Darío y Maxi, un caso testigo para el Estado frente a la protesta social

Se cumplen 20 años de la masacre de Puente Pueyrredón, una bisagra política que marcó un “Nunca Más” de la sociedad frente a la violencia policial.

Por Luciana Bertoia*
Foto: ANRED

 

El fantasma del caos sobrevolaba al gobierno de Eduardo Duhalde en junio de 2002. La entonces Secretaría de Inteligencia (SI) –el nuevo nombre que había recibido meses atrás la vieja SIDE– aconsejaba tomar la jornada de protesta piquetera del 26 de junio de ese año como un “caso testigo” para mostrar el músculo que tenía la administración frente al desorden social. Los asesinatos de dos jóvenes militantes del movimiento de desocupados, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, la cacería de otros manifestantes que estaban sobre el Puente Pueyrredón, el ingreso a un local partidario de Avellaneda sin ningún tipo de orden judicial fueron lo que marcaron un día que debía ser una bisagra para un Poder Ejecutivo que era hijo de la represión de diciembre de 2001. El gobierno buscó instalar que los piqueteros se habían matado entre ellos, pero en cuestión de horas comenzaron a aparecer las fotos que mostraban cómo había sido la secuencia en la que la policía había salido a matar. La versión oficial mutó hacia la existencia de una “atroz cacería” por parte de quienes debían cuidar a la sociedad, descargando la responsabilidad en los uniformados que ese día estuvieron en la zona de Avellaneda. Con un sentido contrario al que buscaba la administración Duhalde, el 26 de junio se convirtió en un “caso testigo” para la política argentina sobre lo que no debía hacerse frente a la protesta social.

Tres años después de la represión en Avellaneda, se inició un juicio por esos hechos en los tribunales de Lomas de Zamora. El entonces presidente Néstor Kirchner levantó el secreto que pesaba sobre la documentación que había producido la SI sobre esa jornada de lucha. Parte de la documentación que viajó hasta el tribunal mostraba que los espías se habían centrado en la Asamblea Nacional Piquetera que se había llevado a cabo entre el 22 y 23 de junio de ese año en el Estadio Gatica de Villa Domínico. Allí se había consensuado cortar el puente que une la provincia con la Ciudad de Buenos Aires y avanzar en un par de semanas.

Los movimientos sociales denunciaron que esa Asamblea fue infiltrada. El entonces jefe de la SI Carlos Soria dijo que el informe encontrado se había hecho en base a recortes periodísticos e informes radiales –una explicación habitual para decir que los espías se informan a través de fuentes públicas–. Sin embargo, lo que Soria ratificó al momento de declarar en el juicio fue que entendían que el 26 de junio no sería un día más. “Era un caso testigo porque, por primera vez, todas las organizaciones se ponían de acuerdo en un hecho puntual. Había que garantizar que algún ingreso a la Capital Federal quedara abierto, había que empezar a poner orden. La democracia funciona con orden”, había manifestado Soria en los tribunales de Lomas.

La intervención de la SIDE es materia de otra causa –la que se instruye con paso cansino en los tribunales de Comodoro Py por las responsabilidades políticas–. Se supo que desde la base de la calle Billinghurst se comunicaron con el comisario Alfredo Fanchiotti mientras la represión estaba en marcha, pero no se pudo avanzar más allá de la explicación de rutina que indicó que un conocido telefoneó al policía cuando lo vio por televisión. “Está probado que la información producida a partir de las infiltraciones a asambleas previas a la Masacre de Avellaneda resultó decisiva para la estrategia represiva inter-jurisdiccional del 26 de junio de 2002”, sostuvo el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) en noviembre pasado al pedirle a la entonces interventora de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), Cristina Caamaño, que desclasificara información relativa a la represión de diciembre de 2001 y a la de junio de 2002. La respuesta de la AFI nunca llegó, aunque en ese momento se inició una búsqueda.

 

El Estado frente a la protesta

Una semana después de los asesinatos en Avellaneda, Duhalde adelantó las elecciones que estaban previstas para diciembre de 2003 para mayo de ese año. Días antes, el entonces presidente había tenido que hablar de una feroz cacería por parte de la policía.

Al cumplirse el primer aniversario de la rebelión de diciembre de 2001, la Gendarmería anunció que sus agentes tenían prohibido ir a las manifestaciones con armas de fuego. El Ministerio de Seguridad después informó que los agentes deberían ir a las movilizaciones con uniforme reglamentario y con la debida identificación –es decir, cualquiera debería saber que estaba frente a un agente policial y quién era–. No se podrían usar autos que no tuvieran identificación y habría un registro del armamento y de la munición prevista para cada agente. En 2003, sumaron también consideraciones sobre la protección de la tarea periodística. La decisión de registrar los operativos era parte del paquete de medidas, que finalmente se condensó en reglas de actuación en 2011 con la llegada de Nilda Garré al Ministerio de Seguridad.

El kirchnerismo tuvo su bautismo de fuego con la intervención de la Policía Federal (PFA) en la represión con los incidentes afuera de la Legislatura porteña en julio de 2004. Entonces, Kirchner prohibió el uso de armas. Cuando el entonces jefe de la PFA, Eduardo Prados, leyó la orden, renunció. Días antes, mientras viajaba a China, Kirchner había dicho: “No voy a reprimir con esta policía del gatillo fácil”, según consignó el diario Clarín. Exactamente un año después, Cristina Fernández de Kirchner lanzaba su candidatura a senadora nacional por la provincia de Buenos Aires atribuyéndole a la represión en Avellaneda el fin del gobierno de Duhalde. “El anterior gobierno tuvo que adelantar las elecciones por el asesinato de dos piqueteros en el Puente Pueyrredón. Algunos parece que se olvidan, pero ese es el país que teníamos. Descreimiento absoluto de la sociedad de sus instituciones, no creían en nada ni en nadie. Difícilmente cualquier país pueda sobrevivir a tamaña situación, a tamaña enfermedad”, dijo.

Para Claudio Pandolfi, abogado querellante en la causa de la Masacre de Avellaneda, la decisión de no reprimir la protesta social del gobierno kirchnerista fue parte de la construcción de su propia legitimidad. Era un presidente que había llegado al gobierno con un 21,65 por ciento de los votos frente a una sociedad movilizada y con la política jugándose en las calles, con demandas de pan y trabajo, pero también de verdad y justicia. “Después del 26 de junio, hay una movilización muy grande para noviembre en la que la clase media nos esperaba por la avenida Montes de Oca. El kirchnerismo leyó bien el contexto social y que la sociedad no se bancaba otro muerto. Se abrió un espacio de diálogo, de negociación, y se armó un discurso no represivo. El gobierno hablaba de no criminalizar, las organizaciones sociales hacían campaña por el desprocesamiento de los compañeros y el Poder Judicial entendió el mensaje”, evalúa.

Según un relevamiento del CELS, entre 2003 y 2009 no hubo muertos por las balas de las fuerzas federales. En 2007, la policía de Neuquén mató al maestro Carlos Fuentealba en una protesta al dispararle con una granada. El 20 de octubre de 2010, no fue una bala policial la que mató al militante del Partido Obrero (PO) Mariano Ferreyra pero sí fue una zona liberada por la policía la que le permitió actuar a una patota de la Unión Ferroviaria de José Pedraza, que murió condenado por el asesinato de Ferreyra.


*Luciana Bertoia estudió periodismo en TEA y Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Tiene una maestría en Derechos Humanos y Democratización en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Trabajó en redacciones como el Buenos Aires Herald y El Cohete a la Luna, donde se ha dedicado a los temas judiciales y derechos humanos, especialmente, a aquellos vinculados a la memoria. Actualmente, trabaja en Página/12, es columnista en Desiguales por la TV Pública, y es docente en la Universidad Nacional de Lanús (UNLa).