Por Patricia Aguirre*

 

Ese día de verano le pareció el indicado, se dijo que sería el último y decidió morir. Quería terminar con la tortura que le hacía odiar cada segundo que corría en el reloj caprichoso, de una agonía sin definición. No se aferró a la vida, ni tuvo miedo a lo desconocido. Tampoco dejó todo en orden: no era uno de esos suicidios planificados que quieren ahorrarle trámites a quienes quedan con vida. Ni siquiera era un suicidio, la muerte había estado a su lado desde siempre, y antes de que le golpeara la puerta, ella la hizo pasar. No sintió la necesidad de ninguna confesión a última hora, ni de dar abrazos pendientes, ni siquiera de llamar para pedir perdón y morir con un poco de paz.

Imaginó el cementerio en febrero, calcinante, y el ruido de la tierra chocando contra su cajón de madera lustrada; un ruido hueco de tosca seca y flores caras, perfumadas y al borde de chamuscarse por el fuego en el aire.

En la cama del piso más cerca del cielo de la clínica donde se encontraba, hizo el último jadeo, mostró los últimos signos de vida, empujando con fuerzas todo el aire hacia afuera para dejar este mundo de una vez. Su médico la miró, no intentó ninguna reanimación y le dejó puesto el tubo del respirador que recién acababa de colocar y que no llegó a usar, porque así ella lo decidió. Nadie le iba a decir hasta cuándo tenía que bombear sangre, no a ella.

Dudó de a ratos si ya había ocurrido, y supo que estaba bien muerta cuando miró al doctor y él la ignoró, y continuó apagando los aparatejos con desinterés. A lo lejos, alguien lloró.

Se desprendió de las carnes y se paró con dificultad al lado de su cama. Un lecho de muerte blanco y limpio. Se miró muerta y se dio lástima, estuvo allí unos minutos mirándose. La vida le pareció ingrata.

Caminó hacia las escaleras, ya casi sin dolor, más suave que nunca, y abrazó la muerte por ser tan tierna y no doler. Por qué no había hecho esto antes, se preguntó.

Bajó el mentón, abrió con su dedo marrón índice el cuello del camisón y miró para abajo, vio que no tenía ropa interior, que su vello púbico volvía a crecer y que pronto tendría que rasurarse. Los pechos flácidos y caídos se empezaron a elevar y a endurecer, se pusieron rosados como nunca antes habían estado y en proporción armoniosa con su contextura. Con cada escalón que bajaba de la escalera iba dejando un año de vida atrás, una vida de mierda, con muy pocos momentos de felicidad, que ya no quería recordar y que hoy les resultaban traicioneros.

Recorrió un pasillo angosto, de puertas grises y muy iluminado, y se asomó en las habitaciones, con actitud morbosa, a ver. La gente moribunda le dio náuseas, y le parecieron estúpidas por no dejarse ir. Se alejó de su curiosidad. Siguió el cartel de SALIDA. Una nueva escalera, y continuó hacia abajo.

Una adrenalina que alguna vez sintió de joven la invadió. Parecía encenderla y hacerla vibrar. Su cuerpo desinflado como un globo abandonado en una fiesta se nutrió y regeneró cada cicatriz. Se le rellenaron las arrugas. Pasó cerca de una puerta metálica que le ofreció un reflejo ideal: estaba erguida, tersa, peinada, fresca. Y eso nada tenía que ver con lo que se suponía que era estar muerta.

Un hombre de espaldas tramitaba un café en la máquina del final del pasillo. Era alto, estaba algo encorvado y le hacía un “tin tin” insistente al botón “café chico”, que ya había seleccionado. Ella se acercó probando si advertía su presencia, pero el hombre seguía aguardando el café. Cuando estuvo casi pegada a su lado, comprobó que no la veía, y jugó con eso. Lo sopló cerca de la oreja pero él no se dio por enterado. Luego de un “piiiiiii” el hombre sacó el café, giró hacia un costado y quedó exactamente a milímetros de su cara. Dio un paso y la atravesó como una cortina de humo.

Enseguida una enfermera ocupó el pasillo con un carrito de comidas. Iba marcando en una planilla y tachando los menús, entrando y saliendo de las habitaciones concentrada en el listado. Tampoco la vio. Imaginó lo divertido que podía ser aprovechar esa invisibilidad y lo útil que sería esa magia en la vida terrenal.

Continuó por la escalera y en uno de los descansos, apenas iluminado, vio a su hija menor llorar de espanto, pero más de bronca. Le pareció tan estúpida como los semi vivos de las habitaciones anteriores. No se conmovió y supo que estaría bien, de inmediato. Para eso la había preparado. Notó que se acercaba alguien, la mayor de sus hijas, que intentó abrazar a su hermana sin éxito: «Abrazame, se murió mamá». Pero no, para la menor no había motivos para semejante pedido y los abrazos siempre le parecieron una pérdida de tiempo. Incluso pensó: «Si mamá me viera llorar, pensaría que soy una imbécil y me diría que me deje de mariconadas». Tenía razón.

La madre fantasma dejó atrás el descanso de la escalera. Las vio lejanas y duras para continuar sin ella, tal como lo había planeado.

Algo la invitaba a seguir bajando más y más las escaleras de la clínica. Un calor sofocante le enrojeció la cara y le generó placer. Era el calor del verano que por primera vez disfrutaba. Caliente y a gusto se acomodó en ese clima infernal que crecía con el descenso.

El escenario gris se tornó bordo y ardiente. Unos fueguitos bordeaban el suelo, eran pequeñas fogatas que disparaban chispas que le saltaban a la cara. Se le pegaban e incorporaban al rostro, eran gotitas de fuego absorbidas por los poros. Sintió que se le abría la piel en la frente, se tocó con las manos, se pinchó la yema de los dedos y lentamente le asomaron dos cuernos, negros, puntiagudos y macizos. El camisón se prendió fuego por una chispa que saltó y fue cayendo en trozos al piso de lava. Su humanidad desnuda y escultural cambiaba la piel por un cuero de escamas rosas y rojas que ardía. Se observó mutar y abandonar un cuerpo que nunca le perteneció. Y se gustó como nunca se había gustado, ni le había gustado a nadie.

Se quiso por primera vez, encendida, ardiente y peligrosa, en un reino rojo y caliente donde sobreviven para siempre las criaturas que no descansan.

 

Cuando llegaron al cementerio y bajaron del auto juntas, las hermanas miraron de reojo a su padre, que lloraba sin lágrimas y sin ruido. Lo vieron aún más pequeño e insignificante sin la presencia de su mamá, ahora vestida de madera lustrada bajo el sol de febrero. Lo creían culpable de la lenta y dolorosa enfermedad que la había torturado.

Todxs en ese cementerio habían elevado la imagen mentirosa de un personaje siniestro lleno de falso poder, eje familiar, jueza y verduga, meticulosa de los secretos más sucios y víctima de los crímenes que nunca tienen sentencia justa. Todxs se preguntaban qué iban a hacer ahora sin esa maldad amorosa en sus vidas.

La temperatura de aquel verano comenzó a prender fuego algunos campos cercanos, a matar vacas flacas, mientras el humo llegaba a las casas. Un sacerdote sin ritmo dio un discurso breve frente al cajón y a la horda de familiares confusos de calor, humo y dolor, que se miraban como desconocidxs, desconfiadxs y más libres que nunca. La muerte de aquel mujerón abría las vidas hacia una autonomía que nadie sabía muy bien cómo usar. Sólo el tiempo pondría las cosas en nuevos lugares.

Luego de la ceremonia y algunos gritos dramáticos e innecesarios ante lo irremediable, la mayor se quedó sola arrodillada frente a la montaña de tierra seca y caliente, balbuceando, repasando en su mente una y otra vez los últimos días de agonía en la clínica. Pero si el médico dijo tal cosa, pero si ella me dijo que se sentía bien, pero si era la mejor clínica, pero…

Las ojeras verdosas le surcaron los ojos negros, hinchados de llanto. Y la nariz goteaba mocos y lágrimas que se secaban al sol y le metalizaban la cara morena como una máscara facial para puntos negros. Las flores frescas recién puestas sobre las toscas ya estaban chamuscadas sin color. Todo parecía evaporarse en el aire abrasador. El humo de los campos trajo el olor a carne putrefacta, serían las vacas disecadas como un falso asado podrido.

Se levantó como pudo, sedienta y al borde del desmayo por el calor, el humo de los campos, los animales gedientos y el dolor que le presentó la muerte. Murmuraba en un llanto que le deformaba la boca. Le dijo chau a la montaña marrón, miró a un costado y observó otro pozo en la tierra a estrenar.

Se alejó unos metros, decidida a irse de una vez. Caminó hacia la salida, lenta y sola. Miró hacia atrás y vio una escalera que se asomaba entre la tierra revuelta, justo en el hueco sepulcral al lado de su madre. Volvió intrigada. Esa futura tumba no tenía fondo, la vista se perdía y el fin de la escalera también. Se rascó la frente, y el sol la encandiló, ardió por dentro, comenzó a bajar las escaleras, y se perdió en el agujero infernal.

 


 

 

*Patricia Aguirre es Licenciada y Profesora en Comunicación Social (Universidad Nacional de La Plata). Actualmente, se encuentra terminando la Especialización en Educación, Políticas Públicas y Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes en la Universidad Pedagógica Nacional. Participó de los testimonios que reunió la psicóloga y escritora María Dolores Galiñanes en su libro “Incesto. Una tortura silenciada”. Entre sus 5 y 10 años, uno de sus tíos, Manuel Romero, esposo de una de las hermanas de su mamá, cometió abuso sexual contra ella. Lo denunció dos décadas después: el delito había prescripto, pero un juez hizo lugar a la posibilidad de que acceda a un Juicio por la Verdad, que podría convertirse en el primero de este tipo para un caso de abuso, como parte de un proceso que relató en primera persona para Cordón.