En un nuevo relato escrito para Cordón, el autor de Kryptonita y de tantos otros relatos conurbanos que hoy se leen a escala mundial hace un racconto personal, pero que también es colectivo, sobre uno de los boliches que supo ser emblema de La Matanza. Una historia que, también, pinta lo que fue empezar a ser joven en el Conurbano de los ‘90.

Por Leo Oyola*
Fotos: Blog pensandolabronca

El color que define al lugar en donde me crié y crecí es el anaranjado. Propio de los ladrillos huecos a la vista de tantas paredes en permanente estado de construcción y de interminables pasillos laberínticos, amén de los atardeceres en el Camino de Cintura; en el tramo que va desde su nacimiento en la avenida Don Bosco llegando a la Rotonda de San Justo. Por ahí, hasta La Palito y Tablada. Por ahí. De hecho, tengo la hipótesis de que Dragon Ball es religión en La Matanza porque el uniforme de Gokú es anaranjado ladrillo hueco, anaranjado atardecer en el Conurbano. Y de esos anaranjados tan poderosos, de los que más recuerdo cuando caía la noche -ni hablar la de los sábados- son los del fuego de las antorchas y el de la iluminación para la colosal estatua del Buda de la entrada principal al Waikiki.

Al Waikiki la mayoría de las y los matanceros lo conocimos sólo desde la vereda. Más bien desde el Camino de Cintura. Y de pasada. ¿Por qué? La entrada era inaccesible para nuestros bolsillos, ya fuera en Peso Ley 18.188, australes o incluso durante el uno a uno. Eso. Y porque era un boliche exclusivo para parejas. Y a bailar, por como lo supimos aprender, se iba en barra (de acuerdo a la jerga de la época). La excepción para ingresar de forma gratuita al Waikiki –con reserva telefónica anticipada- eran novias, novios y quinceañeras previo a sus respectivas fiestas de casamiento y de quince para hacerse fotos en su imponente entrada, en el interior y en la pista de atrás que tenía una cascada artificial y unos flamencos (vivos). Familiares y amigos han quedado inmortalizados fotográficamente en esos escenarios. E incluso algunos de los patrones que supe tener ostentaban ceniceros cobrizos con la forma del Buda que eran suvenires del boliche.

Cuentan que, ni bien arrancaba la década del ‘70, convirtieron a un chalet de los tantos que eran paisaje habitual en esa zona de quintas en una boîte que después pasó a ser Waikiki Disco, la Waikiki Discoteque donde la noche comienza y nunca termina, hasta llegar al Waikiki a secas; reconocido en su momento junto a Grisú de Bariloche y el Mau Mau de la Capital como los tres mejores boliches del país. También ostentaba en su prontuario ser el único lugar donde la música no se escucha, se siente: esto debido a las dos tandas de lentos que solía ser obligatoria para cualquier disc-jockey que viniera a hacer su set. Se les pedía eso: las dos tandas de lentos, que en algún momento de la noche sonara Samba pa’ti de Santana, y que antes de terminar la jornada lo último que se escuchara fuera New York, New York por Frank Sinatra.

Es un tema para uno usar la palabra cambalache. Porque, por el prontuario, es algo más cercano a un tango que nunca curtimos como a la vez un término del lunfardo que no le hace justicia a algo tan vivo como La Matanza. En una época en la que también revisamos términos que supieron ser de uso diario y coloquial y terminan siendo denigrantes, nos está vedada la palabra quilombo. Que por ahí era más ecuánime para hablar de lo que era el después de hora en el Waikiki, como así también el día a día en La Matanza, la perla del Oeste, la dama de la noche: un lindo quilombo. Ahí en donde peronismo y lejano oriente aunaban laburo e imaginación para concretar en gigantescas esculturas al Buda del Waikiki, la flotante Ganesha para el Marahá de Atalaya, como así también a los seis elefantes blancos de la entrada de otro boliche conocido como Brahma, en donde se sacó sus fotos de quince una amiga y compañera de la escuela, Constanza Pagani.

Foto: Blog pensandolabronca

Foto: Blog pensandolabronca

 

En el Waikiki se filmaron muchísimas publicidades. ¿La más recordada? Una de ginebra Bols, con Graciela Alfano. También se rodaron películas de Olmedo y Porcel, otra con Rodolfo Ranni, una de las de Sandro. Pero en donde mejor se lo puede ver y reconocer -tanto de adentro como de afuera- es en La dama regresa, un film de Jorge Polaco con Isabel Sarli y Edgardo Nieva, el inolvidable protagonista de Gatica, el mono. Corría el año 1996. Y en lo que para muchos supo ser un templo al que se peregrinaba semana a semana, sus decorados originales se vieron profanados por la imaginación kitsch y hasta trash del realizador y su departamento de arte: sobre las cariátides esculpidas en sus columnas, o incluso sobre la diosa de seis brazos ubicada detrás de la barra principal, colgaron corpiños, guirnaldas de tangas y concheros, plumas multicolores de vedettes y hasta prótesis de siliconas. Ese fue el principio de un final que iba a ser inevitable dos años después, para el Mundial de Francia ‘98.

Lo cierto es que hacía un buen rato ya que el misterioso oriente del Waikiki, el Brahma y el Marahá habían perdido su encanto ante la novedad y el desembarco del lejano oeste en República de Portugal al 1.600, con el Jesse James, junto con el aterrizaje del OVNI conocido como Sky Lab. Si le sumamos al Cachaquísimo para la comunidad paraguaya, la noche/la joda/el dancin’ se mudaban para Ruta 3. La pomada estaba en ir a bailar a Isidro Casanova.

La última vez que recuerdo haber visto al Waikiki como en sus mejores épocas fue volviendo de la casa de una chica con la que nos conocimos en el tren. Estudiaba en el Padre Elizalde de Ciudadela un profesorado que no me acuerdo de qué era. De hecho, no me acuerdo tampoco el nombre de ella. Sí que trabajaba en una galería de Ramos, en un local minúsculo de lencería femenina. Habíamos quedado que la iba a pasar a buscar cuando cerrara. Fuimos a tomar algo por Avenida de Mayo y después la acompañé a su casa, donde hicimos zaguán cuando ya no se hacía zaguán, ni había zaguanes en esos hogares. Vivía a la vuelta del Waikiki y del Brahma. Entre boliches y telos. Andaba estrenando mis 23 recién cumplidos. Era invierno. Había algo de neblina. Cruzando Camino de Cintura hacia la esquina de Carabobo en donde paraban el 242 o el 624, más que un aire fantasmal, su sombra y las luces anaranjadas le daban pinta de oráculo.

Hoy, los yuyos crecieron desproporcionados -a la altura de una persona- ganando hasta el puentecito sobre el estanque donde supieron nadar peces koi. El Buda perdió su color cobrizo. De aparente brillo Blem. Quedó descascarado a su original blanco yeso, un blanco yeso sucio. Sólo los labios, como si los tuviera pintados, conservan un atisbo de color. Y del cartel de neón con su nombre quedaron flotando la mitad de la W inicial; faltan la A y la I; torcidas sus últimas dos sílabas, ese KIKI.

Mientras termino estas líneas, caprichos y delirios varios, mi hijo me manda un texto por Whatsapp. Horrorizado: acaba de ver un capítulo de How I met your mother en el que descansan al protagonista porque se compró unas botas tejanas rojas. Y me comenta, aún angustiado: “Dice mamá que vos tenías unas iguales. ¿Es eso cierto?”. Sonrío de oreja a oreja mientras escribo para negarlo rotundamente: “No. Las mías eran anaranjadas”. Monchi me responde todo en mayúsculas: “PEOR”.

No sé si peor, hijo mío. ¿La verdad, hijito querido? No lo sé. Sí que eran anaranjadas ladrillo hueco. Anaranjadas como los atardeceres en el Conurbano. Anaranjadas Dragon Ball. Y tampoco sé si eran para entrar al Waikiki. Pero que en el “Yesi” o adonde fuéramos a bailar con ellas sí sé que tuvimos nuestras lindas noches, nuestras lindas historias. Y mirá lo que te digo, Ramón: no sé si no estás acá por ellas, eh.


Leo Oyola es escritor de policiales y DJ de asaltos. Conduce el programa radial Locro Western. Entre la docena de libros que lleva publicados, se destacan las novelas Chamamé, Kryptonita y Ultra/Tumba junto a los relatos de Nunca Corrí, siempre cobré. Acaba de lanzar, de manera artesanal por su sello Nuevo Achával Poesía&Zine, el fanzine con el poema Mr. Majestyk.