El atentado contra Cristina dejó al descubierto un operativo organizado, sistemático y de alcances aún difusos pero de amplios márgenes de violencia e intolerancia. Los antecedentes, la inacción de un sector del oficialismo, y el dispositivo virtual que favorece a un sector de la oposición reaccionaria.

Por Pablo Lapuente*

 

Menos de 24 horas duró la conmoción, el repudio, y las denuncias de gravedad institucional de buena parte de la oposición, respecto al atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández. Le gatillaron al menos dos veces en la cabeza y la bala – por milagro, azar o impericia – afortunadamente no salió. A eso se le sumaron en los escasos días posteriores numerosas pruebas que dan cuenta de una planificación y operativo sin precedentes en democracia que tiene como cara visible y principal acusado a Fernando Sabag Montiel. Ante esto, la respuesta de los principales líderes de Juntos por el Cambio fue un escueto gesto de solidaridad que va de la mano de una capacidad asombrosa, en términos políticos y de comunicación, de torcer la atención social y mediática en su favor o, al menos, en detrimento de la víctima. Todo eso, por supuesto, gracias a un enorme dispositivo virtual, oligopólico, teledirigido a su alcance, que amalgama no sólo con una buena parte de la población descreída de la política, sino también y más importante con dirigentes oficialistas incapaces de hacerse de la agenda pública con un tema tan relevante como un intento de magnicidio.

La primera pregunta que muchos se hicieron con la vuelta de página que busca la oposición – en esto sí no hay grietas, coinciden macristas, larretistas, radicales y lilitos – es que hubiera sucedido si el ataque hubiera sido contra Mauricio Macri, Horacio Rodríguez Larreta o incluso Gerardo Morales en algún ejercicio del poder público. Cuál hubiera sido la reacción de los demás espacios políticos, sociales, académicos e institucionales del país y otros rincones del planeta. ¿Hubieran alcanzado algunos párrafos escuetos, lavados, desprendidos de la realidad, como los que redactó el Frente de Todos y acompañó a regañadientes la oposición en la Cámara de Diputados de la Nación y ambos recintos de la Legislatura bonaerense? ¿Alguien se hubiera sentido conforme con una defensa de la democracia y la institucionalidad que tanto nos costó conseguir a partir de 280 caracteres en Twitter o incluso menos?

La respuesta a esas preguntas es un buen parámetro para medir los propios márgenes de coherencia de cada uno, e intentar derribar algún tipo de atisbo de oportunismo político, pero también para observar la reacción de la política partidaria y sus funcionarios que son, en definitiva, los representantes de nuestros intereses colectivos y en buena parte los garantes de la democracia a través de las instituciones que integran.

Por otro lado, no en todo, pero quizá en algo, el marco de indiferencia y tergiversación se cultivó por la incapacidad del propio gobierno peronista de instalar el tema como sinónimo de gravedad institucional, con todo lo que eso conlleva, y comunicarlo a la sociedad de manera eficiente, en conjunto con la exposición de quienes rechazaron el repudio. Eso sí, lo intentó, pero otra vez, como tantas otras veces, no funcionó. El propio Fernández el día posterior al atentado reunió en Casa Rosada a figuras políticas, de derechos humanos, organizaciones sociales, sindicales e incluso periodistas sin representación y trayectoria para alcanzar acuerdos multisectoriales contra la violencia y el odio. Sucede que se olvidó de convocar a la oposición, y desde ahí todo giró en torno a acusaciones de uso político kirchnerista.

De todos modos, la oposición ausente por obligación en aquella reunión, y por decisión propia en las siguientes, como la misa por la paz que se realizó en Luján, y que buscaba un tono algo más institucional y menos político, decidió en bloque minimizar los hechos y dar una vuelta de página al tema. Tal vez la postura esté en sintonía con los puntos de encuentro que hay entre los sectores más duros del Juntos por el Cambio y los emergentes espacios autodenominados libertarios que, hay que decirlo, fueron los que en 2021 se presentaron como moda o fenómeno, pero que rápidamente develaron una forma de hacer política a través de la radicalización, la violencia política y simbólica que hoy le da contexto al intento de magnicidio. A dos años de aquellas apariciones masivas, a través de propuestas electorales en democracia, aún no tenemos la dimensión correcta de quiénes los financian, si hay actores extranjeros como en otros tiempos oscuros de la Argentina, o si tiene vínculos locales claros. Tampoco los había en su momento con el Plan Cóndor, salvando las distancias de cualquier tipo.

Algunos de aquellos espacios radicalizados, y los medios de comunicación que orbitan en torno a ellos para amplificar sus discursos o, cuando menos, para minimizarlos, intentaron mostrar a Sabag Montiel como un desequilibrado aislado, o cuando mucho como parte de algún grupo marginal y minoritario.

La intención llevó a algunos a compararlo con aquél acto de campaña en San Nicolás, en 1991, en el que un hombre intentó matar al expresidente y por entonces líder de la Unión Cívica Radical Raúl Alfonsín. La historia recuerda que apretó el gatillo, el percutor accionó sobre la munición, pero sin embargo el tambor no giró, y la vida del dirigente nacional que ayudó a forjar la democracia salvó su vida, también por un rápido accionar de su custodia personal, algo con lo que, lamentablemente, no contó la vicepresidenta.

Por el contrario, con el correr de la investigación en torno al atentado, se descartó por completo aquella operación en torno a un lobo solitario: su novia Brenda Uliarte y su amiga Agustina Díaz fueron detenidas; incluso pesan sospechas sobre la vecina de la vicepresidenta, Ximena Tanos Pintos, la mujer que se hizo famosa por mostrar banderas de argentina desde su balcón en Recoleta y dar discursos de republicanismo edulcorados en algunos canales de televisión; la misma mujer que alojó en su casa a integrantes del espacio extremista Revolución Federal, entre la que se encuentra Gladys Egui, abogada de Leonardo Sosa, que tiene una causa por resistencia a la autoridad por la protesta del 23 de agosto frente a la casa de Cristina. Todos vínculos sociales y políticos sospechosos, como el de Jonathan Morel, otro integrante del mismo espacio violento, que reconoció en una reciente entrevista en Del Plata que recibió pagos para un proyecto por parte de un fideicomiso vinculado al macrista Caputo.

A casi cuatro décadas del 30 de octubre de 1983, habría que analizar qué tanto se deterioró la democracia con un hecho de esta gravedad, y qué rol decidió jugar cada espacio político, no sólo para el presente sino para el futuro, porque, a fin de cuentas, un intento de asesinato de esta magnitud no es sólo contra una persona sino contra un modelo de país, de orden y de paz. Cada uno decide de qué lado estar.


Pablo Lapuente es redactor acreditado en la Legislatura de la provincia Buenos Aires. Licenciado en Periodismo (UNLZ), productor en radio y televisión. Trabajó en medios de comunicación bonaerenses y nacionales.