¿Qué es contar el Conurbano? ¿Para qué lo hacemos? Pensando una respuesta a estas preguntas en un día que convoca a repensar el periodismo, me puse a tararear esa canción de “El Sabalero” que suena en formato de cumbia santafesina en cualquier esquina de cualquier barrio. Es que nuestra cotidianidad en este pedacito de mundo tiene música, tiene olores y tiene historias. Ponerles nombre y apellido, ubicarlas en su tiempo y espacio, llenarlas de imágenes y ritmo es, quizás, un intento por reponer la ausencia de esas vidas en una comunicación hegemónica que te vende, pero también te excluye.
“Cuando está de veras viva, la memoria no contempla la historia, sino que invita a hacerla. Más que en los museos, donde la pobre se aburre, la memoria está en el aire que respiramos”
Eduardo Galeano “Memorias y desmemorias”
Por Jésica Rivero
Giovanna Naveda cuenta que uno de los primeros recuerdos que tiene de su llegada a Argentina es el de un colchón que encontró su marido en la calle. Lo conservó durante años, pese a que después tuvo la oportunidad de comprar otro. Es que ese colchón marcó el inicio de su historia en el Conurbano bonaerense. “Siempre me sorprendió la forma de dar que tiene la gente de acá”, dice 14 años después de haber inmigrado desde Perú. Nació en Surquillo, una ciudad de Lima, y es la mayor de tres hermanas, que quedaron a su cargo luego de la muerte de su mamá. “Trabajo desde que tengo uso de razón. A los 6 años, iba a primer grado por la mañana y a la tarde trabajaba”, cuenta.
Embarazada de su segundo hijo, con su marido sin trabajo y una situación económica agobiante, en 2007, decidieron venir a vivir a Argentina. “Con cuatro maletas llegamos”, recuerda. Unos amigos los llevaron a vivir al Barrio Nueva Ana, en la localidad de Villa Domínico, en el partido de Avellaneda, donde se asentaron en un cuarto de dos por dos, casi sin nada a cuestas. Las reiteradas inundaciones que sufrieron son un recuerdo vívido de sus primeros años acá, pero también la solidaridad de las mujeres de los comedores que le brindaron un plato de comida cuando recién llegó de Perú con su familia. “Siempre me sorprendió la forma en que te dan las cosas. En mi país, eso no era común”, cuenta sorprendida y agrega: “Me daban fideos, azúcar y yo me sentía mal de no poder darles nada en agradecimiento”.
Hoy Giovanna, coordina un centro comunitario, forma parte del movimiento Barrios de Pie, participa de los relevamientos de la campaña por la vacunación contra el COVID-19 y, emocionada, dice: “Soy feliz de retribuir todo lo que me dieron”.
El relato de Giovanna se dió en el marco de un taller sobre Historia Oral organizado por la Universidad Popular Barrios de Pie. Laura Benadiva es historiadora y preside la Asociación Otras Memorias. Estuvo a cargo de ese taller y afirma, en diálogo con Cordón, que el aporte que hace esa herramienta a la construcción de la historia de los barrios es “infinito”, ya que se trata de una “historia hecha por los mismos vecinos a partir de lo que les resulta significativo”. “Es una historia desde adentro hacia afuera, un trabajo de investigación colectiva”, define Benadiva, que cuenta con décadas de experiencia y asegura que ese proceso de investigación colectiva le permite a vecinos y vecinas identificarse entre sí. “Pueden ver que lo que le pasa al otro, también les pasa a ellos. Pueden también darse cuenta de algunas prácticas que aparecen invisibilizadas, pero que están ahí y es necesario cambiar. Se trata de socializar el conocimiento” sostiene. Para ella, en la historia oral hay infinitas ventajas, pero su principal aporte es el de “construir conocimiento colectivamente y democratizar la construcción de ese conocimiento histórico”.
Según el informe “Inmigrantes en el Conurbano bonaerense: Entre mitos y realidades”, elaborado por la Universidad Nacional de General Sarmiento, la población inmigrante en este territorio representa un 5,23 por ciento del total de sus habitantes y, dentro de ese porcentaje, el 0,51, es decir, 60.796 personas, provienen de Perú, como Giovanna y su familia.
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Y yo no sé, no sé cómo llegar
La Niebla, Agarrate Catalina
Y solo sé, tan sólo sé cantar
Y agradecer que puedo recordar
Tus caricias piel de sol y terciopelo
Cuando era chica, para ir a la casa de mi abuela Victoria tomábamos el Camino General Belgrano. Hasta ahí se llegaba por Avenida del Trabajo. Doblando a la derecha, enfilábamos por el Camino hacia Lanús. La abuela me esperaba. Monte Chingolo, también. En los domingos de paseo, de Ezpeleta a Lanús, en furgoneta o en colectivo, el único camino era el del Camino. Es la vía de conexión por excelencia de los seis municipios de Buenos Aires que lo cobijan. Incansable, inicia su recorrido en la Ciudad de la Plata y termina hundiéndose en Avellaneda.
Mezcla de calle, ruta y avenida, el Camino es todo eso y mucho más. Es un rompecabezas. Pedacitos inabarcables. Mezcla de pobreza, ruina industrial y contaminación, pero también historias sobre intentos de urbanización, organización comunitaria o recuperación de espacios abandonados, como es el caso de Roca Negra, una metalúrgica fundida durante la última dictadura cívico-militar y recuperada en 2002 al calor de los piquetes y las cacerolas por la Asociación de Madres de Plaza de Mayo y el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Lanús.
Como un clavel del aire que llegó a destino, mi abuela, Victoria Ballejos, llegó a Villa Higuerita, un barrio de Monte Chingolo, con el matrimonio reciente bajo el brazo y un puñado de semillas para plantar. Trabajó la tierra a medida que el abuelo construía y, juntando los sueldos que ambos recibían por su trabajo en la fábrica, fueron dándole forma a la casa que domingo a domingo nos recibió. La abuela Victoria dejó su vida de campo en José Feliciano, en la provincia de Entre Ríos, pero sus años ahí siempre estuvieron en ella. Las historias del campo, de las naranjas y los chanchitos. La forma de hacer las tortas fritas y la levadura casera. Sembró semillas en su rancho lanusense y la memoria de aquel campo floreció durante años. Su casa fue de las primeras del barrio, motivo de orgullo para ella y un dato histórico barrial.
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Identidad Marrón es un colectivo que pone como eje de su lucha “el racismo más estructural”. Eligen autoidentificarse como “marrones” y ponen en escena la discriminación que se aplica desde tiempos coloniales contra ellxs, lxs descendientes visibles de campesinos indígenas, cuyos ancestros “no bajaron de los barcos”, porque siempre estuvieron aquí, según cuentan en la nota con la que dieron a conocer la creación de este colectivo. El año pasado, en pleno debate abierto por la sanción de la Ley de Equidad en la representación de los géneros en los servicios de comunicación, Sandra Hoyos, una de sus integrantes, reflexionaba: “Entendemos que la noción del racismo es una construcción social y relacional, donde lo que prevalece es la hegemonía de un cuerpo o ideas sobre otros y eso sucedió fundamentalmente hace más de 500 años con la colonización. Eso está presente y sigue atravesando nuestros medios de comunicación”, dijo.
En ese sentido, Sandra se preguntó qué pasa con la presencia física y discursiva de los cuerpos marrones, originarios, indígenas, afro migrantes, villeros, periféricos, conurbanos, pobres y campesinos en los medios de comunicación masivos.
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En el libro “Historia oral, relatos y memorias”, se afirma que, a través del relato de sus memorias, las personas comunes “comienzan a reconocer su propio lugar en la historia”. Las historias simples, como la de mi abuela o la de Giovanna, la historia de cualquiera que habite y respire el Conurbano, son parte de una historia colectiva que no tiene lugar en los medios masivos que muchas veces buscan a quién venderle, pero no a quién darle voz.
Entonces, ¿qué es comunicar el Conurbano? Es contar nuestras historias, ponerles nombre y apellido, pensarlas desde distintas miradas. Es construir memoria feminista, porque las mujeres lesbianas, travestis y trans que lo habitan son una pieza imprescindible de ese rompecabezas que está siempre en proceso de armar. Una memoria que se puede escribir sentadxs al cordón de la vereda, o bajo la sombra de algún árbol bonachón.
Jésica Rivero es periodista feminista y estudiante avanzada de la Licenciatura en Periodismo de la Universidad Nacional de Avellaneda. Integra la Red Par (Periodistas de Argentina por una comunicación no sexista) y trabaja en el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, donde desde hace 15 años hace trabajo territorial en articulación entre distintas temáticas: comunicación comunitaria, salud mental y géneros. Fue parte del equipo de asesoras de la Secretaría de Políticas de Igualdad y Diversidad del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación y colabora en medios como Cosecha Roja, Tiempo Argentino y LatFem.
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