Los dos últimos fines de semana, millones de argentinas y argentinos se prendieron a la televisión para escuchar debatir a los candidatos presidenciales que llegaron en carrera al 22 de octubre, con la misma intensidad que cuando se enfrentan River y Boca o que cuando Argentina disputa el Mundial. En esta nota, la autora recorre la tradición del intercambio político en nuestro país y analiza las características del formato: ¿colaboran con la discusión democrática, o no, los debates en los que no hay cruces demasiado profundos?
Por Julieta Waisgold*
En un momento en el que se habla de un “distanciamiento” entre la política y la gente, los dos debates de los candidatos presidenciales que se hicieron los dos fines de semana pasados tuvieron picos de más de 40 puntos de rating, como un River-Boca o un partido del Mundial.
Todavía queda en la memoria alguno de los viejos debates entre los candidatos a jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que la señal TN organiza desde 1996, o la silla vacía que dejó Carlos Menem en el debate al que no fue con Eduardo Angeloz en 1989, o la otra silla vacía que dejó Daniel Scioli en 2015.
Pero más allá de estos momentos que marcaron algunos hitos, en Argentina, los debates empezaron a ser obligatorios por ley en 2016. Se habló mucho sobre las limitaciones de formato de los encuentros de este año, y se abrió el interrogante acerca de cómo el sinnúmero de reglas y restricciones puede afectar el desempeño final de los candidatos, que con sus luces y sombras parecieron moldear sus intervenciones con un anunciado preaviso.
El modelo de los debates políticos cambia según las tradiciones de los distintos países. Hay formatos en donde casi no hay reglas sobre las intervenciones y los temas, e inclusive (como pasa en Estados Unidos) hay otros en los que participan los electores, que son parte del público y tienen la posibilidad de hacer preguntas con la supervisión de los moderadores.
Tanto en otros lugares como aquí, el debate electoral es un momento de mucha visibilidad que sirve para poner la política en escena y para que los candidatos suban sus propuestas, sus imaginarios y sus posicionamientos arriba del escenario.
Más allá de esta oportunidad, el ejercicio de debatir cambió en Argentina respecto a décadas atrás. En los 90s todavía era muy frecuente ver a los políticos discutiendo o intercambiando miradas en los programas de televisión. Todas las semanas desfilaban por Hora Clave y Tiempo Nuevo -los programas de televisión de Mariano Grondona y Bernardo Neustadt, respectivamente- protagonistas de la política o del sindicalismo para ser entrevistados, o para discutir en una mesa junto con los conductores. La entrevista o el intercambio político en televisión eran géneros mucho más visitados. Un lugar en donde los políticos ejercitaban quizás un poco más que ahora, y de forma continua, el arte de la palabra cruzada con otras palabras, más allá de los tiempos de estrés electoral.
En los últimos años, esa tendencia cambió y empezó a ser guiada cada vez más por la lógica del show mediático o el espectáculo político. El politainment o la comunicación política guiada por la idea del entretenimiento no es una novedad de este siglo, sino que vino de la mano de la televisión. Pero las redes sociales la potenciaron. Esta lógica indica que todos los contenidos deben producir un estímulo nuevo para competir con los cientos de estímulos diarios a los que las y los ciudadanos se ven sometidos.
Así fue que los viejos formatos de entrevistas y debates empezaron a dejarle lugar a programas que prometían más estridencias, como pudo haber sido Periodismo Para Todos de Jorge Lanata, o el de la misma Mirtha Legrand, cuando empezó a convocar cada vez más a los políticos a sus almuerzos y cenas. La última escala de este recorrido es el panelismo –en sets más poblados de panelistas que de políticos- como nueva forma y epicentro del debate sobre la política.
Y en este contexto es que periodistas como Alejandro Fantino saltaron de los deportes a la entrevista política en la búsqueda de “ablandar el formato”, y algunos conductores de programas de espectáculos, como Jorge Rial y Viviana Canosa, pasaron sin mediaciones a hacer periodismo político. No parece casual que Javier Milei, el candidato que ocupa el primer lugar en intención de voto y que salió primero en las PASO del 13 de agosto, haya tenido como cuna el programa Intratables.
En medio de esta nueva lógica mediática, resulta llamativo que en el debate presidencial no se hayan reproducido las lógicas de show televisivo. Que en los debates a los que millones de argentinos se sintieron convocados no se haya producido una discusión fuerte como pasa en los principales programas de televisión, tal vez haya tenido algo que ver con el formato limitado del encuentro. Sin embargo, eso no parece ser una explicación suficiente.
Tal vez guiados por la literatura general que suele indicar que estos encuentros sirven para reforzar posiciones previas más que para torcerlas a favor, parecía que el ánimo de las y los candidatos era el de marcar sus posiciones, mucho más que el hecho de convencer a alguien nuevo.
Por eso, en estos últimos debates, las y los argentinos asistieron a una paradoja: el día de la campaña en el que el discurso político se sube forzosamente al escenario, tal vez haya sido el día en el que más se bajó la intensidad de la política. Nadie pareció querer arriesgar demasiado teniendo las generales del 22 de octubre tan cerca.
*Es periodista de TEA, abogada de la UBA y diplomada y maestranda en Comunicación Política de la Universidad Austral.
Siempre le gustó la política y hace más de 15 años empezó a trabajar en comunicación buscando conocer y entender el detrás de escena. Sus primeros pasos fueron en el Congreso de la Nación y más tarde se desempeñó como asesora y coordinó equipos en distintas áreas del Estado Nacional. Trabajó en el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, en ACUMAR y en el Ministerio de Salud de la Nación.
En 2019, coordinó el equipo de discurso de la campaña presidencial de Alberto Fernández.
Hace ya algunos, junto a dos socios, creó Alaska, una consultora especializada en Comunicación Política, donde trabajan con distintos clientes del ámbito público y tercer sector en el diseño de estrategias de comunicación, comunicación de crisis y riesgo.
De manera autodidacta, en los últimos años se formó en lecturas sobre populismo y nuevas derechas. Y fueron esas lecturas las que la llevaron a hacer un curso de posgrado sobre teorías sociales y políticas posestructuralistas en Flacso. Está en desarrollo de su tesis de maestría.
Además, fue ponente en distintos congresos de Comunicación Política, como el de la Asociación Latinoamericana de Investigación en Campañas Electorales (ALICE) y la Cumbre Mundial de Comunicación Política. Escribe con cierta periodicidad en distintos medios nacionales, como Perfil y Página 12.
Los que no la conocen suelen preguntarle si es politóloga. Ella contesta que es poeta y justiciera.
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