La intoxicación por cocaína que desde la semana pasada dejó más de 20 muertos volvió a poner en el centro de la escena la trama de la venta de drogas en el Conurbano bonaerense. Uno de sus puntos clave es San Martín, un municipio que supo ser la capital provincial de la industria hasta convertirse en el reino del narcomenudeo de Buenos Aires. Análisis de la herencia de Miguel Mameluco Villalba por parte de un hombre que formó parte del “ejército” que lo derrocó.

Por Juan Diego Britos*

 

En esa esquina asesinan al empleado infiel. Y venden cocaína con el piso cubierto de sangre. Cerca, muy cerca, de la casa donde guardan las armas. Los delata, en silencio, la pintada en el paredón que dice: “Narcos asesinos”. Justo donde ayer fusilaron al ladrón que se atrevió a quitarles a punta de pistola la recaudación de un sábado a la tarde.  

La escena transcurre en un barrio de San Martín, la tierra donde cada asentamiento funciona según los códigos que un hombre supo implantar como ADN. Mucho antes de la construcción mediática de Los Monos, existió en el Conurbano bonaerense un personaje con tanto poder de fuego como el clan rosarino de apellido Cantero. Un hombre que en 2011 soñó con ser intendente. 

Por su barrio pasaron toneladas de cocaína, al punto de ser el precursor de los falsos pisos para ocultar los panes. Antiguo ladrón, reconvertido en los ‘90 en uno de los narcos más famosos de San Martín, Miguel Mameluco Villalba es nombrado en cuanta causa por drogas se inicia en los juzgados federales. Hasta se lo mencionó como posible instigador del crimen de Candela Sol Rodríguez, la niña de 11 años secuestrada y asesinada en un presunto ajuste de cuentas contra su padre en 2011. 

Mameluco es la huella histórica del fenómeno narco en el Conurbano bonaerense. La norma a seguir. Los aspirantes a jefes lo saben. Por eso sus enemigos, antes sus soldados, balearon a su hijo no reconocido. Lo hicieron por temor a una futura venganza, como Don Ciccio asesina al hermano de Vito Corleone en la película El Padrino. Estos jóvenes insurrectos también mataron a su mano derecha, para dejar las cosas en claro. 

Quienes viven y caminan por los barrios que son la trama central del narcomenudeo en el Conurbano dicen que el silencio lo garantiza la complicidad policial, mediante el jefe de calle que todas las semanas recibe un porcentaje de dinero a cambio de protección. Lo que los narcos llaman “cuota”, y los policías definen como “la juntada”.

Mame, como lo conoce todo el mundo, es el foco de atención, la referencia. Pero en algunas historias, el personaje principal es tan omnipotente que tapa el nudo de la trama. Es el árbol que tapa el bosque. 

¿Qué pasó en el barrio 18 de septiembre después de que el Municipio demoliera los bunkers que tenían tanques de 2.000 litros encaletados debajo de la loza para almacenar la droga? ¿Qué cambió en la vida de las familias que viven, directa o indirectamente, de la venta al menudeo de cocaína desde que Mameluco está en prisión? 

Con los resultados a la vista, podría decirse que nada. En las últimas semanas, la intoxicación por cocaína adulterada que causó la muerte de más de una veintena de consumidores y por la que ahora se investiga a Joaquín “El Paisa” Aquino, el presunto sucesor de Villalba, puso al tema otra vez en el eje mediático y demostró que las fuerzas de seguridad y la Justicia, por complicidad o impericia, son incapaces de resolver la cuestión. Y que el Estado no está ausente. Sino que llega tarde, cuando las cosas se resolvieron de la peor manera.  

 

Una historia violenta

San Martín fue la capital provincial de la industria, hasta convertirse en el reino del narcomenudeo de la provincia más poblada de Argentina. Cuna de las famosas “superbandas” de ladrones de camiones blindados, ahora sus barrios están ocupados por ejércitos armados que protegen el negocio más rentable. La historia de este municipio podría explicar la historia de los centros urbanos del país. De las factorías textiles a vender la mejor cocaína del Conurbano bonaerense. De los asaltantes de “caño largo” a los transas. Para explicarlo, nada mejor que un sobreviviente.  

Diego tiene 33 años. Está detenido en la Unidad 12 de Gorina, perteneciente al Servicio Penitenciario Bonaerense. Pasa la mayor parte del día en el Centro de Estudiantes y estudia periodismo en la Universidad de La Plata. Criado como ladrón en el norte del Conurbano, está catalogado en el ambiente como un perro que no ladra, muerde. Él prefiere definirse como un hombre que ya no dispara balas, sino ideas. 

Diego estaba preso por robo cuando conoció al contador de la banda de Mameluco. Al recuperar la libertad, se transformó en el jefe de seguridad del ejército que acabaría con el reinado de la celebridad del narcomenudeo. Ahora es un exiliado de la organización que siembra terror y sería la responsable de introducir en el mercado la cocaína “envenenada” que causó estragos en las últimas semanas.  

En su tiempo intramuros, Diego escribió sobre el fenómeno narco. No es usual que alguien que atravesó ese infierno deje por escrito su experiencia en el campo. Pero cansado de las traiciones, se animó a relatar la sociología del asunto. 

“La historia del narco como mercado –asegura en el documento que presentó en la Universidad- la comenzó Mameluco. Fue uno de los primeros en organizar la venta de drogas en la Provincia. Este modelo de negocios fue copiado por otros narcos que operaban en diferentes villas”. 

Según Diego, el modelo de venta que implementó Villalba catalogó a los lugares de distribución como “kioscos”. Ese fue el seudónimo elegido para representar a las unidades de negocios, donde diferentes actores cumplen roles específicos.  

“La persona encargada de la venta al cliente minorista es el bolsero. Quien lo protege, y además se encarga de brindar seguridad y orden al kiosco, es el fierrero. También -detalla en su informe académico- existen los esquineros, que se encargan de avisar si la Policía viene a ´reventar´. Todos están bajos las órdenes estrictas del encargado de turno, que es el recaudador del dinero que obtienen de la venta de drogas y toma asistencia a cada uno de los que trabajan”. 

Al final de cada turno, el encargado lleva la recaudación al contador, para certificar que no falte dinero. El contador la cambia a dólares. Porque los paquetes (panes de cocaína) no se consiguen con pesos. 

“Este modelo – revela Diego- se actualizó en 2015, cuando varios empleados de Miguel se independizaron, adquiriendo poder en los barrios que ellos operaban”. Según él, en la actualidad, la persona que se ocupa de comprar la cocaína en el mercado mayorista es el “encargado de paquetes”. Estos ¨paquetes¨ son fraccionados en dosis en los llamados “laboratorios” o “armado”. Este trabajo es generalmente realizado por mujeres. A los laboratorios los custodia el “encargado de seguridad”. Finalmente, explica, quien se encarga de pagar la cuota semanal a la Policía para tener la libertad de “trabajar”, es el “línea”. 

“Caminé las distintas villas de San Martín. Ese modelo se repite en todos los negocios de droga, trabajando organizadamente, pero lo que más me impactó fue haber escuchado a los esquineros decirme que trabajan de eso por la falta de empleo legal. Me decían que un padre tiene la obligación de llevar el pan a la mesa, que con el oficio de albañil muchos no tenían trabajo y que el único que se los brindaba era el ‘patrón’, como llaman al narco”.

Diego afirma que la mayor porción de la población ¨villera¨ es mantenida por el narco. Que hay familias que alquilan un lugar de sus casillas o casas para guardar droga en grandes cantidades ya fraccionadas. Que algunos brindan su intimidad para guardar armas y otros para hacer las cuentas de cada cierre de turno. Porque la plata jamás se cuenta en el bunker donde se comercializa la droga. 

“Conocí al patrón por intermedio de un amigo, conocido de la cárcel. Me invitaron -recuerda entre mates y pizzas- a recorrer sus distintos negocios. Ahí encontré varios empleados, a los que también había tratado en cana. El patrón notó el respeto con el que me trataban y, en confianza, me contó que nadie les había dado trabajo por tener antecedentes y que a él le servía emplearlos porque eran cumplidores y responsables”. 

Ese encuentro inicial se acabó cuando un línea se acercó para confirmar el pago semanal (cuota) al jefe de la Policía distrital. De este modo, Diego comprendió el funcionamiento del circuito y las complicidades que lo sustentan. Como el patrón le explicó aquella tarde, San Martín los había adoptado “porque por plata baila el mono”. Y no se refería, precisamente, a sus pares rosarinos.


*Juan Diego Britos es licenciado en Comunicación Social, egresado de la Universidad Nacional de La Matanza, periodista, guionista y productor. Trabajó en Canal 9, el diario Tiempo Argentino y colaboró con las revistas Viva, THC, Haze, El Guardián y Un Caño, entre otras. Actualmente, hace periodismo digital en Filonews. Además, colaboró en la investigación de libros sobre narcotráfico y desde hace más de una década releva casos vinculados con este tema en territorio, con base en Rosario y Buenos Aires. También reporteó en Bolivia y Perú y colabora en la prensa mexicana.