La historia de esta vecina de Avellaneda y madre de Raimundo y Josefina Villaflor, ambos detenidos y desaparecidos por la última dictadura cívico-militar, encarna el doble rol que muchas mujeres ejercieron durante esa etapa de nuestra historia reciente: fue cuidadora de una beba que le fue arrancada a sus padres por el terrorismo de Estado, mientras buscaba a su familia y atravesaba la ferocidad del genocidio en carne propia. En esta nota, esa nieta reconstruye su historia, una historia en la que se entretejen hilos que nos permiten pensar la memoria desde la identificación con nuestra vida actual.

Por Jésica Rivero*

 

Un patio con árboles y una huerta como excusa para la conversación.
Un frasco de lupines que pasaba de casa en casa, de vecina en vecina.
Un delantal sobre la silla y la pava siempre lista.
Una Singer pronta para las costuras y un piletón de cemento lleno de sábanas que se lavaban por encargo.
¿Qué es una abuela? Una abuela es un recuerdo permanente, es pasado y presente.
 Es una película llena de detalles, olores y extrañezas.

 

Josefina Gómez de Villaflor nació el 2 de septiembre de 1914, al inicio de la Primera Guerra Mundial. Fue abuela, madre y trabajadora. A los 65 años, cuando ya usaba bastón, tuvo que volver a criar a una beba, su nieta Laura, como ya lo había hecho décadas atrás con sus cuatro hijos e hijas.

En la tarde del sábado 4 de agosto de 1979, mientras el país estaba sumido en plena dictadura cívico-militar, una pareja llevó a sus nietas Laura y Elsa Villaflor Garreiro a su casa de Villa Domínico, en el Partido de Avellaneda. Horas antes, una patota de la ESMA había secuestrado a Raimundo Villaflor y a María Elsa Martínez Garreiro, mamá y papá de aquellas niñas, e hijo y nuera de Josefina. El día anterior, el grupo de tareas 3.3.2, también de la ESMA, había hecho lo mismo con otra de sus hijas, Josefina Villaflor, su marido, José Luis Hazan, y su otra nieta, Celeste Hazan, de casi tres años. Todxs eran militantes de las Fuerzas Armadas Peronistas y del Peronismo de Base. Su secuestro y desaparición fue un hito en la vida de Josefina, que la obligó a reinventarse en nuevos roles.

Años atrás, lejos del infierno de la represión y la incertidumbre que marcarían su vida, Josefina se había casado con Aníbal Clemente Villaflor, dirigente obrero de la Federación Obrera Regional Argentina que en 1946 había sido designado por el Gobierno de Juan Domingo Perón como el primer Comisionado Municipal de Avellaneda, cargo equivalente al de un intendente.

Su vida no solo está llena de detalles, no solo fue una abuela, aunque las desigualdades que atravesó no le permitieron ser una más de las que resignificaron el pañuelo con las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Josefina tuvo que atender la urgencia de conseguir un mango para parar la olla y sostener los cuidados de su nieta casi recién nacida, mientras presentaba hábeas corpus y recorría lugares pidiendo que le devolvieran a los suyos. Como podía y sabía, fue un eslabón más de la larga cadena que sostiene al movimiento de Derechos Humanos en Argentina. Reponer su vida al lado de quienes marcaron la historia nacional, es justicia y también construcción de memoria feminista.

Josefina y Aníbal en la casa familiar

Josefina y Aníbal en la casa familiar

 

Mujer, trabajadora, madre, abuela y peronista

“La que siempre se hizo cargo de mí, desde que yo tenía 11 meses, la que siempre me dijo la verdad y me cuidó. Esa es mi abuela”, cuenta a Cordón Laura Villaflor Garreiro, la beba que Josefina cuidó cuando le fue arrancada a su mamá y su papá. “Mi abuela era una abuela con bastón, batón y alpargatas. Pobre, muy pobre, que lavaba ropa para afuera para que podamos morfar”, la describe. Josefina, o “la vieja”, como la nombra con ternura su nieta, dormía con la foto de sus hijxs Raimundo, el Negro, y Josefina, la Negrita. También con las de sus parejas, Elsa Martínez Garreiro, la Petisa, y José Luis Hazan, Pepe.

Josefina crió a Laura. Su hermana, Elsa, se fue a vivir con su abuela materna a Uruguay, y Celeste, hija de Josefina y José, quedó a cargo de su abuela paterna, aunque Gómez de Villaflor tuvo un rol activo en su crianza. También fue la encargada de contarle a Laura cada novedad o sospecha que tenía sobre el destino de sus padres. “Era la que respondía todas mis preguntas. Cuando yo indagaba mucho, se ponía a llorar pero siempre me explicó que a mis papás se los llevaron los militares”, recuerda. Su abuela entraba de lleno en el dolor y le decía: “No sabemos dónde están”. Ante la repregunta de aquella niña inquieta, Josefina respondía que creía que los habían matado y tirado al mar. Antes de esa afirmación, su abuela había tratado de explicarle que quizás les “habían lavado el cerebro” y por eso no volvían. La niña, de pensamiento concreto y búsqueda permanente, imaginaba a su madre y a su padre en un piletón de cemento grande como el de su abuela, con sus cabezas entre agua y jabón. “En el piletón que tenía mi abuela se lavaban las sábanas a pedido de vecinos. Ahí también se encargaba de los bichos que cocinaba y lavaba la ropa. Ahí sucedía de todo”, se ríe al recordar.

 

Vecinas

Cristina Eichenberg tenía casi 30 años cuando conoció a Josefina a través de «Lali». Laura se había hecho amiga de su hijo Pablo y así fue que compartieron cuidados y crianza juntas. Con otras vecinas de la cuadra, solían ayudarse a parar la olla: los ‘80 comenzaron con crisis económica para las familias de sectores populares y estas mujeres conurbanas le hacían frente juntas a esa situación. En diálogo con Cordón, Cristina rememora aquellos años, duros y oscuros. Su historia es un capítulo aparte: también militante, pero de izquierda, huyó en un exilio interno. Así terminó en el sur argentino y luego en el sur del Gran Buenos Aires, donde hizo base durante años en un PH, también sobre la calle Pasteur, donde vivían los Villaflor. De su pasado y de política hablaba casi nada: en un operativo en el que la buscaban a ella, fuerzas militares se llevaron detenida a su madre por error y durante meses la tuvieron secuestrada en el Pozo de Quilmes. El terror la encerró, y pese a que Josefina hablaba sin pelos en la lengua sobre sus hijxs desaparecidxs, los milicos y la dictadura militar, Cristina solo escuchaba. En silencio, sabía que sus historias estaban unidas mucho más que por lxs niñxs.

De Josefina recuerda el amor por su nieta y la preocupación constante por la aparición de sus amadxs. «Yo compraba el diario del Juicio a las Juntas y ella solía venir a preguntarme: ¿Leíste algo sobre mis hijos?», dice. Aquellos días, Cristina cerraba las persianas y no salía en todo el día. Eran días de tristeza y miedo.

Pese a vivir un momento histórico singular, la vida seguía. Había que cocinar, lavar, cuidar. Cristina recuerda una vez que varias vecinas hicieron una rifa para ayudar a Josefina, que andaba mal de plata: «Lo hacíamos cada vez que alguna tenía una necesidad puntual y no tenía nada». También el trueque era moneda corriente: intercambiaban calabazas por frascos de lupines, una preparación que Josefina hacía seguido.

En 1987, Cristina se mudó y no volvió a ver a Josefina y ni a Lali. Las recuerda con amor y dice: «Josefina pensaba que como le habían devuelto a las nietas, no iban a hacerles nada a sus hijxs, ni tampoco a ellxs ¿Cómo nos podíamos imaginar las cosas inhumanas que hicieron los militares?”, se pregunta.

Las primeras denuncias que hay de esta rama de la familia Villaflor son de fines de 1979 y las hizo Josefina con otra de sus hijas, Clotilde. “Mi abuela me contó que uno de los primeros lugares donde fueron a hacer estas denuncias fue la Embajada de Estados Unidos. Era un día de lluvia, yo era bebé y ella fue conmigo a upa”, dice Laura y agrega: “En una familia patriarcal, pese a todo el valor que tiene mi abuelo peronista, ella no figura en el Juicio a las Juntas porque la cara la puso él, pero las declaraciones que la vieja se comió fueron frente al Ejército”.

«Mi abuela nunca me enseñó a cruzar la calle pero siempre me decía: si se acerca un desconocido con uniforme a hablarte, vos corré».

Josefina seguía los pasos de Raquel Hazan, la abuela paterna de su otra nieta, Celeste. Ella le proponía trámites y lugares, y ahí iban. Los primeros hábeas corpus de los que tienen registro las hijas Villaflor son inmediatos a las desapariciones y los realizaron Josefina y Raquel, tramando cuidados de nietas y burocracias legales.

Josefina y Laura

Josefina y Laura

 

Parar la olla y enfrentar el dolor

Pese a toda una vida de dificultades económicas y sociales, la desaparición de sus dos hijxs marcó para siempre a Josefina, pero además la enfrentó a un nuevo reto: volver a criar. Si las asimetrías en las tareas de cuidado siguen impactando hoy en la inserción laboral de las mujeres, ¿cuánto habrán impactado en la invisibilización de los recorridos de las que, como Josefina, tuvieron que cuidar la vida y el hogar mientras reclamaban por la aparición de sus hijxs? Ya sabemos que cuidar es trabajo y tiene un valor económico, pero ¿cuánto de histórico tiene criar y cuidar en la vejez a niñxs hijxs de desaparecidxs?

En la historia de Josefina hay múltiples capas de la historia de nuestro país pero también de la realidad de las mujeres, sobre todo de las que provienen de los sectores populares. Fue una mujer trabajadora que sufrió las desigualdades sociales desde muy chica: «A mí, mis padres me dieron. No sé muy bien porqué, pero me dieron. No me trataban bien, porque en realidad, más que una hija adoptada era una sirvienta. Me hacían hacer de todo y me daban unos poquísimos pesos por mes”, cuenta la propia Josefina en el libro “Los Villaflor de Avellaneda”, del historiador Enrique Arrosagaray. En un capítulo llamado “De madre laburante de pestañas cortadas”, el escritor reconstruye los pocos diálogos que tuvo con ella, en el marco de visitas a don Aníbal. En esos intercambios, Josefina decía: “¿Sabe que esta familia tenía una hija que tendría más o menos mi edad? No sé por qué, pero lo cierto es que me agarraba y me cortaba el pelo a lo varón y además me cortaba las pestañas y las cejas, me dejaba como un mamarracho”.

 

Más allá del mar

La integrante más conocida de la familia, Azucena Villaflor, era prima de lxs hijos de Josefina y sobrina nieta de su marido Aníbal. En la búsqueda de su hijo Néstor, fundó junto a otras mujeres la Asociación Madres de Plaza de Mayo hasta que en diciembre de 1977 también fue secuestrada y detenida en la ESMA, al igual que sus familiares meses antes.

“Mi abuela tuvo sus primeras vacaciones gracias a mi papá, que la llevó a Mar de Ajó. Fuimos con mi mamá y mi hermana. Yo era muy bebé. Ella tenía un recuerdo hermoso de sus vacaciones en el mar, las primeras que había tenido en toda su vida”, rememora Laura y pronto el recuerdo feliz se transforma: “Ella me decía que había soñado que la Negrita, como llamaban a mi tía Josefina, le hablaba y le decía que estaba debajo del mar”.

Décadas más tarde, gracias a los relatos de sobrevivientes en el marco del juicio conocido como megacausa ESMA, se supo que, a excepción de Raimundo Villaflor que fue torturado y asesinado en su tercer día de cautiverio, tanto Josefina Villaflor, como su marido, José Luis Hazan, y su cuñada, Elsa Martínez Garreiro, fueron trasladados en un vuelo de la muerte a mediados de marzo de 1980. El mismo destino que luego tuvo Azucena.

Josefina falleció a sus 86 años, tal y como había pronosticado. «Siempre decía: yo me voy a morir a los 86 años y quiero que me cremen y tiren al mar», cuenta Laura. De no cumplir con ese pedido, «volvería a tirarle de las patas mientras dormía», se ríe al contar la amenaza juguetona de su abuela. El pedido se cumplió. Con plata juntada con su prima Celeste, pagaron el velorio y la cremación. Las cenizas de Josefina se unieron al Río de la Plata, o quizás el viento las acercó hasta el mar.

Josefina y su hijo Raimundo

Josefina y su hijo Raimundo

 

Las Villaflor anónimas

La periodista Malena Haboba fijó la mirada en dos mujeres: Josefina Villaflor y Elsa Martínez Garreiro, hija y nuera de la abuela Josefina. Junto a las hijas de ellas, Elsa, Laura y Celeste, Haboba reconstruyó sus pasos y abrazó su memoria. Con pulso de investigación feminista, entrelazó pasado y presente para traer al primer plano el recorrido militante de estas mujeres sindicalistas y dirigentes del FAP, detenidas y desaparecidas en 1979.

En su investigación llamada «Las Villaflor. Identidad fragmentaria y memoria colectiva», la  periodista demostró que, antes de ser asesinadas, tanto Josefina como Elsa fueron dirigentas de relevancia en sus distintos ámbitos de militancia, pese a que los libros y estudios sobre aquella etapa política no las mencionan de esa forma. «Como muchas otras mujeres de su época, sus trayectorias militantes no han sido reivindicadas», asegura Haboba en diálogo con Cordón.

Su trabajo aborda la construcción de la memoria colectiva desde una crítica feminista. En su primera entrega, la investigación se centra en reconstruir la militancia y desaparición de la Negrita y la Petisa, como las llamaban. En esas memorias también aparece, siempre detrás de escena, Josefina. Ella fue la encargada de llamar a su hijo Raimundo para avisarle que su hermana y su familia habían sido secuestradas y de ese modo alertar sobre su seguridad. Para Haboba, «sublevar la memoria de las mujeres en sus entramados invisibilizadores y clandestinos enriquece el relato histórico, social y político del territorio y de las organizaciones de las que formaron parte».

 

Pasteur 670

El historiador Enrique Arrosagaray llegó a la casa de la calle Pasteur 670, en Villa Domínico,  con un objetivo: conocer y entrevistar a Rolando Villaflor, único testigo vivo del asesinato en la pizzería La Real de Avellaneda, inmortalizado por Rodolfo Walsh en su libro «¿Quién mató a Rosendo?». Le bastaron algunas visitas desafortunadas para aquel primer objetivo, ya que Rolando nunca estaba, para correr su lente hacia don Aníbal Villaflor, primer Comisionado Municipal de Avellaneda nombrado por el propio Perón. Enrique recuerda que serían fines de 1989 o recién estrenados los ’90 cuando conoció a la familia. «Laurita tendría 9 o 10 años y siempre se acercaba a preguntar algo. Enseguida, el viejo (don Aníbal) le decía: ‘andá para allá que estamos hablando de cosas de grandes’, y ahí aparecía doña Josefina para llevarla. Ella siempre estaba como detrás de escena, o como escenografía», dice a Cordón.

Arrosagaray recuerda que en pequeños momentos de charlas a solas que tuvo con Josefina, propiciadas por siestas de Aníbal que se extendían, pudo saber algunas cosas sobre su infancia. «Tuvo una vida muy difícil, una infancia muy dura», cuenta. De esa época, Josefina le contó los malos tratos que le dio la familia que la «crió». Pese a que hacían de ella lo que querían, «no podían evitar que ella los odiara», reflexiona. Para él, el matrimonio fue la vía de escape de Josefina de aquella vida tortuosa y pese a que tampoco fue un lecho de rosas, en el amor y devoción que tenía por sus hijxs, se notaba que le habían dado mucha felicidad: «Josefina era mucho más chica que su marido y se metía poco y nada en los asuntos de la política pero en su cocina sucedía de todo y ese era territorio de ella. Solía aprovechar mientras calentaba la pava para meterse en la charlas que yo tenía con su marido pero cuando él estaba ahí, se lo usurpaba».

Josefina apenas sabía leer y escribir, pero como a tantas otras mujeres, eso no la limitó para criar a sus hijxs y luego a su nieta. La tarea de Josefina fue esencial para sostener el ritmo de una casa altamente politizada y en acción permanente. La casa de Pasteur, además,  fue el domicilio legal de muchos militantes compañeros de lxs hijos Villaflor. «Su labor no fue destacada en la militancia política pero su laburo de ama de casa mantuvo el pulso de ese hogar «, revaloriza Arrosagaray.

Josefina trabajó en fábricas y colaboró en espacios comunitarios a los que iba con sus hijxs a almorzar. Se llamaban «cantinas maternales» y la que estaba ubicada en Rivadavia y Uruguay, en el barrio de Piñeyro, le quedaba de paso a la curtiembre donde trabajaba en el sector del peladero. «Éramos verdaderas esclavas”, dice en el libro. Entraba a las 6 de la mañana y a las 12 iba a buscar a Raimundo y Rolando y los llevaba a la cantina a comer. Ella también lo hacía y, como agradecimiento, se quedaba luego a ayudar a limpiar. Si en la fábrica había entrado mucho cuero, debía volver por la tarde a trabajar. Cuando quedó embarazada de Clotilde, su primera hija mujer, la echaron pensando que había adelgazado por tuberculosis. Las mujeres de allí solían enfermarse de eso, o de cáncer.

En Villa Domínico, a unas cuadras de aquella casa de cocina grande y fondo generoso, el año pasado se inauguró el Centro de Formación para la Economía Popular N°1, que lleva el nombre de Josefina Gómez de Villaflor en su Aula Taller. Este lugar forma parte del Polo Productivo Mandarinas, una experiencia de la economía popular integrada por mujeres de distintos barrios populares. Así como hizo Josefina, las trabajadoras de Mandarinas también cuidan y trabajan para sostener a sus familias.


*Jésica Rivero es periodista feminista y estudiante avanzada de la Licenciatura en Periodismo de la Universidad Nacional de Avellaneda. Integra la Red Par (Periodistas de Argentina por una comunicación no sexista) y trabaja en el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, donde desde hace 15 años hace trabajo territorial en articulación entre distintas temáticas: comunicación comunitaria, salud mental y géneros. Fue parte del equipo de asesoras de la Secretaría de Políticas de Igualdad y Diversidad del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación y colabora en medios como Cosecha Roja, Tiempo Argentino y LatFem.