“Militantes ecologistas tiran sopa sobre el cuadro “Los girasoles” de Vincent Van Gogh”, decía el titular que despertó la polémica en las redes. ¿Qué vale más, el arte o la vida?, planteaba la dicotomía ante la que los defensores del arte levantaron la voz indignados. Sin embargo, esa misma indignación que brota ante el ataque a una obra histórica parece aflorar también ante el surgimiento de nuevas formas artísticas que intentan abrirse paso. ¿Qué requisitos debe cumplir una obra para que sea considerada arte y no merecedora del linchamiento en las redes?

Por Romina Scalora*

 

“Militantes ecologistas tiran sopa sobre el cuadro ‘Los girasoles’ de Vincent Van Gogh”, decía el viral que empezó a circular temprano en la mañana del último viernes. No se necesitó mucho más para tener servido en bandeja el escándalo del momento en las redes.

La historia ya es conocida: dos militantes del grupo Just Stop Oil ingresaron a la National Gallery de Londres y le tiraron dos latas de sopa a una de las obras de arte más famosas del mundo. ¿El objetivo? Reclamarle al gobierno del Reino Unido la detención inmediata de todas las licencias para la exploración, desarrollo y producción de petróleo y gas, bajo la consigna “¿Acaso vale más el arte que la vida? ¿Más que la comida y más que la justicia?”.

La noticia, acompañada por su correspondiente video viral, se esparció por las redes. Y como cada vez que esto pasa, floreció la indignación. En parte porque entre el reclamo y la “performance” había un hilo conductor bastante endeble. Pero sobre todo porque el objeto del ataque era una obra de arte con la que todos estamos extrañamente familiarizados, y a la que, sin miedo a equivocarme, la mayoría de los indignados no conocemos, no vimos y quién sabe si alguna vez veremos. Sí, yo también me indigné, como si una simple lata de tomate sobre un vidrio prendiera en mi cabeza un cartel de luces luminosas con la leyenda: “Con el arte, no”.

Nos indignamos en formato caracteres, insertos en una época que le resultaría absolutamente insoportable a un Van Gogh que apenas pudo soportar su propio tiempo. Viralizamos hasta el hartazgo los cuadros que jamás pudo vender, y nos empalagamos de verlos estampados en remeras, cuadernos o banners de portada de infinidad de avatares. Grandísima ventaja de estos tiempos: la de poder hasta encariñarse con una obra de arte a la que muy difícilmente se habría accedido sin que Internet la pusiera a un follow de distancia.

 

Siempre listos para el tomatazo

La polémica de los tomatazos a Van Gogh silenció por un rato la polémica anterior. Una bastante más reducida, pero no por eso menos sintomática, que se despertó alrededor de Sofía, más conocida como “arroba anacleta chicle”.

Sofía subió a Twitter sus videos mirando a cámara y cantando canciones cómicas compuestas por ella, en las que bromea sobre su propia percepción acerca de situaciones cotidianas. Los videos rápidamente se viralizaron. Sin embargo, las redes se hicieron sentir, como suele suceder cada vez que florece un esbozo de creatividad en el océano de virales sin sentido. Pero días después de su primer hit, Sofía twitteó: “Hay gente tratándome muy mal y este es el año más difícil de mi vida y no tengo ganas de soportar estas cosas, así que voy a subir los videos a TikTok nada más” .

Quizás para los iluminados críticos que pululan por las redes, el tan mentado “proceso creativo” se resuma a un simple momento de epifanía y el parto espontáneo de La Gioconda (algo que tendría mucho más que ver con una revelación que, como dice el término, con un proceso).

Sofía nació en el 2000. Tiene 22 años. Subió sus videos, guionados, grabados, actuados, editados y difundidos por ella misma. No tocó ninguna temática social, esquivó la grieta, ni la rozó, no ofendió a ningún colectivo, ni siquiera habló de otros. Solamente se cantó a sí misma en forma de chiste. Y la recibimos así, a punta de tomatazos, por cometer el error de subir sus propios videos a sus propias redes.

Sofía es otra de las polémicas twitteras de estos días, pero también es una más. Otra usuaria que no leyó la letra chica del linchamiento online. No es lo suficientemente chica como para generar ternura, y lo que es peor aún, su propuesta no se puede encasillar fácilmente en el péndulo de posturas en el que ya nos acostumbramos a movernos.

Pero además, Sofía se animó a hacer humor y con el humor, la crítica es descarnada. En primer término, por su inabarcable subjetividad: así como ante determinadas imágenes dramáticas cualquier persona con un mínimo de sensibilidad podría conmoverse, en el humor alcanzar ese sentimiento homogéneo en una gran cantidad de personas es mucho más difícil. No todos nos reímos de lo mismo, no todos reaccionamos orgánicamente a un estímulo que pretende ser cómico de igual forma, y no todos tienen un sentido de la ironía lo suficientemente ejercitado como para disfrutarlo.

Pero mucho más en tiempo de redes, donde al humor siempre se lo corre desde las dos veredas: si escapa a la polarización social, no se compromete; si se pronuncia a favor de una causa, es problemático. Aunque podríamos sumar ahora una nueva: “Si es autorreferencial, es simplista”. Entonces no puedo dejar de preguntarme ¿Cuál es el humor que podría escapar al escarnio de las redes? ¿Cuál es el beneficiario de, en caso de no gustar, al menos pasar desapercibido?

Ante la horda enfurecida, suele responderse que las redes sociales son públicas, como si eso habilitara a la más desalmada barbarie. Un argumento que esconde el precepto de que para evitar el linchamiento lo más recomendable es pensar varias veces antes de publicar: “Pensá o te expones a que esto te pase”. Asumimos que esas son las reglas en el medio que enaltecemos como el democratizador de la palabra, aunque suene bastante más a amenaza que a libertad de expresión.

Es cierto que vivimos inmersos en una gigantesca vidriera donde todo es posible de ser mostrado e internalizamos que vivir en esa vidriera es nuestro derecho. Las redes están contempladas en nuestros espacios de mayor intimidad, se volvieron ideas. Ideas que uno tiene en cuenta a la hora de comprar el cotillón para un cumpleaños, de mostrar que fuimos a un recital, o de opinar sobre lo que los demás producen.

Pero cuando mudamos nuestra vida a la red, nos olvidamos los matices en alguna caja. Gracias a los cuales, en algún momento, concluíamos el debate diciendo simplemente “a mí no me gusta”. Y lo reemplazamos por la anulación inmediata y violenta de cualquier expresión que no nos convoque. Nos volvimos nuestros propios censores en el único espacio que teníamos de absoluta libertad.

 

Arte, arte, arte

Las redes son una inmensa vidriera que habitamos, pero por momentos pareciera que nuestra idea de arte quedó, como el cuadro de Van Gogh, protegida tras un vidrio. Cerrada a cualquier mutación que integre nuestra manera de comunicarnos con el mundo. Anulamos que el significado mismo de arte define como tal a cualquier actividad en la que se recree, con una finalidad estética, un aspecto de la realidad o un sentimiento. Como si el meme no fuera una nueva forma de arte, como si no brotaran los artistas entre la maraña de videos virales, o no asomaran autores interesantísimos tras la batería de hilos de Twitter. Repetimos la lógica centenaria que entiende al arte como un reducto elitista reservado solo para seres superiores merecedores de él, pero en una forma infinitamente más dramática, porque nos negamos a nosotros mismos nuestras propias creaciones.

Quedamos enmarañados en una crueldad que sepulta cualquier acto creativo que no se adapte a nuestra intocable idea de arte. Aunque hayamos adaptado nuestra forma de hablar, de pagar deudas, de relacionarnos con potenciales parejas, hasta de viajar, nunca pudimos derribar nuestra obsoleta connotación del arte. No le podemos sacar provecho a las ideas que brotan a diario, disfrutarlas.

Volcamos mucha más pasión en ridiculizar el escape creativo de cualquier persona que se anime a mostrarlo en las redes que en fascinarnos con abrir las puertas que nos brinda Internet para descubrir talento en todos lados. Y nosotros, que enaltecíamos a los artistas independientes, lo único que conseguimos es obturar nuevas creatividades a los tomatazos, solo porque un video de 30 segundos no nos gustó. Como si “el arte” dependiera de nuestro gusto particular, pero sobre todo porque podemos ejercer de críticos siempre con el que surge en soledad.

Podrán gustar o no algunas expresiones del arte contemporáneo que se muestran en los museos más reconocidos del mundo, cuadros rotos, rayados, salas vacías, inodoros saliendo de paredes, pero pocos se animan a sentenciar que eso no es arte. ¿Por qué? Porque están certificados, alguien los hizo merecedores de tal categoría. Es la clara muestra de lo efectivas que fueron décadas de restricción. Llevamos en el ADN la idea del arte como algo que solo podemos contemplar respetuosamente, incluso internalizando que seguramente no seamos capaces de comprenderlo en su total genialidad, y por ende, eso que pasa por nuestro costado, no puede ser catalogado como un hecho artístico. Porque los eruditos hicieron bien su trabajo y lograron que sigamos creyendo que el arte está en los museos, en los recitales de los grandes artistas (siempre localizados en grandes ciudades), o en festivales que reúnen a “artistas nuevos” bajo el paraguas de una organización que regula cuál es el arte merecedor de participar de esa vidriera.

Bajo esa lógica, no es arte una murga; no es arte un graffiti; no es arte una banda que se junta a tocar; y mucho menos si cualquiera de estas expresiones surge por fuera de los límites cada vez más restrictivos de la gran ciudad que se arroga el derecho de certificar la creatividad en artistas o aspirantes. Poco importa lo original de la propuesta, el esfuerzo con el que se lleve adelante, incluso el público que se convoque: conurbano, provincias, siempre deberán buscar la legitimación de los “ilustres” portavoces del arte.

Porque seguimos entendiendo al arte como eso a lo que se accede con esfuerzo, con sacrificio, con erudición. Y por eso siempre estamos por fuera, y lo que nuestra generación de más de 30 demandaba en masa, eran apenas hechos artísticos menores, nunca arte. Porque el arte es restrictivo, y por ende, aquello a lo que se puede acceder masivamente no puede ni debe ser entendido como tal. Bajo esa misma lógica reaccionamos en redes: no es arte un viral, como hace años no era arte Videomatch. Compramos sin cuestionarnos la fragmentación entre arte y “el medio artístico”, como si fuesen cosas distintas, aisladas, como si algunas “expresiones” no terminaran nunca de pagar el peaje de entrada a las grandes galerías.

Traspolamos la disputa “Videomatch” vs. “Les Luthiers” a las redes, en tiempos donde ya no hay ni siquiera un Les Luthiers del cual agarrarse, o un Listorti recitando poemas que nos hagan reír (aunque a muchos, con culpa). En las redes del sobre análisis todo necesita marco teórico, pero en nuestro foro íntimo todos necesitamos respirar. Defendemos los girasoles de Van Gogh, en parte, solo porque Van Gogh no usó TikTok para mostrar sus cuadros. Y por eso, actuamos como reaccionarios con latas de tomate en mano, esperando apuntarle al próximo que asome la cabeza y nos mantenga la polémica encendida, para pasar a olvidarlo 24 horas después. Excepto para quien lo padeció, a quien el linchamiento se le reedita como una bola en el estómago que migra a la garganta cada vez que vuelva a apretar “publicar”.

Yo prefiero pensar que arte es Van Gogh, con sus pinceladas grotescas, llenas de colores e historia, al que dos militantes le tiraron las latas de sopas como si él fuese el culpable del calentamiento global. Pero también puede serlo un video creativo de 30 segundos que me despierte una risa orgánica mientras espero el colectivo. Porque si seguimos considerando el arte solamente como aquello inalcanzable, nos vamos a perder lo mejor de la vida. Y yo no me quiero perder nada.

 


*Nació en Buenos Aires en 1988. Es Profesora de Historia recibida en el Instituto Superior del Profesorado Joaquín V. González, en donde se desempeña como colaboradora en la asignatura de Historia Contemporánea, poniendo especial énfasis en el abordaje acerca del surgimiento de las nuevas derechas, sobre el que realizó su estudio de grado: “Identidad partidaria del PRO: Contradicciones entre su discurso y su composición (2001-2007)”. Ejerce, además, como docente del nivel medio en la escuela Escuela Osvaldo Pugliese de gestión estatal de la Ciudad de Buenos Aires.

Paralelamente, se desempeña como comediante colaboradora en radio junto a María O’Donnell en “De Acá en Más”, por Urbana Play. Durante 2022, integró proyectos televisivos como panelista en “El debate del Hotel de los Famosos”, por El Trece, y como columnista de humor en “Instalate”, por América.

Además, participó como guionista en los diversos espacios del canal de humor de YouTube “País de Boludos”, abordando temáticas de política nacional e internacional.

Participó en la creación de contenido humorístico para “El Destape Web”, y en sus redes sociales (@laromiscalora) se desempeña como creadora integral de contenidos audiovisuales de comedia con tinte informativo, en el área de espectáculos y curiosidades. Actualmente, trabaja en la escritura de un libro de su autoría.