La muerte de Lucas Cancino en manos de otros pibes que le robaron el celular cuando iba a la escuela abrió múltiples interrogantes. Algunos quedaron más en la superficie que otros. En esta nota, el autor ahonda en las preguntas que pocas veces nos hacemos en medio de la conmoción que genera una vida arrebatada, pero que urgen ante la evidencia de que la bola de nieve que van provocando las violencias es cada vez más grande.
Por Esteban Rodríguez Alzueta
Foto: Gustavo Gavotti – Infobae
Esta semana hubo un hecho conmocionante que ganó la gran pantalla: un chico de 17 años fue asesinado después de un forcejeo con otros dos jóvenes que intentaron robarle sus pertenencias: la bicicleta y su teléfono celular. Sucedió en la localidad de Ezpeleta, en el partido de Quilmes, cuando la víctima salía de casa de sus abuelos en dirección a la escuela. El ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, salió rápidamente a desmarcarse y derivó las críticas hacia el Poder Judicial. Razones no le faltan: los operadores judiciales no suelen pagar ningún costo por sus decisiones o indecisiones. Eso sí, en plena coyuntura electoral, si los victimarios tuvieran menos de 18 años, ya estaríamos debatiendo otra vez la baja de edad de punibilidad y, por cierto, la necesidad de contar con un régimen penal juvenil.
Pero no son estos los temas de los que quiero hablar, me interesaría detenerme en ese plus de violencia con la que llevó acabo el robo. Porque las primeras palabras del ministro fueron las siguientes: “Por lo que he hablado con un testigo, ni siquiera hubo resistencia. Hubo intención de matar por matar. Y creo que esto es lo que tenemos que discutir en la Argentina, es decir, qué hacemos con estas personas. No podemos seguir tolerando esto, e interpelo a todos aquellos que se niegan a discutirlo”.
No fue un hecho aislado. Sabemos que los problemas no se pueden pensar por el ojo de una cerradura, que debemos ser muy cuidadosos y evitar hacer generalizaciones súbitas porque suelen transformar un problema particular es un hecho general. No me parece este el caso. Hace rato que las propias autoridades venían diciendo que era de esperar un aumento de los delitos callejeros y predatorios. La pandemia no salió gratis. Si la pobreza y la desigualdad social crean condiciones de posibilidad para que los jóvenes deriven hacia el delito, entonces, era esperable ese pronóstico que, dicho sea de paso, los vecinos de los barrios más pobres venían alertando hace rato.
Por supuesto que hay otros factores que deberíamos tener en cuenta a la hora de comprender la complejidad con la que nos estamos midiendo. Vaya por caso el consumismo o las interpelaciones que ensaya el mercado para que los jóvenes adecúen sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo; el hostigamiento policial que perfila trayectorias criminales; el encarcelamiento masivo o la acumulación de cohortes de pibes que pasaron por distintas unidades penitenciarias; el resentimiento y la cultura de la dureza que los jóvenes van componiendo para hacer frente a la estigmatización social; el deterioro de los marcos de entendimiento en los barrios que pautaban la vida cotidiana entre las diferentes generaciones; la rabia o la incapacidad de los partidos políticos para agendar los problemas de los más jóvenes; la expansión de los mercados de drogas ilegalizadas y las dinámicas de endeudamiento que generan entre los jóvenes; el consumo problemático de esas sustancias; la circulación y fácil adquisición de armas de fuego letal sin trazabilidad, entre otros.
El laberinto del policiamiento y el encarcelamiento
Dos aclaraciones: la complejidad que tiene el delito callejero hoy no se va a desandar de un día para el otro, necesita políticas públicas de inclusión social y otras políticas culturales que vayan más allá del consumo para todos. Sabemos que ni el policiamiento preventivo ni el encarcelamiento van a hacer retroceder estos delitos. Basta echar una mirada a la población enviada a prisión en las últimas tres décadas para darnos cuenta de los límites del encierro. Lo mismo puede decirse del policiamiento: cada vez es mayor la cantidad de policías destinados a tareas de prevención y, sin embargo, nunca alcanza. Tal vez porque la prevención no es la manera de hacer retroceder el delito, sino de desalentar otro problema vinculado a él: la sensación de inseguridad, el miedo al delito que, por cierto, resulta muy importante y conviene no subestimar, toda vez que modifica las maneras de estar en la ciudad y relacionarse con los otros. Pero, aún así, cuando la gente desconfía de las policías, este tipo de medidas tiene fecha de vencimiento. Lejos de sentirse más seguros, los vecinos se debaten entre llamar y no llamar a las policías, no sólo porque saben que mucho no van a poder hacer, sino porque, otras veces, es una manera de arrojar leña al fuego, que aviva malos entendidos y espiraliza las broncas en los barrios.
En segundo lugar, Berni tiene razón cuando quiere implicar a la Justicia en esta discusión. Hace rato que los costos siempre los termina poniendo la política, mientras los jueces, literalmente, duermen tranquilos o juegan al golf, para luego expresarse a través de una sentencia que siempre se demora, salvo que la negocien los fiscales que continúan investigando a larga distancia, hablando por teléfono con la Policía.
Pero lo digo, insisto, reconociendo los límites de la Justicia para desandar estas conflictividades. La Justicia siempre reprocha conductas individuales, pero si ese reproche nunca llega o llega tarde, la gente se siente, y con razón, desprotegida y acumula bronca. Eso empuja, algunas veces, a que los vecinos tomen los problemas en sus propias manos para reponer umbrales de tolerancia.
Qué nos dice ese plus de violencia
Pero no era de esto lo que quería hablar, sino de las violencias puestas en juego durante este tipo de delitos. Dijo el ministro, a propósito del homicidio de Lucas Cancino: “Le robaron el celular e igual lo apuñalaron, es un juego a matar”. El ministro quiso señalar la desproporción de la violencia. ¿Qué está pasando para que una bicicleta o un celular puedan costarle la vida a una persona?
Hablamos, entonces, de una violencia desmedida, que ya no puede cargarse a la cuenta de la razón instrumental, que no persigue meramente una utilidad práctica: la inmovilización de la víctima y la entrega del objeto requerido sin resistencias. Estamos frente a una violencia que tiene un plus de violencia que pide ser desentrañada. Dudamos que estas violencias en juego puedan desasnarse con el Código Penal en la mano. Necesitan otro tipo de intervenciones.
Alguna vez, Hannah Arendt dijo que la violencia llega cuando nos quedamos sin palabras. La violencia es una gramática que releva a las palabras, que viene a llenar los vacíos sociales que están produciéndose en la comunidad. Allí donde no hay vínculo, donde se detonaron los puentes sociales, la violencia se vuelve un recurso atractivo que puede llenar esos baches. En efecto, la violencia agregada al delito no busca sólo inmovilizar a la víctima, sino llamar la atención o mandar un mensaje al resto de la sociedad. Y no solamente a los políticos. Suele usarse el cuerpo de la víctima para mandar un mensaje al resto de la comunidad: “Si no hay futuro, no hay delito”. O también: “Si mi vida no vale, la tuya tampoco”.
Pero esta sigue siendo una verdad a medias. Hay otra dimensión que debería tenerse en cuenta para tratar de comprender este plus de violencia: la dimensión emotiva. Hace rato que el investigador norteamericano Jack Katz viene llamando la atención sobre la cara oculta de la violencia en los delitos. Una violencia que suele tener un estilo, que se ejerce por la adrenalina que produce, para pilotear el miedo, para divertirse, para acumular prestigio, para levantar la autoestima, porque activa y anima la grupalidad, para sentirse alguien importante. Acá hay varias ideas para seguir pensando.
Por ejemplo, si este plus de violencia está asociado a la adrenalina, las preguntas a hacernos pueden ser las siguientes: ¿Por qué los jóvenes canalizan esa búsqueda a través del delito? ¿Acaso estas violencias no nos hablan de la ausencia de espacios dignos de recreación en los barrios que les permitan a estos jóvenes ensayar otras experiencias para explorar su cuerpo, lo que puede un cuerpo, sin necesidad de ejercer violencias?
Si la violencia está vinculada al prestigio, las preguntas que deberíamos hacernos pueden ser estas otras: ¿Por qué el prestigio adquirió cada vez más centralidad en la vida de estos jóvenes? ¿Qué se juega en ese cartel? ¿No podemos proponer otras experiencias para la construcción del respeto? ¿Por qué la escuela no es un ámbito para la acumulación de capital simbólico? Sabemos que los jóvenes componen las identidades a través de su adscripción a un grupo. Pero… ¿por qué la violencia se transformó en un insumo moral para afiliarse o pertenecer a determinados grupos? ¿Qué otras prácticas deberíamos desarrollar y presupuestar para luego ofrecerlas a los jóvenes y grupos de jóvenes para que puedan tallar sus identidades más acá de la violencia, prescindiendo de sus dinámicas?
Como se darán cuenta, las preguntas se acumulan y necesitan de nuestra imaginación para atajarlas. Las respuestas a estas preguntas, y otras que ahora se nos escapan, no les competen a los policías ni a los operadores judiciales. Pero está claro que, con sus acciones y omisiones, contribuyen a expandir los delitos. Más aún, sospechamos que, en el corto plazo, mientras se desarrollan aquellas otras políticas hacia los jóvenes, la Justicia debería tener otro compromiso y dedicación. Eso no implica que tengan que seguir encerrando a la gente, o extorsionando a los jóvenes para que se hagan cargo de hechos que cometieron o no cometieron para que ellos puedan mejorar su performance y laburar menos. Y con ello no pretendemos que haya que disculpar a estos jóvenes y exceptuarlos de rendir cuentas por sus acciones. Mucho menos romantizarlos. Se trata de otra cosa: de no sacarse el problema de encima mirando hacia otro lado. Se trata de entender que la bola de nieve es cada vez más grande.
Las reacciones inmediatas volcadas en la prensa nos están diciendo que la gente no se resigna a aceptar con sufrimiento a estas violencias, que no está dispuesta a correr los umbrales de tolerancia. Pero la incapacidad de los actores políticos y judiciales para abordar estas problemáticas puede disparar la violencia en la sociedad hacia distintos lugares. Conviene que la muerte no se transforme en una mercancía electoral. Y esperamos que los políticos estén a la altura y dejen de tirarse con muertos, especulando con la desgracia ajena, jugando con las tragedias.
Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales y de la revista Cuestiones Criminales. Además, escribió, entre otros libros, Temor y control, La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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