Por Tomas Bover y Esteban Rodríguez Alzueta*
Foto: Twitter Florencia Alcaraz

Las 48 horas que antecedieron a la veda electoral estuvieron envueltas en “hechos de inseguridad” que conmocionaron a la ciudadanía. Por un lado, el homicidio de una niña de 11 años en ocasión de un robo, en el partido de Lanús, y por el otro, el homicidio de un militante social, en el marco de una represión a la protesta social en el epicentro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. No son hechos novedosos, basta mirar los homicidios en la ciudad de Rosario en estos últimos años, o la violenta represión en la Provincia de Jujuy patrocinada por el gobernador Gerardo Morales, actual candidato a la vicepresidencia en la lista que encabeza Larreta. Como siempre, hasta que los conflictos no estallan en o cerca de la ciudad de Buenos Aires, al periodismo porteño le cuesta tomar nota de la gravedad de los hechos.

Los hechos llegaron después de una campaña lavada de debates políticos, otra vez muy polarizada, pero, a juzgar por las elecciones provinciales que precedieron, estuvieron caracterizadas también por una gran apatía o abstinencia electoral. Es cierto que las elecciones suelen concentrarse sobre el trazo grueso, pero esta vez, fueron muy pocos los candidatos que presentaron las propuestas para encarar los conflictos y problemas con los que se van a medir el día de mañana. Uno de esos problemas es la inseguridad y el otro la desigualdad y la pobreza. No son dos problemas separados y separables, sino, está visto, profundamente entramados. Problemas que hay que leer al lado de otros problemas (el consumismo, el endeudamiento de los sectores populares, la fragmentación social, la impotencia instituyente de las escuelas, la implosión de las familias, el hostigamiento policial, el encarcelamiento masivo, la expansión de la violencia, etc.), pero también al lado de las protestas sociales, algunas de ellas, más o menos espontáneas, protagonizadas por vecinos indignados, y otras más organizadas por militantes de los movimientos sociales. Queremos decir, cuando la política se desvincula de los problemas de la ciudadanía, no toma o le cuesta agendar los problemas de la gente, cuando no se siente cuidada por las policías y desconfía también de la justicia, es de esperar que la ciudadanía transforme a la calle en una caja de resonancia para presentar sus demandas. No es casual que uno de los pocos temas que estuvieron en el centro de la mesa durante todos estos meses haya sido precisamente qué hacer frente a la protesta social.

Mejor que decir es hacer: Manodurismo recargado
Cuando a la oposición no se le caen muchas ideas o sus ideas están llenas de malas noticias para las grandes mayorías, cuando no pueden hacer política con el trabajo, la salud, la vivienda o la previsión social, porque son campos que serán objeto de reformas y grandes recortes, uno de los pocos lugares que les quedan a sus candidatos para presentarse como merecedores de votos en el mercado de la política son la inseguridad y el caos de tránsito. No es casual entonces que en estos últimos meses se la hayan pasado proponiendo más policías, más armas, más penas, y más cárcel, a cambio de votos. Hacen política con la desgracia ajena y manipulando el dolor de las víctimas. Pero no se trata solamente de decirle a la gente lo que quiere escuchar, hay que ponerles el pecho a las cosas, esto es, ponerle el escudo, los pisotones, las porras, las balas de goma, los gases; hay que mandar mensajes contundentes, no dejarse correr por derecha. Al candidato en cuestión, a la hora de reprimir, tampoco le temblará la mano. Hace rato que el Jefe de Gobierno porteño y precandidato presidencial propone disputarle el perfil manodurista a su principal contrincante en la interna partidaria.

La represión a la protesta social del jueves a la tarde en el obelisco es prueba de ello. Miremos un poco más de cerca. Esta vez no fueron los desocupados o trabajadores de la economía popular frente al Ministerio de Desarrollo que interrumpieron el tránsito durante toda una jornada. Sino apenas unas decenas de militantes en una de las veredas frente al obelisco a las cuatro de la tarde. Estos militantes no estaban cortando las avenidas, solo portaban banderas y algunas consignas que querían propalar en vísperas de las elecciones.

Lo que imaginamos era una puesta en escena -la represión-, innecesaria y desproporcionada, se convirtió muy rápidamente en otra tragedia. Una puesta en escena que deja al desnudo que la política de seguridad se reduce hoy a producir imágenes de alta espectacularidad más que a pensar las violencias y los conflictos, y que reduce su respuesta a más (y peor) presencia policial. Lo que nos interesa es evaluar qué principios de actuación se vulneran en el operativo más allá de toda materia opinable.

Sobre las responsabilidades políticas y el respaldo de Larreta al accionar de la Policía de la Ciudad se dijo bastante en las editoriales, afines y detractoras, durante la noche del 10 de agosto, pero sobre el operativo policial y su carácter absolutamente desprofesionalizado aún no. Para salir de las coordenadas locales y del debate político contemporáneo, revisemos lo ocurrido en CABA a la luz de una serie de interpretaciones y principios de actuación que han ordenado el debate sobre el quehacer policial en otras latitudes.

El derecho a la protesta
La vieja doctrina norteamericana de proteger el orador de la esquina, por más revulsivas resulten sus consignas, se activa y desactiva como principio de actuación del gobierno porteño. Con buen tino, las protestas “antivacunas” o contra el ASPO no fueron reprimidas ni desalojadas durante los años 2020 y 2021 en el mismo lugar donde se asesinó a Molares. Tampoco los “cacerolazos” contra el gobierno nacional. No importa que las proclamas de los manifestantes estén llenas de odio o de una crítica antisistema, se trata de proteger el derecho a protestar, es decir, el derecho a peticionar a las autoridades y de interpelar al resto de la ciudadanía. Porque sabido es también que en una democracia los problemas del otro son también mi problema. No importa entonces la cantidad de personas que estén manifestándose, pero cuando el grupo de personas es reducido o incluso muy reducido, como fue en este caso, los manifestantes necesitan de una especial protección del Estado. Hay que garantizar que las personas manifiesten sus puntos de vista y no sean hostigados por otros ciudadanos. Claramente no fue lo que sucedió acá.

Según relatan quienes acompañaban a Molares en una pequeña protesta, se trataba de una asamblea para el análisis de la coyuntura nacional, habían preacordado con la policía (como suele darse en esas situaciones donde las interacciones no se evitan, sino que justamente permiten encuadrar y volver previsible la situación), que no iban a cortar la calle ni prender fuego unas urnas que representaban las elecciones del domingo. Justamente este último acuerdo sería el que, según los policías, se rompió cuando Facundo se aparta del grupo para prender un cigarrillo y es abordado por policías de infantería y de civil con una serie de maniobras que le costaría la vida.

La carencia de imaginación política para resolver una manifestación que reunía un par de decenas de personas y no interrumpió el tránsito es evidente. Lo que deja en claro es que el operativo no venía a resolver un conflicto sino a aprovecharse de él para generar imágenes de fuerte impacto electoral. Lo que no tenían previsto es que esas imágenes serían las del asesinato de Facundo Molares en manos de un funcionario que a todas luces hizo un uso desproporcionado de la fuerza para efectuar una detención de alguien que no ofrecía resistencia ni representaba amenaza alguna.
Un operativo sin cabeza y con muchos pies

Para remitirnos nuevamente al país que parece iluminar los principios de conducción policial de varios espacios políticos, Estados Unidos reaccionó a una situación idéntica con uno de los debates más resonantes de su historia política reciente. La muerte de George Floyd (inmediatamente repudiada por las autoridades) en 2020 en manos del oficial de policía Derek Chauvin, quien presionó con su rodilla en el cuello de quien ya estaba detenido e inmovilizado hasta matarlo por asfixia, avivó la discusión por la violación de los derechos civiles de la población aofroamericana y dio lugar a la conformación del movimiento “Black lives Matter”.
La evocación a ese contexto resulta ineludible, las maniobras puestas en juego fueron casi idénticas y el desenlace fue el mismo. La relativa novedad de ambos hechos es haber quedado registrados por dispositivos de las personas que pedían in situ el cese de la maniobra, anunciaban su riesgo y advertían que la persona en cuestión podía morir sin lograr que el accionar policial se interrumpa sino hasta dar muerte.

¿Alguien puede pensar que en uno y otro caso los funcionarios policiales tuvieron como objetivo matar a las personas que estaban deteniendo? Nos permitimos dudar de ese fin, más aún cuando las consecuencias de sus actos quedarían registradas y expuestas en loop por redes sociales y canales de noticias. De lo que se trata es de la utilización de maniobras desmedidas y que dan cuenta de un accionar poco profesional, es decir, de un uso indebido de la fuerza física. Este es un riesgo que asumen los funcionarios políticos que conducen a las fuerzas, en este caso el Ministro Eugenio Burzaco, quien parece haber aprendido muy poco de responsabilidad política cuando también condujo el operativo en el que murió Santiago Maldonado luego de una desastrosa actuación de la Gendarmería Nacional entonces a su cargo. Parece que estos funcionarios creen que pueden exhibir el fuego y controlarlo, pero no aprendieron algo que nos enseñan de pequeños: jugar con fuego te puede quemar. Burzaco siguió jugando con el fuego de sus declaraciones luego de una muerte de Molares sobre la que no mostró ningún grado de empatía “los violentos fueron los manifestantes que golpearon a la policía” dijo, aludiendo al momento en el que un grupo minúsculo de manifestantes intentaba atravesar el cordón policial para evitar las detenciones que sucedían detrás, entre las cuales se desarrollaba la que resultó en la muerte del periodista y activista Facundo Molares.

La espectacularización de los operativos policiales, sea mostrando funcionarios disfrazados de policías, portando armas o conduciendo la actividad operativa, exhibiéndolos en el lugar, sobrevolando con helicópteros o desplegando una presencia desmedida de policías, de medios y móviles, o en cualquiera de sus formas; sólo señala, insistimos, la falta de imaginación política para encarar y resolver los conflictos. Más policías es la única respuesta, y se organizan campañas de reclutamiento masivas en todas las provincias, que no sólo no reducen las tasas de prácticamente ningún delito, sino que incrementan el gasto policial contribuyendo de esa manera a despresupuestar otras agencias que deberían resolver problemas de base directamente asociados al tema. Hacer el show de la seguridad es convocarnos a la modorra intelectual, al abandono de la imaginación, del conocimiento y de la evidencia que debería orientar la labor del funcionariado político de turno. Es entregarse al fetiche de la imagen, de la pose y del espectáculo, un espectáculo que incluso puede sacarle provecho a la muerte de un manifestante transformando la responsabilidad política, y penal, sobre el operativo en una muestra de decisión y de carácter, pero sobre todas las cosas, de una profunda deshumanización.

Por un uso racional de la fuerza
Acordamos entonces que se trató de una puesta en escena preelectoral y no de un mero operativo policial, que vulneró un principio básico como es el derecho a la protesta -incluso cuando no se veían afectados derechos de terceros-, pero también se trató de un operativo donde nos se respondió a los principios básicos de actuación policial en manifestaciones públicas, un conjunto de principios que no son un invento del “zaffaronismo” como les encanta decir a los medios y partidos afines al manodurismo. Esos estándares fueron establecidos por la ONU en 1990 y plasmados en el Código de conducta de funcionarios encargados de hacer cumplir la ley.

No es nuestra intención elaborar una crítica juridicista basada en la normativa, sería ingenuo pensar que la legalidad/ilegalidad de las acciones alcanza para pensar este escenario, pero sí nos interesa remarcar que no se trata de un tema que permita matices o gradientes, sino uno reglado con claridad y que pone en evidencia un accionar, al menos, muy poco profesional.
Los principios a los que aludimos son los de necesidad, legalidad y proporcionalidad y, para explicarlos brevemente, legalidad supone que el beneficio del uso de la fuerza se encuentre habilitado por ley, porque es una garantía de claridad, de previsibilidad y de conocer aquellos supuestos en los cuales puede ejercerse la fuerza. La proporcionalidad indica que debe existir una relación armoniosa entre el riesgo que se presenta y las diferentes alternativas para hacer uso de la fuerza, mientras que la necesidad supone que únicamente se use la fuerza cuando no haya otra alternativa.
Es evidente que Molares no representaba amenaza alguna para uno ni, mucho menos, para varios efectivos policiales: su contextura física, que no tuviera armas ni objetos que significaran amenaza alguna para policías o terceros y todas las circunstancias alrededor de su presencia en el lugar indican la ausencia de amenaza alguna, algo que debería ser evaluado en el lugar por funcionarios policiales formados a ese efecto. Nada ameritaba el trato violento, cruel y tortuoso, al que fue sometido él y sus compañeros, y que fuera interrumpido recién cuando una periodista le señaló a los policías que estaban sobre él que estaba morado y sufriendo un infarto.

Quisiéramos detenernos en ese instante: tres policías están sobre el cuerpo de una persona que no tiene chances de resistirse, lo hacen sin advertir el daño que le están produciendo aún cuando su inmovilidad debía generarles alguna preocupación, al ser interpelados por un tercero sobre el estado de salud de Molares se demoran algunos segundos en darlo vuelta y cuando lo hacen se miran perplejos sin saber quién iniciaría las maniobras de RCP para la que todos/as ellos/as deberían estar capacitados. La ambulancia se demora varios minutos en llegar (al obelisco) y a partir de allí todo son versiones. Si murió en el lugar o en el hospital, si fue producto de enfermedades preexistentes o del ahogamiento que le produjeron las maniobras de detención, de si hablar de su historia militante y/o prontuario o si era demasiado pronto para culpabilizar a la víctima.

En definitiva, ninguna represión es azarosa o improvisada, mucho menos a cuatro días de las elecciones nacionales. La represión fue decidida al más alto nivel. No solo es una puesta en escena para mandar un mensaje duro a la sociedad, que le permita reclutar parte del electorado que cautiva y se entusiasma con Bullrich, sino una prueba piloto de lo que vendrá. Gane quien gane, la gente seguirá estando en la calle, tendrá que salir a la calle. No será lo mismo si enfrente tienen a una policía azuzada o a una policía que debe ajustarse a determinados protocolos.


*Docentes e investigadores de la Universidad Nacional de Quilmes. Miembros del LESyC y la revista Cuestiones Criminales.