuá. Porque, como dijo el Flaco: “(Sí) Tengo tiempo para saber si lo que sueño concluye en algo…”. 

Tengo tiempo. 

Y ya no me apuro. 

Porque es entonces cuando las horas 

bajan.

Pero con Charly fue distinto. Siempre sentí que Charly me susurraba las canciones. Y cuando te susurran, cuando te hablan al oído, no hay forma de confundirse. Eso me pasa cada vez que escucho mi tema favorito: “Los dinosaurios”. Me encanta cada parte. El inicio, ese solo de piano habla por sí mismo. Siento que nos está presentando el lugar en el que se va a mover el narrador de esa canción: genera clima. Entonces, cuando ya entramos en ese mundo melancólico y dramático, la primera trompada: “Los amigos del barrio pueden desaparecer”. Charly tiende un puente en ese cachetazo. Los amigos del barrio, tus amigos del barrio, pueden desaparecer. Imagínense por un rato el potrero desierto. Otra vez. La universidad, vacía. Otra vez. Las urnas huecas. Otra vez. Charly tampoco se salva de ese mundo, porque “los cantores de radio” también pueden desaparecer. Es esa posibilidad de lo real la que estremece, el juego con la historia. Lo que pasó, lo que puede volver a ocurrir. Y, después, es todavía más hondo: “La persona que amas puede desaparecer”. Luego, el cambio de ritmo y la voz del narrador que habla en primera, que nos mira, pero también le habla a alguien que es de su más entera confianza (porque Charly susurra): “No estoy tranquilo, mi amor. Hoy es sábado a la noche, un amigo está en cana. Oh mi amor, desaparece el mundo”. Y lo que viene más adelante es un envión, un impulso violento que nos saca de esa ensoñación terrorífica y nos arranca de ese lugar. Porque el narrador deja la posibilidad y nos comunica una certeza. Abandona la melodía dramática y nos rockea un norte: “Pero los dinosaurios van a desaparecer”. Lo afirma. Y lo repite. Otra vez. La metáfora hace que no sea una canción de revancha. De algún modo, la filosofía está permeada por la lucha de la familia que nos parió: Abuelas, Madres e HIJOS. Al contrario, es el conflicto de la posibilidad contra la certeza. Además, después de todo, es una afirmación científica. Un recordatorio: los dinosaurios ya no existen. La metáfora vale por sí misma. Esa construcción bellísima es la voz de la convicción. 

Es un canto a la lucha. 

Un himno. 

Otro.

Mi celibato musical terminó hace nada. Era un día tan gris como los anteriores, hasta que llegué a la estación con los auriculares puestos. Seguramente, para ese momento, las nubes se habían ido. Casi enciendo un cigarro, pero la llama me percató del automatismo. Tiré el paquete. Me senté. Y puse play. Reproducción aleatoria. Charly, en una respuesta a una pregunta que nunca hice, me confirmó: “Yo soy un vicio más”. 

Así que lector, lectora, si me ven atravesando una de las columnas vertebrales del conurbano en el Sarmiento o en algún colectivo, no me saluden de inmediato. Van a reconocerme sin grandes inconvenientes. Yo soy, otra vez, ese que antes de salir de su casa ya tiene los auriculares puestos. Ese que camina hasta el bondi simulando tocar una guitarra imaginaria. Ese que en el tren sacude los índices como si fueran platillos castigando una batería. Hagamos contacto visual, sacudamos las cabezas hacia abajo, achiquemos los ojos por la risa que se esconde detrás del barbijo. Y banquen. Un rato. Solo un rato les pido. Déjenme esos minutos de libertad hasta que concluya la canción. Hasta que se apaguen las notas y algo adentro mío se apague con ella. Seguramente, me estoy escapando de algún lugar. Estoy tratando de conectarme con el mundo. Pero a mi manera. Porque todos tenemos nuestras formas. Nuestro modo de abrir un paréntesis en el mundo. Yo, por ejemplo, si voy en tren, voy (pero) en (modo) avión.