Por Santiago Aragón
Un día más en la vida de Diego. Se levanta sin despertador ni ruido, pone la pava. Noviembre le da tregua con esta fresca. Empiezan los mañanas en las que se sale a laburar de día. Eso lo alegra. La calle todavía no trae ruidos, ventajas del contra frente en el centro de Lanús. El tren, parejito, va avisando desde la estación. Quizás no sea así y viva en una casita el viejo Diego, conquistada a Pompeya, que de tanto soñarla se le hizo cierta. Con un poco de pasto entre la reja y la ventana. Con unos geranios que, como él, resisten.
Va a jugar tres cifras, porque anoche soñó fuerte. A los 61 se sueña más para atrás que para adelante. Se le dice recuerdos. Vienen los años de la fábrica, los mil viajes en el 21. Vuelve un Fiorito de calle ganada, de alegría de harina, de silla afuera, de todo afuera porque adentro no había nada. Será Ana María la que duerme mientras Diego apura el mate. Fueron los nombres más usados en 1960, así que es probable que esa piba de Lanús, con la que caminan parejo y hace años, se llame así. No la despierta y sale a las seis y media. Cómo todas las mañanas, sea 25 de noviembre o 7 de julio, hay que salir a buscar lo que no le fue dado.
Miró el almanaque, ya sabe que el 25 de diciembre es sábado y minga de ir al trabajo. Desaparece el 23 y vuelve el lunes. ¿Tendrá un oficio? ¿Un laburo fijo? ¿Una carrera? Diego siempre fue el más inteligente de los ocho, como decía su vieja. Pero la Universidad estaba jodida en los 70 si venías así de abajo y tenías que salir a juntar el mango para ayudar en el milagro de la multiplicación del pan. Encima era el mayor de los varones. El laburo lo encontró temprano y fue sacándole horas al potrero y metiéndolas adentro de bondis y de trenes.
Seguro extraña a su Don Diego cada día y a la Tota cada hora, y siempre piensa en Azamor 523, en los Reyes Magos pobres que nunca traían la bicicleta, en las zapatillas destrozadas que eran botín y calzado de escuela. En esos días que se hacían noche con la pelota en el pie, amasando con barro el sueño de llegar a primera y jugar un mundial. Pero no se le dio. Cuando vuelve al barrio alguno comenta por lo bajo que ese que va ahí era crack, que tenía una zurda bárbara, que era guapo, atrevido, encarador. Esas leyendas que se pierden entre pasillos, que se van apagando entre torneos relámpagos y desafíos por guita.
En Fiorito todavía es Pelusa, hoy Don Pelusa, como le puso el médico cuando lo vio cubierto, esa mañana en que abrió los ojos en el Evita. Siempre pasa Navidad ahí y piensa que nunca fue de otra parte, aunque el contra frente en Lanús, ¿o será la casita de Pompeya?, le de ventajas de agua corriente y termotanque, que se hacían cuesta arriba en su infancia.
Mientras cuenta los días para jubilarse y le compra a escondidas un heladito a sus nietos, Diego tiene poca alegría y mucho cansancio. Ya casi no mira fútbol, reniega con todos los políticos, solo confía en Perón, como le enseñaron la Tota y Don Diego, y sabe que, cuando se pide esfuerzo, el hombro lo ponen los mismos.
Diego Maradona, nacido el 30 de octubre en Villa Fiorito, Conurbano Bonaerense. Padre y abuelo, sangre correntina, límite en Puente La Noria y horizonte en el Riachuelo. Uno más. Como tu viejo o el mío. Como los millones que pensaban hasta el 2020, que el 25 de noviembre era un día cualquiera. Pero Goyo Carrizo le avisó a Francis Cornejo que tenía un amigo que era mejor que él, que era mejor que todos. Lo demás es historia conocida. Por eso hoy conmemoramos el primer aniversario del día en el que a cada argentino se le murió el mismo ser querido.
Diego fue todo y todos. Fue la metáfora bendita del origen incierto y el destino glorioso. La incorrección de amar con enchastre lo que amamos y enfrentarse con los que, si nos daría la nafta, nos enfrentaríamos.
Hay quien insiste en separar a Diego de Maradona, reservándole al primero la candidez, la inocencia, la idealización de aquellos años felices, y dejándole al otro el tumulto, el desorden, la condena de malograr el don más genial que un hombre tuvo en un pie.
Pero Diego es Maradona y Maradona es Diego. El pibe que se hizo hombre sin resignar ni un sueño. El que pagó al contado cada error y nunca te pasó factura por sus aciertos. El que no renegó de su origen ni vestido en pieles. El que siempre te defendía en el patio del colegio. El que te avisaba “cruzá que yo te miro”. El que te enseñó que siempre hay un segundo más para pensar en el área. El que te demostró que la Patria es amor y rabia. El que siempre libró para todos los compañeros. El villero más maravilloso que el mundo conoció.
Es difícil no caer en lugares comunes y está bien. Tan de todos es el 10, que cada pintada, foto, recuerdo o anécdota tienen que ser para siempre parte del aire. Si entre todos lo perdimos, entre todos habrá que recuperarlo. Porque ese Diego que hoy sentiría alivio por esta lluvia de noviembre, que andaría mirando en Crónica que salió en la matutina y que apuraría la vuelta del laburo para buscar a sus nietos en el colegio, es el hermano mayor que ya no está entre nosotros.
Nosotros tuvimos a Diego y Diego no tuvo a nadie.
Por eso pensarlo es militancia, es refundarlo, ponerlo en paredes, en calles, estamparlo en remeras, cantarlo, gritarlo. Porque Diego es el milagro que no merecimos, y hay que invocarlo cada vez que estemos en problemas. Para recordar que no importa lo atorado que estés, siempre hay una magia para ordenar cualquier barullo y puede venir del lugar más humilde, del menos esperado.
Diego nació eterno. No nos precisa para no ser olvidado.
Pero nosotros lo necesitamos cada segundo. Y como nos hace falta cada día, hay que hacer con él la bandera más grande del mundo, poblada de lo que te dejó y no te podés borrar. No es necesario armarla: se cose sola. Una bandera hecha de recuerdos, para que en cada 25 de noviembre baste mirar al otro a los ojos y saber que está pensando en Maradona. Una bandera hecha de miradas cruzadas de quienes fuimos benditos por lo que él le regaló a nuestros ojos. Que nos evite pronunciarlo en voz alta, para no tener que llorar cuando lo nombramos, como me pasa cada día desde aquel puto 25 de noviembre.
Un Maradona gigante, hecho de recuerdos de Dieguito, de un pedacito de cada argentino a los que le hizo la vida mejor, es lo que se merece el Capitán de nuestro corazón.
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