El día que le presentaron al Negro la tarde estaba violeta y no corría aire, eran cerca de las 20 de un día de semana y la noche no quería comenzar. Mara había estado rindiendo una de las nueve materias que se había llevado a diciembre, a propósito, porque nada mejor que estar fuera de casa cuando sos adolescente. El grupito de amigxs paraba frente a la escuela en un kiosco que tenía mesitas, metegol, cartas y un teléfono público, que con 25 centavos llamabas y avisabas “Me ratié”. Los partidos de truco eran a matar o morir. A él le quedaba de pasada el kiosco donde se les había hecho costumbre juntarse.

Era un Negro hermoso, con el pelo brilloso y ensortijado hasta los hombros. La piel tenía el color exacto del tradicional chocolate Águila y los dientes parecían perlas en la cara marrón intenso.

El Negro no era flaco ni gordo, no tenía edad fija ni fecha de cumpleaños. Nunca se le conoció mamá, papá, ni nada que tuviera que ver con señales familiares, ni una casa o un lugar donde dormir.

Era bueno y tierno. Todo lo que otra persona no tuviera, al Negro le sobraba, era un pibe que le quedaba bien a cualquiera. No tenía grandes aspiraciones, o al menos no lo decía.

Mara y el Negro, se hicieron amigxs, muy buenos amigxs, empezaron a compartir cada vez más tiempo y espacios juntxs, en grupo y a solas, se acompañaban hasta la parada del colectivo, se prestaban plata para los sanguches de milanesa, se compartían los cigarros y los cassette, algunos cd también, con muchas condiciones previas. A los quince años construyeron una amistad intensa de mucha risa y cada vez estaban más cerca. Empezaron a ser los últimos en apagar las luces en las juntadas y a ver juntxs el amanecer borroso por el alcohol.

El Negro una vez le escribió con liquid paper a ella en la pared de su cuarto «después tengo que hablar con vos»,  y nunca lo hablaron. El Negro fumaba y le mostraba al grupito cómo se apagaba el cigarrillo en el antebrazo contra su piel carbón. Y no le dolía, sonreía y se lo cruzaban al otro día sin rastros de la lesión.

Mara sabía que el Negro, que era masoquista y disfrutaba autoflagelarse, gustaba de ella por arisca y reventada. Por fiera, mala alumna y buena jugadora de pool. El Negro era mucho para ella. Lo hubiera lastimado y usado hasta que se volviera un chocolate amargo.

Los besos del Negro eran suaves y lentos. Muy mojados y laaaargos. El chape del Negro podía durar tanto como los de esos campeonatos internacionales donde rompen récord tranzando. Mara lo sabía, porque se abrigó en ese amor, ni bien llegó el invierno.

Ante el evidente enamoramiento del Negro, ella se limitó a ser amiga en los momentos de lucidez y manipularlo a su antojo cuando lo necesitaba. Bajo el efecto de las sustancias, se le acercaba con algunas botellas de más y vergüenzas de menos, refugiada en la excusa de la intoxicación. Saboreaba el poder de tener a cargo ese corazón débil y ciego de amor. Dejaba que él se acercara, lo hacía desear y cuando ya se había entretenido le daba algunas sobras de su corazón.

El Negro le secó lágrimas que no eran para él, la vio enamorada y haciendo ridiculeces por cualquier fulanito. La aconsejó como ninguna de sus amigas. Ella lo quería con cobardía, poco para el metejón de él. Ningunx de lxs dos había aprendido todavía a querer ni a quererse.

Una noche se hizo una fiesta en una casa lejana donde vivía el tío dealer de una amiga que tenían en común. Se emborracharon a bajo costo como cada fin de semana y dejaron que lxs mordieran los mosquitos bajo la luna. Sentadxs en un tronco, ella jugó a que se dormía en su hombro y el Negro le dijo te amo. Ella tragó el eructo ácido que le provocó la sombría y exagerada confesión y siguió haciéndose la borracha dormida. Le dio pena y ganas de quererlo como quería a todos los otros malvados amores de su vida. A Mara la movía la pulsión de muerte, de reeditar el desamor, tenía debilidad por el rechazo y el abandono. Se venía enamorando desde jardín de infantes de cada fracaso asegurado. Hacía foco siempre donde no había nada para ella y así chapotear constantemente en el desprecio.

 

**

La vida pasó y los alejó, sin despedida. El Negro apareció hace poco en un kiosco en Morón, que atiende Mara cubriendo francos. No se cruzaron durante veinte años, pero esa noche densa el destino los juntó. Ella nunca terminó la secundaria y ahora no tiene a la adolescencia de excusa, sólo miles de puertas sin cerrar y nueve materias para rendir. Él estaba en compañía de alguien que podría ser su novia, y que lo trataba con poder, como lo hizo su vieja amiga alguna vez.

Mara lo miraba desde el sector de la caja detenidamente, mientras ellxs decidían qué llevar de las heladeras de bebidas. El Negro todavía no la había visto cuando ella ya estaba haciéndole una radiografía y observando cómo le habían caído las dos décadas al morocho sin edad. Le contó los rulos que caían exactamente a la misma altura que en el siglo pasado. La boca perlada y carnosa seguía teniendo el poder de la sonrisa fácil y su collar de dientes estaba intacto.

La compra lenta de la parejita le dio el tiempo suficiente a Mara para que los recuerdos le ocuparan la mente, y volver, por ejemplo, al día en que casi tuvieron sexo sobre una garita de gas. Habían bailado cumbia toda la noche con amigxs en alguna casucha pobre. Era de madrugada y el frío humeaba las bocas y las narices. Después acompañaron a una de las pibas a su casa, más pobre que la de la fiesta. Cuando volvían solxs, caminando por la vereda, con los dedos de los pies congelados y sin sensibilidad, el Negro le tanteó la mano y la hizo frenar, un poco menos tímido que otras veces. Siempre esperaban el fin de la fiesta para que llegue el momento de los besos. Y así fue, una vez más como tantas otras.

Esa madrugada los labios chocolate estaban subidos de sabor a cerveza y el Negro fue un poco más lejos, la acomodó hacia atrás para que el culo de su amiga quedara justo sobre la garita de gas, casi sentada frente a él. Mara, indefectiblemente sobre la estructura abrió las piernas y terminó de ordenar lo que el Negro propuso.

Se frotaron sobre las ropas como lo que eran, dos adolescentes calientes y descuidadxs, que no pasaban al próximo nivel vaya unx a saber por qué. El Negro metió sus manos debajo del buzo y la acarició sin dejar de besarla, le hundió los dedos en la espalda casi clavándole las uñas y sintió el desenfreno. Perseguido por su tierno corazón pensó que se estaba aprovechando de ella, que tenía demasiado alcohol en sangre y que estaba un tanto más desinhibido que otras veces. Supo que en cualquier momento iba a sacar su porción de chocolate en crecimiento para hacerla probar un poco. Frenó, aturdido por la culpa. La miró fuerte con los ojos más profundos que nunca y no dijo nada. Mara disfrutó del control una vez más.

 

**

El Negro y la mujer que lo acompañaba agarraron unas latas de cerveza que eligió ella de las heladeras y se acercaron a la caja a pagar. Cuando vio a la kiosquera se quedó perplejo, la reconoció sin dificultad y bombeó sangre con una velocidad insalubre por todo el cuerpo. ¡Hola!, dijo con timbre sorpresivo. Y amagó acercarse, pero no lo hizo porque enseguida sintió la mirada de su compañera que funcionó como freno de mano.  Mara le respondió. Hola… ¿cómo estás Negro?, tanto tiempo. Saboreando como antes molestarle la vida y disfrutando la cara de asesina que ponía la novia, porque estaba claro, ahora sí, que era la novia. Buscona, Mara le clavó los ojos, algo que el Negro no podía sostener y mecánicamente tramitaba el vuelto de la novia enojada. Pensaba en la escena de celos que le esperaba al pobre.

El Negro no contestó su pregunta, pero le dedicó una milésima de segundos la mirada más nostálgica que iba a recibir de alguien jamás. La compañía del Negro ya tenía el vuelto y dijo Vamos, pinchando la burbuja que habían creado aquellxs dos y en la que no tenía cabida.

Dieron media vuelta y salieron del kiosco, murmurando algo. Mara contó veinte pasos imaginarios, al ritmo de la caminata serena que conocía de él y salió a la vereda para verlxs alejarse.

A una cuadra de distancia, el Negro se frenó, se movía raro, como tambaleándose y su compañera se detuvo frente a él. Mara se acomodó los anteojos y forzó la vista, no lograba entender qué pasaba, ¿se estaban peleando?, ¿la escena de celos?, pensó. Desde la puerta del kiosco veía poco y confuso, no podía dejar el local solo. La novia enojada empezó a gritar y sumó un llanto desesperado. En ese momento Mara corrió hacia ellxs abandonando finalmente su puesto de trabajo. Cuando llegó hasta donde estaban vio que el Negro se deformaba y se deshacía, perdiendo humanidad. La cara le chorreaba cómo vela consumiéndose durante un corte de luz y luego todo el cuerpo. Se había derretido como el chocolate que era, fundido en plena vereda, formando un charco marrón que su novia intentaba moldear y alzar con las manos a los gritos, como a una escultura de barro.

Se quedó paralizada y pestañeó varias veces buscando ver otra cosa que no fuera su viejo amigovio reducido a un líquido espeso y oscuro sobre las baldosas. Miró a la acompañante del Negro, seguía a los gritos, ahora de rodillas enchastrada del Negro, ya no podía escucharla. Cuando pudo recuperar la conciencia se encontró en la mitad del charco y dio un salto de la impresión. Se fue caminando con prisa al kiosco, dejando huellas de chocolate a su paso.

 

*Patricia Aguirre
Fotos: Paula Castillo


*Patricia Aguirre es Licenciada y Profesora en Comunicación Social (Universidad Nacional de La Plata), y Especialista en Educación, Políticas Públicas y Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes (Universidad Pedagógica Nacional). Participó de los testimonios que reunió la psicóloga y escritora María Dolores Galiñanes en su libro “Incesto. Una tortura silenciada”. Es feminista y militante de los Juicios por la Verdad, en casos de delitos de abuso sexual prescriptos.