En esta primera entrega para Cordón, el autor analiza las categorías que se utilizan popularmente y en los medios de comunicación para hablar sobre fenómenos como el “narcotráfico, “carteles”, y “transas”.  Y nos lleva a pensar en cómo construir otras categorías que nos alejen de las narrativas pánicas que no solo contribuyen a deshistorizar y depolitizar los problemas, sino a encararlos con un tratamiento de excepción, al margen del estado de derecho.   

Por Esteban Rodríguez Alzueta*

 

Se ha dicho que un problema mal planteado es un problema sin solución. Las categorías que solemos emplear para problematizar y comprender los fenómenos que nombramos con la palabra “narcotráfico” forman parte del problema. Y el “narcotráfico”, en el país, es un problema muy mal planteado, pasto verde donde suele ir a rumiar el sentido común y sus formadores de opinión.

En este artículo me propongo entrecomillar aquellas categorías que solemos utilizar habitualmente para hablar sobre estos fenómenos. Propongo, en primer lugar, revisar una serie de categorías que son la causa de la merma de nuestra comprensión de las transformaciones históricas, para después, en segundo lugar, ofrecerles otra que puede colaborar para captar la realidad de un universo opacado con tantos lugares comunes que se han convertido en moneda de circulación nacional y global.

 

  1. Narcotráficos

Comencemos por la palabra “narcotráfico”. Tanto a los funcionarios como a los periodistas les gusta hablar de “narcotráfico”. A veces lo hacen por mera comodidad expositiva pero otras veces por pereza teórica. “Narcotráfico” es una categoría ambigua y grandilocuente. Por empezar, se trata de una categoría con muchas dificultades para delimitar los problemas que se quieren comprender con ella y, además, es una fuente de constantes malentendidos. Aunque esos malentendidos no son inocentes sino intencionados, quiero decir, llenos de intereses y lobbies.

En segundo lugar, hay que decir que la palabra “narcotráfico” es una categoría que nos queda grande para pensar gran parte de la comercialización de drogas ilegalizadas en el país. Con “narcotráfico” se mezclan universos sociales muy distintos, mercados muy diferentes, compuestos y organizados por actores sociales desiguales, mundos socialmente compartimentados y culturalmente tabicados. Esta, por lo menos, es una de la tesis del criminólogo italiano, Vincenzo Ruggiero, en el libro El delito de los pobres y los poderosos: La comercialización por abajo no tiene nada que ver con la comercialización global, pero tampoco sus redes de financiamiento y lavado.

Por eso, cuando usamos la palabra “narcotráfico”, nos abstraernos de la realidad y con ello tendemos a poner las cosas en un lugar donde no se encuentra. Una categoría, si ustedes quieren, terraplanista, que tiene la capacidad de aplanar problemas complejos y variopintos, que borra pliegues y singularidades.

En tercer lugar, “narcotráfico” es una categoría de acusación social que, en el lenguaje ordinario o nativo, se usa para descalificar a la persona alcanzada. Una categoría que usamos, antes que para comprender lo que se nombra con ella, para abrir un juicio negativo sobre los actores que aprendemos con ella. Una categoría que no usamos para aproximarnos a la realidad sino para alejarnos cada vez más.

No hay que perder de vista que “narcotráfico” es una categoría tributaria de las industrias culturales, es decir, estamos ante otra categoría fetichizada, cargada de fantasmas y fantasías, que adquirió vida propia, que habla por nosotros y más allá de nosotros. A lo largo de estas cinco largas décadas de “guerra contra las drogas” hemos visto tantas películas, tantas series y documentales, tantos “informes especiales” en la televisión sobre estos temas, que ya no sabemos de qué estamos hablando cuando escuchamos “narcotráfico”. Cada uno tiende a leer los problemas con su actor preferido, con la película favorita que lo maravilló y persuadió. Quiero decir, “narcotráfico” es una categoría inflada y espectacular, que no siempre guarda proporción con lo que se quiere problematizar.

Por eso, cuando escuchamos hablar de “narcotráfico”, casi siempre estamos pensando en determinados actores que viven en determinados barrios y tienen determinados estilos de vida. Y eso, precisamente, porque “narcotráfico” es, también, una categoría sobredeterminada por los estereotipos que tenemos sobre ciertos actores. Por eso conviene evitarla, o por lo menos, si la vamos a usar habría que tener presente que es una palabra que contrabandea otros sentidos que pasan a través de nosotros sin declarar, que no podemos controlar.

Para ponerlo con un ejemplo: cuando un movilero o un periodista conductor de noticias nos cuenta que “una poderosa banda” ha sido “desmantelada” o “desbaratada”, y vemos que la persona detenida es una señora desdentada o un gordo en ojotas, con la remera estirada y desteñida, y ambos tienen como telón de fondo, el chaperío habitual que vemos en las villas, siempre me pregunto que hay algo que no cierra, que las imágenes no guardan proporción con los sentidos que nos llegan con la palabra “narcotráfico”, que las palabras “banda organizada” tampoco hacen juego con los actores que allí se escrachan. Es decir, estas representaciones sensacionalistas, el tratamiento escandaloso que se hace, refuerzan los estereotipos que tenemos sobre el “narcotráfico” y los “narcos”.

Porque también el perfil elaborado del “capo narco” o los “soldaditos” constituye un obstáculo teórico para captar la complejidad del universo social donde se mueven: actores violentos y vulgares, bastante ignorantes, con cadenas de oro, tatuajes y diamantes incrustados, que se desplazan en autos lujosos. Son figuras a la altura de nuestro imaginario entrenado frente al televisor, al servicio de la construcción de un “enemigo monolítico” que luego habilita el estado de excepción, es decir, que autoriza y le agrega legitimidad a las facultades discrecionales que las policías supuestamente necesitan para perseguir a estos “narcotraficantes”.

 

  1. Carteles y clanes

Otra noción problemática, pariente de “narcotráfico” es la noción de “cartel”. “Cartel de Juárez”, “cartel de Cali”, “cartel de Medellín”, “cartel de Sinaloa”, “cartel de Michoacan”, etc. etc. A los periodistas les encanta los “carteles”, igual que a los fiscales extranjeros, y a las agencias nacionales de seguridad (como la DEA) encargados de perseguir al “narcotráfico”. En el caso de los fiscales y las agencias, lo hacen para hacer más fáciles sus casos, para señalar que todo es parte de un mismo juego.

Hace unos años, el periodista y profesor de la Universidad de New York y el Colegio de Staten Island, Oswaldo Zavala, en su libro Los carteles no existen nos alertó sobre los peligros de usar estas categorías pirotécnicas. Para Zavala los carteles son un dispositivo simbólico cuya función principal consiste en ocultar las verdaderas redes del poder oficial que determinaban los flujos del tráfico de drogas ilegalizadas.

También Luís Astorga, que es uno de los principales estudiosos del tráfico de drogas ilegalizadas en México, tiene un viejo libro (publicado en 1995) que se llama Mitología del narcotraficante, donde hace la misma advertencia, y observa que las figuras de “narco” y “cartel” o “carteles”, son mitos basados en una matriz de lenguaje por medio del cual el Estado y sus repetidoras mediáticas determinan reglas de enunciación que no explican a la ciudadanía las actividades reales desarrolladas por los traficantes, sino que codifica simbólicamente los límites epistemológicos en los que habríamos de representarnos a los traficantes. Lo digo con las palabras de Astorga:

“La distancia entre los traficantes reales y su mundo y la producción simbólica que habla de ellos es tan grande, que no parece haber otra forma, actual y factible, de referirse al tema sino de manera mitológicas, cuyas antípodas estarían representadas por la codificación jurídica y los corridos de traficantes.”

La noción de “cartel” fue introducida por la “guerra contra las drogas”, para legitimar las intervenciones policiales y judiciales de los EEUU en el resto de América, pero también para referenciar a las fuerzas militares locales como la agencia ideal para combatirlas. A las policías les queda demasiado grande los carteles y, por tanto, se necesitan no solo fuerzas especiales sino procedimientos judiciales especiales y carpetazos o tráficos de espionaje, para su persecución, al margen del estado de derecho.

Periodistas, narradores, artistas plásticos y funcionarios cautivos del populismo punitivo, comparten por igual la misma plataforma epistemológica que posiciona al “narco” y al “cartel” en el centro de una suerte de pacto horizontal del poder post-soberano, que solo puede ser descripto desde un orden post-estatal.

En efecto, la noción de “cartel” sobredimensiona a determinados emprendimientos económicos hasta convertirlos en organizaciones con un poder de fuego que les permite ejercer doble poder o contrapoder, es decir, organizaciones con la capacidad de desafiar la soberanía de los estados, de hacerlos fallar.

En Argentina no existen organizaciones con la envergadura o el despliegue territorial que tienen en otros países. Puede que los llamados “carteles” tengan contactos locales con empresarios y profesionales a la hora de completar su pasaje u organizar el trasbordo hacia el exterior. Hasta ahora los periodistas intuyen que la noción “cartel” les queda demasiado grande para pensar a las organizaciones en los barrios más pobres. Pero cuentan con otra categoría, pariente de los carteles, la versión diminutiva: los “clanes”.

El “clan” es una categoría a la altura de la escala de la comercialización local. Pero al igual con los carteles, se trata de organizaciones que siguen el lazo de sangre. Las familias son el núcleo moral de las organizaciones criminales. La familia aporta lealtad y seguridad, blinda los negocios y le agrega previsibilidad.

Sin embargo, esta categoría olvida que la familia no es una marca registrada de los emprendimientos dedicados a la comercialización de drogas ilegalizadas. En los barrios más pobres, la familia es una estrategia de sobrevivencia. No solo los desplazamientos de un país a otro, de una provincia a otra, son familiares, también los emprendimientos que ensayan los grupos primarios para resolver la sobrevivencia diaria.

 

  1. Crimen organizado

Tampoco la noción de “crimen organizado” nos convence. La categoría “crimen organizado” contribuye también a poner las cosas en lugares donde no se encuentra. Esta categoría es problemática porque borra las escalas que existen entre los actores que circulan por estas redes, en estos mercados.

Sabemos que “crimen organizado” es una categoría tributaria del derecho penal que, como toda la dogmática penal, opaca más de lo que aclara, porque no está hecha para comprender sino para reprochar conductas individuales. Y si encima el presupuesto que organiza el reproche judicial se lo llevan las policías de proximidad y las políticas de prevención securitaria, está claro que no solo contaremos con una justicia dedicada a perseguir no solo a consumidores, sino a los consumidores y dealers más pobres.

Peor aún, cuando miramos el Código Penal con la población prisonizada, nos damos cuenta enseguida que se trata de una categoría que se utiliza para perseguir a los sectores sociales más pobres y menos poderosos, para continuar criminalizando a la pobreza, las estrategias de reproducción que ensayan los sectores más pobres para resolver distintos problemas materiales e identitarios.

Lo digo con las palabras del sociólogo español, Armando Fernández Steinko, en su libro Las pistas falsas del crimen organizado:

“Al no precisarse la especificidad, y por tanto la peligrosidad real (…), todo acaba siendo crimen organizado en potencia, con lo cual el término sufre un uso inflacionario.” “Cualquier banda de jóvenes delincuentes es candidata a convertirse en un grupo de criminales organizados, es decir, a intentar subvertir el orden establecido”.

La noción “crimen organizado” no sirve para comprender la especificidad de este tipo de conflictividades sociales, no solo sus ramificaciones sino, sobre todo, la inscripción que tienen en la economía del barrio, allí donde el delito se confunde con la vida cotidiana, es decir, donde el delito deja de ser delito, deja de ser vivido como un delito.

Cualquier delito que se organiza a través de la lógica del mercado, supone formas diferentes de organización y no por eso debería concluirse que todos sus actores forman parte de una misma organización, una misma asociación ilícita.

Lo que quiero decir es que la noción de “crimen organizado” no sirve para entender estos mercados porque, en primer lugar, en una sociedad capitalista, los mercados no son siempre el mismo mercado. Cada uno de estos mercados, como se dijo recién, está compuesto por actores sociales muy distintos. Hay distintos empresarios y distintos consumidores. Las redes de provisión de las elites no son las que usan otros sectores sociales. Tampoco las redes de protección y cuidado son las mismas. Y, por supuesto, tampoco los circuitos financieros para blanquear el dinero sucio.

En segundo lugar, los mercados ilegales no constituyen un mundo aparte, separado y separable de los mercados formales e informales. Como señaló también Ruggiero, los mercados ilegales están acoplados a los mercados informales y legales. Tanto los mercados formales como los informales resuelven muchos problemas apelando a los mercados ilegales.

Y, en tercer lugar, en cada uno de esos mercados ilegales, existe una distribución del trabajo que no puede captarse con la noción de “crimen organizado”. En cada uno de los pequeños emprendimientos económicos que componen estos mercados hay una distribución de roles. Esos papeles atribuyen tareas distintas que deberán llevarse a cabo según diferentes rituales y determinados criterios que orientan a los actores. Pero lo central no es esto, sino que olvida la división del trabajo. Los empresarios necesitan de fuerza de trabajo y esa fuerza será una mano de obra barata y subordinada con características distinta según la labor a realizar.

En parte, es una fuerza de trabajo calificada, dueña de saberes y habilidades que son referenciados como cualidades productivas, que van a ser puestas a producir. Lo voy a decir de otra manera: no es fácil andar con una pistola o vender merca en la esquina de un barrio o un bunker y evitar ser ventajeado por otros actores. Se necesitan una experticia específica, es decir, se requieren determinadas cualidades o destrezas que algunos actores fueron componiendo en la calle en torno a otras transgresiones. Porque esas destrezas morales y emotivas no se aprenden mirando un tutorial en YouTube o descargando una aplicación en tu celular. Se aprenden pateando la calle, midiéndose con distintos actores que les permitirá adquirir un cartel, una dureza, que después será referenciada por los empresarios como una cualidad productiva, es decir, que después van a poner a producir.

Y en parte, además, se trata de una fuerza de trabajo precarizada, sin capital cultural, sin capital simbólico y sin capital social, completamente descualificada. Para cubrir determinadas labores, porque el narcomenudeo está muy taylorizado, es decir, lleno de tareas repetitivas que no requieren saberes específicos para llevarse a cabo. Acaso sea por eso mismo, como ha consignado la investigadora rosarina, Eugenia Cozzi, que se trate de trabajos muy poco atractivos entre los jóvenes. No solo porque pueden estar llenas de riesgos, sino sobre todo porque las jornadas laborales son muy largas y repetitivas. Porque lo que hay que decir también, como sugiere Verónica Gago, es que el neoliberalismo, la “razón neoliberal”, ha permeado la pragmática popular y por ende también a estos mercados laborales dedicados al tráfico de drogas ilegalizadas. De modo que las llamadas economías criminales no están exentas de las habituales precarizaciones que encontramos en los otros mercados informales y formales.

Ahora bien, lo que quiero decir con todo esto es que, el hecho de que una persona haya sido contratada por un pequeño empresario que se dedica a la venta de drogas ilegalizadas al por menor, no significa que pase a formar parte de la gerencia, un integrante de la “banda”. Su vinculación puede ser ocasional y está siempre subordinada. Entonces, un emprendimiento no es una asamblea popular, hay alguien que toma las decisiones y se enriquece, y después hay muchas personas que hacen un trabajo subalterno, remunerado y consiguen el dinero para usar drogas o hacer otras muchísimas cosas.

Además, todas estas personas (la mano de trabajo cualificada o descalificada) forman parte de una cadena que no controlan, son el último eslabón y, acaso por eso mismo, se convierten en el mejor fusible cuando a los emprendedores les toca perder y tienen que entregar una noticia a las autoridades judiciales o policiales y contribuir a la estadística policial. Por eso, hablar de “crimen organizado” me parece que no colabora en comprender cómo funcionan estos mercados.

 

  1. Universos transas

Para terminar, quisiera proponerles otra categoría que, me parece, bien puede servirnos no solo para captar la complejidad de la comercialización de drogas ilegalizadas en los barrios más pobres, sino para aprehender sus desigualdades y singularidades.

Esta categoría provisoria es la de “universo transa”. Una categoría que nos ayuda a leer otros problemas vinculados al mismo, repone las circunstancias y nos permite tener en cuenta el telón de fondo en su conjunto. No se puede entender la comercialización de drogas ilegalizadas si perdemos de vista la pobreza y la desigualdad social, pero también otros fenómenos como la fragmentación social en los territorios, la impotencia instituyente, el hostigamiento policial. Hay que leer un problema al lado de los otros problemas, no se puede actuar por recorte sino por agregación, tratando de constelar los problemas en su conjunto.

En segundo lugar, la categoría tiene otra ventaja, nos permite reponer la pluralidad de actores que componen los mercados locales en el territorio. No hablaremos ya de un mercado unidimensional, cartelizado, monopolizado, criminal sino de un “universo” social, integrado por distintos actores sociales, que compiten y a veces rivalizan, que se distribuyen los mercados, pero otras veces se lo disputan.

No estoy inventando nada. El libro de Cristian Alarcón de 2010, Si me querés, quereme transa, es un muy buen ejemplo: nos ayuda a pensar los mundos diversos que caben en el universo transa, que van desde un grupo familiar hasta una prostituta, pasando por un comerciante que encuentra en la venta o guarda de drogas la oportunidad de hacer unos mangos extras que le permita mantener su despensa estoqueada y a bajo precio.

Otro ejemplo es la revista Crisis, cuyo colectivo editorial viene usando esta categoría desde hace diez años para distinguirlo del “universo narco”. Concretamente: si el “universo narco” está articulado verticalmente, con altos grados de sofisticación y orientada hacia el mercado global, el “universo transa”, por el contrario, es más bien caótico, compuesto por actores muy heterogéneos, una miríada de micro empresarios que se expanden horizontalmente sin trascender el ámbito del menudeo. Entre un universo y el otro, hay otro agujero negro, del cual no sabemos mucho todavía.

Por otro lado, con la noción de “transa” queremos reponer la singularidad que tiene la comercialización de drogas ilegalizadas al por menor en los conglomerados urbanos más pobres. Un comercio que no tiene nada que ver con la comercialización al por mayor hacia otros países, pero tampoco, con las redes de provisión que suelen utilizar las elites. No solo el precio es diferente sino también la calidad y variedad que se oferta no es la misma.

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En definitiva, a la hora de comprender la comercialización de drogas ilegalizadas en los barrios más pobres, hay que tomar una serie de resguardos teóricos. Hay, como suele decirse, mucha falopa dando vuelta. Por empezar, no se puede meter a todos los actores en la misma bolsa. Debemos andar con cuidado, las narrativas pueden estar adulteradas y llevarnos a hacer cosas que no estaba en nuestros planes. Conviene, entonces, tomar recaudos y construir otras categorías que nos alejen de las narrativas pánicas que no solo contribuyen a deshistorizar y depolitizar los problemas, sino a encararlos con un tratamiento de excepción, al margen del estado de derecho.


*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.