Betty, Concepción, Gabriela, Norma y Miriam forman parte de Las Mandarinas, un grupo de mujeres que diseñan, cosen, cortan y pegan productos textiles en Villa Dominico. Trabajan como lo que son: una fábrica sin patrón. La pata que le falta: los derechos laborales. Conocé la cooperativa conurbana que trabaja con coraje, empuje y pasión.

Por Natalia Arenas

 

 

Y aunque no me lo crean a veces siento risas
Y un perfume en el aire como de mandarinas

(“Mandarinas”, Víctor Heredia)

 

 

Esta es Betty. Tiene el pelo corto y canoso. Las manos casi siempre en los bolsillos del jogging gris. 60 años y un hijo de 40. Responde todo pero sin mirar a los ojos. Es jubilada y antes de sublimar las telas -ella dice “estampar” pero sus compañeras la corrigen porque no es lo mismo- hacía veredas y columnas, que es lo que más le gusta. Antes repartía mercadería en los comedores. Y antes reciclaba cartones y papel. Está segura de que si ahora se dedicara a cartonear, ganaría por semana lo mismo que saca entre la jubilación y el Plan Potenciar Trabajo por mes: calcula que el kilo de cartón ronda los 45 pesos. Entre lo de ella y la pensión que cobra su hijo por tener una discapacidad intelectual, más o menos se arreglan, dice.

A Concepción este trabajo le gusta. Llegó hace seis meses para aprender a coser y se quedó a trabajar. Antes limpiaba casas particulares. Estaba en blanco, pero eran muchas horas y se volvía loca para acomodar los horarios y cuidar a su bebé. Tiene 38 años y es madre soltera. Su hijo ahora tiene 9. Viven en Dock Sud. Todos los días ella lo deja 8.20 en la escuela, en la Ciudad de Buenos Aires, y se vuelve para Avellaneda, a Villa Domínico, a trabajar en la cooperativa hasta las 15.30. Regresa a CABA a buscarlo a las 16.30.

La campera de Gabriela es bordó y tiene un escudo de River estampado (¿o sublimado?) en el pecho, del lado derecho. Toma mate y cose una de las cientos de camisetas que les encargó el gobierno de Tucumán para un campeonato de fútbol. Hace 4 años, a los 36, terminó el secundario en una nocturna. Tiene 6 hijes, dos ya viven con sus parejas y les otres con ella y su marido. Pasa muchas horas en la cooperativa. El marido dice que más que en su casa. Ella lo toma a chiste.

Si hubiera sol entraría directo por los vidrios del portón. Pero este martes de julio está gris y demasiado húmedo. La claridad la dan una decena de tubos fluorescentes que se reparten por el galpón donde funciona la cooperativa textil Mandarinas. Hasta acá, en el barrio de Villa Domínico, a unas cuadras de la avenida Mitre, en Avellaneda, no llegaron las cámaras de televisión que repiten en loop a la (ahora ex) planera que escandalizó a los conductores de televisión y a las señoras de clase media cuando dijo que le convenía más cobrar planes que tener un trabajo. Y eso que estamos a 10 minutos de la Ciudad de Buenos Aires. Y eso que acá está lleno de planeras. 

Las Mandarinas son 15 mujeres de entre 18 y 60 años que, a través de la organización Barrios de Pie y como contraprestación al Plan Potenciar Trabajo, cosen, cortan, pegan y diseñan productos textiles. Empezaron haciendo banderines de colores para adornar los comedores y los festejos en los barrios populares y hoy se diversificaron: ropa de mujeres reales, de niñes, banderas, camisetas, ponchos, portacosméticos, almohadones. Y banderines.

La cooperativa y sus trabajadoras forman parte de ese sector que mueven quienes quedaron fuera del sistema formal: la economía popular. Las crisis económicas de los últimos años, profundizadas por la pandemia, integran en este mundo a quienes alguna vez tuvieron un trabajo registrado como a quienes nunca accedieron a uno. Todes elles tienen algo en común: necesitaron inventarse un trabajo para sobrevivir.

Según el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular (ReNaTEP), en Argentina son más de 4 millones. En su mayoría mujeres jefas de hogar, que combinan este trabajo remunerado con tareas de cuidado no reconocidas, es decir, no pagas.

Mandarinas tiene una historia de más de 10 años. Norma Morales, dirigenta de Barrios de Pie y secretaria adjunta de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), la conoce muy bien. Es una de las que empujó esta cooperativa que nació en su barrio, el Danubio Azul, en la ciudad avellanedense de Dock Sud.

En un festejo del Día del Niño cortaron la calle y atravesaron la vereda con los triángulos de telas de colores como en una kermesse. En el barrio empezaron a pedirles banderines para distintas celebraciones. “Nos dimos cuenta de que podíamos multiplicar esta experiencia”. Y entendieron que no sólo podían hacer banderines y donarlos, también podían aprender a confeccionar otros productos y venderlos.

La sabiduría vino de Mabel, otra integrante de Barrios de Pie, que tenía una máquina de coser a pedal en su casa y se encargó de capacitar a todas.

En los barrios las conocían como las trabajadoras de los comedores. Llevaban sus productos a las ferias del Consejo de la Economía Popular que están en todo el país. Sólo en Avellaneda, Barrios de Pie tiene más de 200 emprendedoras de distintos rubros que participan de ese circuito.

“El objetivo siempre fue que las compañeras pudieran llevarse un mango más”, dice Norma. Pero la realidad les exigía otra cosa: esos primeros tiempos lo que sacaban de las ventas volvía a las ollas de los comedores.

En pleno gobierno macrista combinaban el trabajo en esos centros comunitarios con la confección de banderines y ropa de “mujeres reales”, las tareas domésticas, el cuidado de les hijes y las movilizaciones al Ministerio de Desarrollo Social para pedir lo básico: trabajo.

Pero veían que las experiencias que se multiplicaban en los comedores y casas de otros barrios no podían salir de la precarización que supone la industria textil. Tanto esfuerzo no tenía sentido. Por eso en esos días interminables de acampes, ollas populares y asambleas decidieron que necesitaban crecer. Y para eso era fundamental tener una marca.

“¿Qué compartimos en todas las movilizaciones y nos aúna? Mandarinas. Una fruta económica y accesible. Somos mandarinas”. A ese nombre le sumaron los valores que hoy rodean el logo pintado en una de las paredes de la entrada a la cooperativa: coraje, empuje, pasión.

Un poco más allá del logo, el torso de una Evita clásica de rodete tirante y brazos extendidos se asoma como naciendo de una corona de flores, hojas y mandarinas. Hay maniquíes con ropa, almohadones, percheros. Y banderines que cruzan todo el galpón. En un día cualquiera de trabajo, como hoy, el piso está lleno de papeles y las sillas de telas, retazos y moldes.

Miriam tiene 41 años. Trabaja en una de las 20 máquinas industriales que tiene la cooperativa -las primeras cinco llegaron por una donación de la embajada de Australia-. No se levanta en ningún momento y casi no levanta la vista de la máquina. Sabe que un descuido puede lastimarla. El ruido de su herramienta de trabajo retumba en el salón y es un acompañamiento constante. Intenta estirar una bandera a la que le acaba de coser los bordes. No le alcanzan los brazos para abarcarla, así que la va deslizando despacito entre los dedos para chequear que haya quedado bien. La bandera tiene la misma imagen de Evita con el rodete y los brazos extendidos pero sin las mandarinas. Miriam levanta del piso una bolsa:

-Estas colitas son para Mc Donalds. Me pagan 20 pesos por cada una. Pero tienen que estar bien prolijas, con las costura para adentro. Si salen mal, las tengo que deshacer y volver a coser.

Desde que aprendió a coser a máquina, le llegan otros trabajos. Como no tiene una máquina en su casa, porque es muy cara, los hace en la cooperativa.

– A veces no valoran lo que una hace. Pero yo lo hago con mucho cariño. ¿Viste cuántas me salieron ya?-dice satisfecha.

Las mandarinas trabajan entre 7 y 10 horas por día. Cuando tienen que entregar un pedido, se quedan hasta más tarde. Si bien son 15, sólo 7 están en el sector de producción. Las otras se están capacitando y por ahora cortan y pegan telas.

“Todo es a prueba y error”, dice Norma. Ninguna de ellas estudió diseño textil o de indumentaria. Pero algunas se las rebuscan: miran moldes, revistas, copian diseños y los llevan a la cooperativa.

Por el Potenciar Trabajo cada una cobra 22 mil pesos. Y, ahora sí, la venta de la producción se reparte entre todas. Si llegan a tiempo con la entrega de camisetas en la que están trabajando, les dejará 20 mil pesos más a cada una a fin de mes. Un poco menos que el Salario Mínimo Vital y Móvil de junio.

La venta minorista, por lo general, la hacen en las ferias. Manejan precios populares: un conjunto polar para niñes cuesta 2 mil pesos. La mitad que en cualquier otro negocio. “Porque acá no hay intermediarios. Y es el mismo producto que está en la vidriera de Once, en Flores, en los shoppings”, asegura Norma.

La producción mensual no alcanza para cubrir los gastos. Los insumos los compran generalmente con el dinero que les entra de los proyectos que presentan en el Consejo de la Economía Popular: hace unos días les aprobaron uno por 500 mil pesos y con eso compraron las telas que pronto serán casacas. Tampoco alcanza para el alquiler del galpón: lo paga la organización.

Trabajan como lo que son: una fábrica sin patrón. Hay roles diferentes, pero ninguna manda. Y mantienen la lógica asambleísta de la organización: todas las semanas se reúnen para debatir y contar los problemas que surgen hacia adentro.

Norma dice que todavía falta un largo trecho que les permita entrar en “la lógica de las cooperativas”. “Por eso es que seguimos tomando pedidos de privados y después nos pagan en negro”, dice. Y aclara: “No es la idea, pero ahora es lo seguro. La realidad nos termina empujando a eso para que a fin de mes ellas tengan un mango más en el bolsillo, pero a través del pago en negro, no a través de la cooperativa que conformamos”.

La pata que le falta a la economía popular: los derechos laborales. Algo que se escuchó en la marcha que encabezaron las organizaciones sociales por San Cayetano: trabajo hay, pero precario.

Para revertirlo, dice Norma, se necesitan políticas públicas que acompañen. “Trabajo hay, el tema es que hay un sector que sigue presionando para que sigan siendo ellos los que ganan y no quieren abrir ese abanico para que seamos más los que podamos generar riqueza y puestos de laburo”, plantea. Para ella,  si hubiera más experiencias como Mandarinas en todas las provincias, todo cambiaría. “Pero hay una falta de definición política”, dice.

-Acá me siento útil -cierra Miriam- Pero el día de mañana no quiero morir acá. No quiero depender del gobierno. Me gustaría trabajar en una empresa, para 47 Street, ponele-. Se ríe como quien sueña despierta.

Son casi las 12 del mediodía. Gabriela cuenta que Betty cocina muy bien y que siempre lo hace para todas. “Ya se puede casar”, dice, y todas se ríen.

-Capaz la señorita nos puede cocinar -dice Betty buscando complicidad.

Un poco avergonzada entre tantas mujeres que cocinan, limpian, cuidan, cosen, contesto que no sé.

-Entonces le vamos a enseñar. Acá todo se aprende -dice Betty. En toda su vida tuvo un sólo trabajo registrado en la fábrica Bagley. Le duró poco: “Se cumplió el contrato de los tres meses y me dijeron que no servía para la empresa”, cuenta.

Concepción se acerca con una bolsita de tela.

-Esto es para vos de parte de todas nosotras.

La abro y se despliegan un montón de triangulitos de colores. Son banderines.

 


*Natalia Arenas es periodista conurbana y feminista. Se graduó de Licenciada en Periodismo en la UNLZ y se especializó en Géneros y Movimientos Feministas (UBA) y en Raza, Género e Injusticia (UNSAM). Trabajó como redactora y editora en medios gráficos y digitales de alcance nacional. Fue conductora y productora en espacios radiales y audiovisuales. Dio clases de comunicación, talleres de radio, crónica periodística, narrativas digitales y periodismo feminista. Fue subeditora del sitio web de Diario Popular, donde impulsó el abordaje periodístico de los femicidios y la violencia contra las mujeres. Coordinó la Beca Cosecha Roja, formación en narrativas y géneros para periodistas de América Latina. Actualmente escribe en Cosecha Roja, es productora de Anfibia Podcast y colabora en otros medios. Cursa la Maestría de Periodismo Narrativo en UNSAM. Por su trabajo en Cosecha Roja en 2018 ganó el Premio Lola Mora en la categoría prensa digital. En 2022 recibió una mención especial en los premios Juana Manso.