El hombre del subsuelo es una magnífica adaptación cinematográfica de una de las novelas más famosas de Dostoyevski, que traslada el padecimiento de un empleado público ruso sin horizontes en la época de los zares a un argentino venido a menos durante la Década Infame. La película, estrenada en 1981, muestra las grietas de una dictadura que se resistía a aceptar su fracaso.  

Por Germán Ferrari*

 

Un hombre desbordado viaja en el tiempo. Parte de la Rusia zarista, en 1864, más precisamente de la ciudad de San Petersburgo, y llega a la Argentina de la Década Infame, en 1933, para instalarse en Adrogué, por entonces una villa de descanso para la burguesía.

La escritora Beatriz Guido y el cineasta Nicolás Sarquis adaptaron la genialidad que Fiódor Dostoyevski plasmó en Memorias del subsuelo y la llevaron al cine como El hombre del subsuelo, en una época sombría que se parecía bastante a aquella Rusia y aquella Argentina: la última dictadura cívico-militar.

El atormentado personaje de Dostoyevski es un exempleado estatal de 40 años, soltero, que vive de una herencia en una casa ubicada en los “confines de la ciudad”, “fea” “destartalada”, a la que considera un “rincón”, un “agujero”.

San Petersburgo, “la más abstracta, la más ‘premeditada’ de las ciudades existentes en la tierra”, según sus palabras, tiene un clima que le perjudica, pero no se va.

“Tengo cuarenta años de subsuelo”, se lamenta y se define: “El hombre del subsuelo es capaz de permanecer silencioso en su cobijo durante cuarenta años; pero si sale del subsuelo, empieza a hablar, y ya no hay modo de detenerlo”.

Al mirar hacia atrás, queda suspendido en sus 24 años: “Mi vida era ya lo que es hoy: una vida sombría, desordenada y ferozmente solitaria. No tenía relaciones, no cruzaba la palabra con nadie y sólo pensaba en ocultarme en mi rincón. Durante mis horas de oficina, en la cancillería, procuraba no dirigir la mirada a ningún compañero, pero advertía perfectamente que éstos me consideraban como un tipo raro, e incluso -tenía también esta impresión- me miraban con cierta repugnancia”.

Era despiadado con él mismo, se veía como “un cobarde”, “un esclavo”, un hombre sin amor, que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo en su casa. “Así procuraba apagar bajo impresiones externas lo que hervía constantemente en mí”, teorizaba. Estaba obsesionado con encontrar “lo bello y lo sublime”.

El “hombre del subsuelo” de Adrogué también es soltero y se acerca a los 50 años. Tiene nombre, apellido y apodo: Diego Carmona, el Topo. La mansión en la que vive la heredó de su abuela Rosario. Parece un museo. Está repleta de objetos cubiertos de tierra: un violín, un misal, animales embalsamados, ropa de mujer, una muñeca, un reloj de péndulo…

En su testamento, la abuela había incluido una cláusula en la que obligaba a Diego a vivir con el viejo mayordomo español de la familia, Severo Piedrabuena, y le impedía vender o alquilar la casa.

Diego mata el tiempo recortando rostros humanos de diarios y revistas para pegarlos en las paredes. Había trabajado como empleado en la Biblioteca del Congreso; ahora sobrevivía con una renta vitalicia pagada por una fundación que llevaba el nombre de su abuelo.

Diego y Severo se detestan. Diego le mezquina la mensualidad que debe pagarle –le dice que necesita el dinero para arreglar el sótano– y Severo se desquita haciendo algunos negocios turbios, entre otros, alquilar varias de las habitaciones de la residencia para filmar películas pornográficas. (Nota al pie 1: en Memorias del subsuelo, el criado se llama Apolonio y es considerado por el protagonista como “mi verdugo”).

 

Los lobos tan temidos

La película se estrenó el 3 de septiembre de 1981. La dictadura militar empezaba a relajarse ante ciertas producciones artísticas y esas grietas abiertas en el sistema fueron aprovechadas por los hombres y mujeres de la cultura, que habían sufrido las prohibiciones impuestas por el régimen. En aquel año, por ejemplo, se conocieron otros films valiosos, como Tiempo de revancha, Momentos, Sentimental y Los viernes de la eternidad, y se gestó el movimiento de Teatro Abierto.

El papel de Diego fue interpretado por Alberto de Mendoza, que ese año triunfaba en la telenovela El Rafa y en 1980 se había consagrado en la película El infierno tan temido, junto con Graciela Borges.

En El hombre del subsuelo, De Mendoza nos noquea con ese personaje alterado, arltiano. Maltrata a todos y todas, con y sin razón. Desparrama desamor por donde pasa. Desde Severo, interpretado por el actor Miguel Ligero, hasta la pobre Luisa, una joven actriz-prostituta a la que conoce en aquellas filmaciones clandestinas, son sus víctimas. Para el papel femenino, Sarquis eligió a la brasileña Regina Duarte, famosa en ese entonces por ser una estrella de las novelas de la TV Globo. (Nota al pie 2: cuatro décadas más tarde, sus convicciones ideológicas la llevaron a tener un paso fugaz por la Secretaría Especial de Cultura, nombrada por el presidente Jair Bolsonaro. “Nos pusimos de novios con el Gobierno”, dijo Duarte antes de asumir).

Nunca vemos el exterior de la mansión de Adrogué; solo conocemos una parte de la terraza. Una noche de Carnaval Diego y Severo deciden cenar allí como homenaje a doña Rosario, en el día de su cumpleaños. Ambos sienten algo más que una devoción hacia esa mujer. Mientras el barrio se divierte en el corso, ellos escuchan la música que ofrece el fonógrafo que instalaron junto a la mesa y recitan el comienzo del poema de Manuel Machado “Los días sin sol”:

El lobo blanco del invierno,

el lobo blanco viene,

con los feroces ojos inyectados

en sangre helada, fijos y crueles.

¡Maldito lobo invierno, que te llevas

los viejos y los débiles!

¡Reunámonos, que todos

tengan una familia,

un libro y fuego alegre!

 

Los recuerdos sobre Rosario los convierten en seres frágiles, indefensos. Diego juguetea con una careta de un bebé y baila en solitario; Severo no puede contener su añoranza por los tiempos pasados. “Me acuerdo cuando cumplió los 50. Hasta Alvear vino a saludarla. Estuvo por acá, por la terraza, caminando con ella”, evoca. Y el tema del inexistente arreglo del sótano reaparece: “Se está haciendo todo como usted mandó”.

***

En la adaptación cinematográfica, hay una escena crucial que mantiene el espíritu de la invención de Dostoyevski: el hombre de Adrogué asiste a una fiesta de despedida de unos de sus antiguos amigos de la juventud. Él los deprecia y ellos lo desprecian. Todos son exitosos hombres de negocios, burgueses con profesiones liberales (menos Diego, obviamente), que eligen el Club Francés para una cena a la que Diego se invitó de caradura. No tiene plata para pagarla ni ropa adecuada para ponerse. Les miente que es un empresario teatral que se dedica a organizar giras por el interior.

El hombre de Adrogué, al igual que el hombre de San Petersburgo, recibe las burlas de ese grupo de desagradables, que suben la apuesta y no paran de humillarlo.

–Me repugnan los hipócritas babosos degenerados que se babean sobre la corbata de seda del Imperio británico– les lanza Diego, ya borracho.

–¡Carajo! ¡Chusma insolente de mierda!­– le grita uno de sus “amigos”.

–¡Resentido!– lo insulta otro.

–¡Estos tipos son producto de la inmigración!– exclama un tercero.

Diego se queda sin “amigos”, sin Luisa. Es un espectro miserable. Solo conserva su mansión de Adrogué, la compañía inevitable de Severo y los recuerdos de su abuela Rosario.

 


Germán Ferrari es profesor de Periodismo Gráfico y Taller de Periodismo Gráfico en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ). Edita el Suplemento Universidad del diario Página/12. Sus últimos libros son Osvaldo Bayer. El rebelde esperanzado (2018),  Pablo Rojas Paz va a la cancha. Las crónicas futbolísticas de «El Negro de la Tribuna» (2020) y Raúl González Tuñón periodista (en prensa).