Por Nahuel Roldán, Tomás Bover y Esteban Rodríguez Alzueta*

Uno. Se sabe que las estadísticas suelen estar llenas de malas noticias. La mejor noticia, de cara a las víctimas y sus testaferros (los presentadores de noticias en televisión), seguirá siendo pésima. Por ejemplo, que se diga que bajaron los homicidios 2 o 3 puntos, quiere decir que todavía hay unos cuantos puntos que piden ser abordados. Acaso por eso mismo, las autoridades de las carteras de Seguridad suelen ser muy reticentes a la hora de difundir la información que elaboran sus cuadros técnicos. Hay excepciones, por ejemplo, el Observatorio de Seguridad Pública de la Provincia de Santa Fe, que elabora información de acceso público, de manera continua y creativa.

Sin embargo, todos los que nos dedicamos a la investigación de los delitos conocemos las dificultades para acceder a la información, y cuando finalmente podemos dar con ella, nos damos cuenta de que las estadísticas son muy poco transparentes, están discontinuadas o solo compuestas de porcentuales, y, lo que es peor, tampoco se suelen contar los criterios y decisiones metodológicas que se usaron en su confección. Para que los debates públicos sean robustos y vigorosos, se necesita acceder a la información y, en materia de seguridad, esto sigue siendo una gran deuda.

Dos. Sabemos que la violencia es una categoría nativa y de acusación social, esto es, una categoría que usamos generalmente para descalificar. Por eso mismo, la violencia puede volverse una categoría demasiado elástica, y lo que una categoría gana en alcance, lo pierde en poder explicativo. Como señalaron Gabriel Noel y José Garriga Zucal: “Si un mismo término puede ser aplicado a tantos fenómenos y en ámbitos tan disímiles, podemos legítimamente preguntarnos en qué consistiría su utilidad”.

Tres. En los últimos años, las autoridades han dicho que la violencia ha disminuido. Lo dicen con las estadísticas en la mano, donde nos muestran una disminución de los homicidios dolosos. De acuerdo con los datos brindados por el Ministerio de Seguridad de la Nación, en 2024 se registraron 1.803 víctimas de homicidios dolosos en todo el país, lo que representa una baja de 12,7% respecto de 2023, es decir, un total de 3,8 muertes por cada 100.000 habitantes. Incluso en la Provincia de Buenos Aires, la tasa de homicidios se redujo de 4,6 a 4,5: esto es, de las 829 muertes de 2023, en 2024 hubo nueve víctimas menos.

Dicho con las palabras de la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich: “La Argentina es el país más seguro de América del Sur”. El ministro de Seguridad de la Provincia, Javier Alonso, planteó algo similar: “La baja en la tasa de homicidios es un hecho. Se trata, efectivamente, de un logro histórico que no puede explicarse sin el trabajo sostenido que realiza la Provincia de Buenos Aires”.

No es nuestra intención cuestionar la disminución de los homicidios, pero sí queremos discutir el exitismo con el que suelen estar rodeados estos anuncios y observar la asociación que se hace entre disminución de homicidios y disminución de la violencia. Para ponerlo con una pregunta: ¿La reducción de los homicidios dolosos es un indicador de la disminución de la violencia en el país?

Explicitemos mejor nuestra tesis: el hecho de que los homicidios disminuyan no quiere decir que se reduzcan las violencias letales. La circulación de violencias altamente lesivas y no lesivas es un fenómeno complejo y plural que excede a los homicidios dolosos, por lo que la violencia no se agota en ellos.

Cuatro. Estas tendencias no son exclusivas de nuestro país. La evidencia latinoamericana muestra que la relación entre economía, crimen y violencia es mucho más ambigua de lo que suele pensarse. En grandes metrópolis como San Pablo y Río de Janeiro, el descenso relativo de la letalidad se explica por reordenamientos del conflicto: cuando una facción criminal logra monopolio o hegemonía, disminuye el “fuego cruzado” entre bandas y se dosifica la violencia mediante sanciones selectivas -tiros a las piernas, palizas ritualizadas, destrucción de herramientas de trabajo- que disciplinan sin producir cadáveres. A la vez, intervenciones estatales focalizadas pueden convivir con formas de control no letal (y con letalidad policial), sosteniendo una “paz” coercitiva que ordena el día a día sin desactivar la coacción.

En ciudades donde la economía barrial se sostiene en el comercio plebeyo, el transporte y el turismo, la extorsión opera como infraestructura de gobierno: cobros regulares, amenazas creíbles y castigos ejemplares que rara vez buscan matar, pero asfixian negocios y hogares. En contextos de deterioro económico, esta recaudación coercitiva se expande y se encadena con créditos informales y usurarios que se garantizan con daños no letales (romper mercadería, marcar un local, violentar a un familiar) y con la reputación de brutalidad. El resultado es una economía moral del miedo donde la obediencia se compra con deudas y amenazas, no con homicidios.

Cinco. La violencia está compuesta por los homicidios y femicidios dolosos, pero también por las tentativas de homicidios, las lesiones graves y los daños contra la propiedad pública o privada, las amenazas y la ostentación de armas en el espacio público. Pero si queremos comprender el fenómeno de la violencia tampoco deberíamos ceñirnos a las categorías penales. Hay muchos eventos que no forman parte del Código Penal, pero que la ciudadanía o sectores de ella referencian como situaciones violentas, que introducen una serie de problemas que desordenan la convivencia, que alimentan la desconfianza social e institucional.

Por eso pensamos que las violencias categorizadas en los homicidios dolosos hay que leerlas al lado de otras violencias que no suelen pensarse al mismo tiempo y que el Estado suele distribuir entre distintas carteras, para evitar que los problemas se junten y acumulen las demandas sociales: nos referimos a los suicidios y tentativas de suicidios, pero también a los siniestros que involucran la imprudencia, impericia o desfachatez de los conductores de vehículos y motos.

Lo que queremos decir es que el fenómeno de la violencia no puede acotarse a los homicidios dolosos, que puede que bajen, pero a lo mejor hay cada vez más ostentación de armas en el espacio público, o los robos sean más violentos que antes.

Seis. Los homicidios pueden haber disminuido, pero la violencia agregada a otros eventos (robos, disputas interpersonales) se ha ido transformando. Estas transformaciones son un salto cualitativo que no captan las estadísticas, mucho menos las estadísticas de homicidios dolosos. En los últimos años venimos advirtiendo un giro emotivo y expresivo de la violencia que usan algunas personas a la hora de salir a robar, vandalizar la infraestructura urbana o los vehículos en la vía pública, o dirimir disputas o broncas previas.

En el caso de los robos, las violencias que usan las nuevas cohortes de jóvenes exceden la finalidad que perseguían. Este ejercicio desmesurado nos está informando de una violencia que ya no puede cargarse a la cuenta de la instrumentalidad, que se usa con otras intenciones, pero también con otras intensidades: para divertirse, porque están odiados o resentidos, porque seduce, atrae. Su comprensión y análisis requiere no solo el diseño de otra metodología, sino también concentrarse en la dimensión anímica.

Siete. La crisis económica no es neutra: modifica rutinas, incentivos y oportunidades. Menos circulación pública implica menos encuentros letales; pero más precariedad implica mayor dependencia de circuitos privados de “protección” y de crédito ilegal, que se hacen valer con castigos no letales pero devastadores. En hogares y vínculos cercanos, las recesiones se asocian a incrementos de violencias que llegan a la salud y los servicios sociales (violencia de pareja, maltrato), aun cuando el homicidio no suba: operan el estrés económico, la reclusión, los déficits de protección y la tristeza. Esto no contradice los descensos de letalidad en el espacio público; los complementa mostrando dónde y cómo se desplaza el daño. Como venimos sosteniendo: hay que leer la cultura de la dureza al lado de la cultura de la fragilidad. La vida frágil está rodeada de violencias que también deben agendarse y pensarse en conjunto.

También vale decir que estas lógicas no son sólo “latinoamericanas”: tras la crisis de 2008, aparecieron patrones parecidos ligados a cambios de hábitos en varias latitudes. Para poner solo un ejemplo, en Estados Unidos, varios estudios hallaron que el salto del desempleo no disparó la tasa de homicidios, pero aumentaron indicadores de violencias no letales en el hogar (ingresos a guardias, reportes de violencia de pareja y maltrato infantil) asociados a estrés económico, reclusión doméstica y déficit de protección.

La recesión reordena la violencia sin que la “baja del homicidio” signifique, por sí sola, menos violencia. En tiempos de crisis, la violencia se economiza: se hiere para disciplinar, se amenaza para cobrar, se endeuda para mandar. Allí donde actores armados y agencias estatales coproducen orden, la letalidad se dosifica y la coacción se reorganiza: del espacio público al doméstico, de lo visible a lo íntimo, de la muerte a la deuda.

Ocho. La baja de homicidios y el deterioro económico de los barrios tiene que pensarse al lado de los créditos y los préstamos informales, porque ambos procesos suelen avanzar juntos y transforman el modo en que circula la violencia. Cuando se contrae la economía formal y se reduce la changa y el trabajo informal, emergen circuitos financieros paralelos -los llamados gota a gota o préstamos usurarios- que proveen liquidez rápida, pero imponen mecanismos de cobro coercitivos. En esos escenarios, el homicidio tiende a disminuir mientras se expande una coerción económica cotidiana sostenida en la amenaza, la humillación o el daño selectivo: se castiga sin matar. Las investigaciones de la PROCELAC del Ministerio Público Fiscal argentino ya documentaron este fenómeno desde 2013, con tasas de interés exorbitantes, cobros diarios y vínculos con redes criminales transnacionales.

La expansión del crédito usurario se activa sobre todo en momentos de crisis, cuando la población excluida del sistema financiero recurre a estos mecanismos para sobrevivir, y la “muerte” deja de ser un castigo porque se debe garantizar el pago de la deuda. Así, el endeudamiento se vuelve una herramienta de gobierno: el miedo al castigo económico o físico ordena la vida comunitaria y genera una aparente “paz” estadística -menos homicidios- sostenida por más control, más deuda y más sumisión.

Nueve. Ahora bien, tal vez no la captan las estadísticas criminales, pero sí las víctimas. Son violencias vividas de otra manera. Por eso consideramos que, a la hora de pensar las violencias altamente lesivas y no lesivas, no debe perderse de vista las vivencias de los destinatarios directos o indirectos de las mismas. En ese sentido, las encuestas de victimización pueden ser otro instrumento de gran utilidad. Insistimos: no deberíamos actuar por recorte sino por agregación, tratando de leer las estadísticas criminales al lado de las entrevistas en profundidad, pero también al lado de los muestreos que se desarrollan para medir la victimización.

Diez. Lo que queremos decir es que la violencia contemporánea en la gran ciudad es no se puede diseccionar, y un fenómeno debe leerse al lado del otro. No solo para estar más cerca del sentimiento que tiene la sociedad, sino para resistir la actitud pedante de que “la sociedad no entiende, no se da cuenta de que bajó la violencia”.

En definitiva, que bajen los homicidios no equivale a menos violencia. La violencia se redistribuye: del espacio público al doméstico, de la muerte al endeudamiento, de la sangre al miedo, del miedo a la desconfianza. En tiempos de crisis, se hiere para disciplinar, se amenaza para cobrar, se aterroriza para mandar. Las cifras de homicidio pueden darnos una buena noticia sanitaria, pero no alcanzan para comprender la textura del daño social, ni la reorganización cotidiana del control.


*Investigadores del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas (LESyC) del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Quilmes.