¿Cómo influye la cultura de la prevención del delito en el hostigamiento policial y la legitimación de las pasiones punitivas? ¿Qué mecanismos de construcción de la identidad individual y colectiva se activan en las tensiones que se dan entre las fuerzas de seguridad y los jóvenes? En este texto, el investigador explora esas relaciones y cómo permean la cultura de la dureza como modelo de seguridad.
Por Esteban Rodríguez Alzueta
Foto: Juan Dias
Acabo de publicar dos libros y me gustaría compartir algunas de las tesis principales que se averiguan en el título de este artículo. Estoy postulando, así, una relación de continuidad entre la prevención y el hostigamiento, es decir, entre la prevención de la inseguridad y el hostigamiento policial, y para decirlo en los términos de los dos libros, entre el prudencialismo y el verdugueo de la yuta y las relaciones que surgen a partir de estas operaciones entre las fuerzas de seguridad y su clientela habitual: jóvenes de clases populares que también forjan su identidad como colectivo a partir de las tensiones con la policía que, a su vez, se nutre de esa relación para su propio reconocimiento.
La cultura de la prevención es un gran problema. La prudencia es la manera de estar en la sociedad hoy en día. Se sabe: “mejor prevenir que curar”, mejor andar con las antenas paradas que lamentarse después. El que no actúa preventivamente será referenciado como un irresponsable. No hay seguridad sin prevención. La prevención nos enseña a actuar en función de los riesgos que corremos en la gran ciudad, a actuar para minimizar los riesgos, para anticiparnos y evitar los que creamos. Por supuesto que la prevención no está hecha de las mismas prácticas, los mismos criterios. Pero la prevención, hoy, no viene con hospitalidad sino con mucha hostilidad, es decir, viene con ceremonias de degradación moral, con habladurías y prejuicios que surcan el imaginario social y activan pasiones punitivas. La prevención, entonces, dispara la cultura de la vigilancia y la delación, transforma a los ciudadanos en vecinos alertas y a estos, a su vez, en policías amateur.
Para decirlo con una imagen: la prevención es el Caballo de Troya de la punición. Con la prevención, el hostigamiento encuentra un nuevo punto de apoyo para desplegarse. Porque la prevención no opera en el vacío social ni institucional. La prevención se acopla a las rutinas institucionales y sociales preexistentes: una de ellas es el olfato social o la cultura de la sospecha y la otra, el destrato que tiene lugar con las detenciones policiales preventivas.
La prevención, hoy, no viene con hospitalidad sino con mucha hostilidad, es decir, con ceremonias de degradación moral, habladurías y prejuicios que surcan el imaginario social y activan pasiones punitivas. Con la prevención, el hostigamiento encuentra un nuevo punto de apoyo para desplegarse.
Las detenciones y cacheos en el espacio público no vienen precisamente acompañadas con buenos modales, sino con gritos, insultos, provocaciones, imputaciones falsas, comentarios misóginos o llenos de doble sentido. También, vienen con “toques” o “correctivos” que, más allá de que no dejen marcas visibles en el cuerpo de la persona, impactan igualmente en su subjetividad y agreden su dignidad.
La prevención, entonces, le abre las puertas a violencias de baja intensidad, violencias estructurales o de larga duración, con muchos vaivenes, en la medida que dependen también de los insumos políticos que primen en cada coyuntura, pero que vuelven a las policías cada vez más intolerante para con su clientela habitual. Porque ya sabemos que la policía trabaja con una clientela y que las detenciones son selectivas: jóvenes varones, morochos y pobres, que tienen determinadas pautas de consumo y estilo de vida, como andar con gorrita y usar ropa deportiva cara.
Policías y jóvenes, en una lucha por el reconocimiento
La vulgata del norte global en torno a la “Tolerancia Cero”, que fuera propalada rápidamente en nuestro país de la mano de la demagogia punitiva, redefinió el rol de las policías cuando modificó su objeto. Una policía que ya no está para perseguir el delito, sino para prevenirlo. Y prevenir significa demorarse en aquellas pequeñas conductas colectivas, asociadas a determinados grupos de pares que, si bien no constituyen un delito, podrían estar creando las condiciones para que el delito tenga lugar. Quien puede lo menos, puede lo más; es decir, conviene no subestimar las pequeñas transgresiones y actuar oportuna y severamente para desalentar a los integrantes de esos colectivos que deriven hacia trayectorias criminales.
Ahora bien, para que la policía pueda prevenir necesita dos cosas: una, participar a los ciudadanos en las tareas de control. Son los vecinos alertas los que deben mapearle a la policía la deriva de los grupos que tanto miedo les inspiran. Y dos, facultades discrecionales. La policía no tiene la bola de cristal para saber dónde puede producirse la próxima fechoría. Pero tampoco puede tener “la manos atadas” para llegar antes. Las facultades discrecionales para detener y cachear a las personas preventivamente se legitiman con la legislación menor, como códigos de convivencia que están relanzándose. Se configura así una legislación que habilita y legitima la prevención policial, que expande sus tareas y facultades.
Esa misma discrecionalidad es la que los jóvenes viven como problema, y nombran como “verdugueo”. En el libro Yuta, que hicimos con el Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales (LESyC) sobre violencias urbanas de la Universidad Nacional de Quilmes, nos propusimos reponer el carácter relacional a la violencia policial. Con ello, queríamos desvictimizar al o la joven para reponer su capacidad de agencia. Hablamos de una relación social asimétrica pero contradictoria. En efecto, el hostigamiento puede ser resistido. En algunas oportunidades, los jóvenes suelen tomar riesgos y enfrentar a la policía. Ese afronta hay que leerla como parte de las luchas por el reconocimiento entre policías y jóvenes. Cada uno buscará el reconocimiento del otro, un reconocimiento que luego se traduce o apunta al propio reconocimiento de los pares. En el reconocimiento del otro se juega, también, el reconocimiento al interior de su propio grupo de pertenencia.
La idea de la “Tolerancia Cero” y la demagogia punitiva que la acompaña redefinió el rol de las policías que, ahora, tienen que prevenir el delito, apoyados en los vecinos en alerta que les mapean los potenciales riesgos y la discrecionalidad con la que detienen y cachean preventivamente.
Lo que quiero decir es que los jóvenes, además de ser objetos de las violencias policiales, son sujetos de acciones de resistencia, con tácticas o estrategias a través de las cuales no sólo hacen frente al desprecio, sino que componen una identidad a la medida de la vida dura que llevan en el espacio público.
La cultura de la dureza no se compra en el kiosco de la esquina, y tampoco se aprende mirando un tutorial de YouTube, sino, entre otras cosas, “parándose de palabra” frente a la policía, “haciéndose el tonto”, “tomándoles el pelo”, “guardando silencio”, es decir, aguantando el hostigamiento. La dureza está hecha de aguante policial. La resistencia provee recursos morales que les permite construirse una imagen que, después, les permitirá hacer frente a otros actores con los cuales mantienen alguna pica o bronca que viven con mayor centralidad. Más allá de que a los jóvenes les toque perder frente a la policía, saben que la imagen que lograron componer alrededor del aguante les permitirá enfrentar a otros actores con los que mantienen rivalidades que viven, incluso, con mayor centralidad.
Hay que agregar que el hostigamiento, como relación tensa, se organiza a través de criterios de coacción y diálogo, es decir, tiene una dimensión coactiva pero también otra dimensión hegemónica. Los policías no siempre hostigan a los jóvenes cuando los detienen. A veces, les sale más barato dirigirlos y ganarse su aceptación movilizando a determinados sentidos comunes. Y lo mismo podemos decir de los jóvenes: a veces, deciden invertir energías anímicas expresivas y emotivas para enfrentar a la policía, pero otras veces buscarán poner la relación en un lugar de negociación.
Cuando la policía hostiga a los jóvenes puede hacerlo para activar la autoridad con la que fue investido, para llenar el tiempo muerto con el que se mide diariamente, para ganarse la atención y el respeto de sus propios pares. A veces, el destinario de la violencia son los propios policías. Otras veces, son los pares de los jóvenes que no están presentes al momento de la detención, pero utilizan el cuerpo de aquellos jóvenes, y su subjetividad, como un bastidor para mandarles mensajes cifrados.
Hablamos, entonces, del reconocimiento de la policía y el reconocimiento de los jóvenes. El reconocimiento de los otros grupos de pares juveniles está atado en gran medida al reconocimiento policial, a la cultura del aguante. Existe entonces una relación entre el atrevimiento y el aguante, pero también entre el desprecio y el respeto.
La discrecionalidad que la cultura punitiva le otorga a la policía para detener y cachear a los jóvenes que son vistos como peligrosos en el imaginario social genera, a su vez, una lucha por el reconocimiento entre policías y jóvenes. Se necesitan mutuamente: en el reconocimiento del otro se juega, también, el reconocimiento al interior de sus grupos de pertenencia.
En definitiva, el hostigamiento policial puede generar vergüenza, angustia, humillación, pibes silenciosos. Pero también los jóvenes, cuando deciden enfrentar a la policía, pueden generarse insumos morales que les permiten acumular prestigio para ganarse la atención, el respeto y/o cuidado de sus propios grupos de pares y el respeto de los otros grupos con los que mantienen rivalidades.
Con todo, es necesario comprender las dinámicas del hostigamiento para comprender la complejidad de esas relaciones situadas, pero también para entender que el policiamiento puede volverse un insumo moral para componer una cultura de la dureza que termina creando, muchas veces, condiciones para que puedan desarrollarse otros conflictos en el barrio. No obstante, también, termina recreando las condiciones que reproducen los malentendidos entre jóvenes y policías, por lo menos, hasta que se jubilen de jóvenes y policías, es decir, que se corran cada uno de su estereotipo y ya no les calce el sayo a ninguno de los dos. Mientras tanto, cada uno necesita del otro para saber quién es, para ganarse el reconocimiento de otros actores que no están presentes cuando ellos tensan la cuerda.
Esteban Rodríguez Alzueta es investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Además, escribió, entre otros libros, Temor y control, La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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