Víctor Basterra jugó un rol fundamental para documentar lo que pasó dentro del centro clandestino de detención, tortura y exterminio de la Armada: como secuestrado obligado a trabajo esclavo, pudo reunir imágenes y archivos para denunciar a los responsables del genocidio. 

Por Luciana Bertoia*

 

Víctor Basterra salió de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) el 3 de diciembre de 1983, exactamente una semana antes de que asumiera el gobierno Raúl Alfonsín. Basterra, para entonces, tenía casi 40 años y había pasado los últimos cuatro años de su vida secuestrado en el campo de concentración de la Marina. Buena parte de ese tiempo había estado recluido en el sótano del Casino de Oficiales falsificando documentación como parte del trabajo esclavo que le exigían sus captores. Pero no había sido lo único que había hecho: había acopiado documentación y fotografías que fue sacando sigilosamente y que después usó para reconstruir quiénes habían sido los responsables del exterminio en la ESMA.

–Te vas a tu casa– le anunció el oficial Julio César Binotti–. No te muevas de ahí y no te hagas el pelotudo porque los gobiernos pasan pero la comunidad informativa sigue.

Con más temores que esperanzas en la democracia que retornaba, Basterra volvió a reunirse con su familia. Los controles de la Armada continuaron hasta agosto de 1984, bien entrado el gobierno de Alfonsín. El encargado de visitarlo era Jorge Díaz Smith, un integrante de la Prefectura Naval que reportaba en el grupo de tareas de la ESMA. Iba a verlo a bordo de un Falcon rojo con techo negro que le habían asignado después de robarlo. 

A los días de la última visita de “Luis” Díaz Smith, Basterra presentó una querella criminal contra los represores de la ESMA que lo habían tenido cautivo. Lo hizo de la mano de Luis Zamora, entonces abogado del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Ese organismo distribuyó en octubre de 1984 lo que se conoció como el informe Basterra: el testimonio del sobreviviente que incluía también imágenes de los represores y de algunas de las víctimas, listados de capturas e incluso fotos de algunos espacios de la ESMA.

Todo había sido declarado por Basterra meses antes en la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), que funcionaba en el Centro Cultural General San Martín, en plena Avenida Corrientes. A ese lugar había llegado con un compañero que le hacía tareas de contraseguimiento: temía que lo volvieran a chupar antes de llegar a sentarse frente a los comisionados.  Tomó otro recaudo más: envió a su compañera, Dora Laura Seoane, y a sus dos hijas a Neuquén para mantenerlas lo más lejos posible de las garras de los marinos. En 1985, declaró durante casi seis horas ante la Cámara Federal en el Juicio a las Juntas

 

El principio del fin

Basterra fue un testigo privilegiado de lo que fueron los últimos días de la ESMA como campo de concentración –posiblemente el más conocido de los más de 700 espacios de detención y tortura que funcionaron en la Argentina entre 1976 y 1983 y que el Estado argentino lo postula como patrimonio universal de la UNESCO–. Vio, de alguna manera, los últimos estertores de una maquinaria que había secuestrado, torturado, asesinado o tirado vivas al mar a miles de personas.

Basterra tuvo la desdicha de conocer la ESMA el 10 de agosto de 1979. Ese día lo secuestraron de su casa de Valentín Alsina. Se recuperaba de una operación de hernia y fue su perro Olaf con sus ladridos el que le anunció que algo andaba mal: una patota de la ESMA había ido a buscarlo. Se lo llevaron junto con su compañera y su hija María Eva, que tenía dos meses y diez días. Durante la tortura tuvo dos paros cardíacos.

Después de largos días tirado en “Capucha”, el lugar donde estaban alojados los secuestrados en la ESMA, y de un traslado a la isla “El Silencio” en el Tigre para evitar que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) encontrara a los secuestrados mientras visitaba el país, lo hicieron bajar al sótano para “trabajar”. Lo habían asignado al sector de Documentación, que dependía del área de Inteligencia. La decisión no había sido fortuita: Basterra, desde que había terminado la primaria, era un obrero gráfico y podría aportar sus conocimientos para las tareas de falsificación que tanto le interesaban al grupo de tareas.

En Documentación se encontró con otro secuestrado que era obligado a hacer ese tipo de tareas, Carlos Lordkipanidse. “Víctor I” –como lo llamaban al “Sueco” Lordkipanidse– lo recibió con una tijera en mano: como primera medida, le cortó el pelo –que tenía largo hasta los hombros–. Era uno de los gestos que los secuestrados podían dar para hacerles creer a los secuestradores que avanzaban en el camino de la llamada “recuperación”.

La jornada se extendía desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche, cuando volvían a dormir a “Capucha”. En 1980, cambió el sistema de documentación en Argentina y se le agregaba un sistema de seguridad que se usaba para los valores cambiarios. Les pidieron que falsificaran desde pasaportes hasta cédulas o registros de conducir. 

Los papeles de los integrantes del grupo de tareas, en general, se hacían con un sosías –que conseguían publicando avisos en los diarios para que la gente mandara sus currículos con sus fotos y con sus datos–. A los represores de la ESMA les tomaban las fotos en el sótano: necesitaba cuatro para hacer los documentos, pero Basterra sacaba cinco. Una la guardaba en una caja con material fotosensible que, como no podía ser expuesto a la luz, era inaccesible para los integrantes del grupo de tareas de la ESMA.

 

Una noche de tormenta

Basterra se fue quedando casi solo en la ESMA. En marzo de 1980 lo dejaron, por primera vez, pasar un día con su familia en La Plata. Le pareció extraño porque no fue el único a quien sacaron de la ESMA. A Ana Testa, otra de las secuestradas, la llevaron a una quinta. Cuando ella le preguntó al represor Ricardo Cavallo por qué estaban haciendo toda esa movida, solo le respondió: “Ya te vas a enterar”. 

Cuando volvió a su lugar de cautiverio, un cabo le dijo a Basterra: “Limpiaron Capucha”. El eufemismo equivalía a que habían “trasladado” en un vuelo de la muerte a la mayoría de los secuestrados que estaban allí, particularmente al grupo Villaflor.

En un momento a Basterra fueron a interrogarlo con una carpeta que tenía un número. Él lo memorizó. Cuando tuvo la oportunidad de escabullirse en la oficina de Inteligencia de la ESMA, la buscó: era una carpeta dedicada al Peronismo de Base, que él también integraba. 

En una noche de tormenta, aprovechó la oscuridad para procurar la llave del sector de Inteligencia –donde había fichas con las personas que eran buscadas por la patota de la ESMA y aquellas que ya habían sido secuestradas–. Había información de otras fuerzas, también. Él encontró una carpeta de tapas duras con datos sobre las caídas que había generado el Ejército en el marco de la Contraofensiva montonera. Se apuró y llevó el material al laboratorio, donde lo copió. Después volvió y copió unos cuadros sinópticos que estaban pegados en Inteligencia. Escuchó golpes y se apuró para volver. Al rato, detectó que el sonido que había escuchado era el de una puerta que había quedado abierta y que posiblemente se movía al son del viento.

En un momento, el grupo de tareas hizo una adquisición: compró un flash. Con esa excusa, Basterra recorrió el sótano de la ESMA y sacó fotos en la “huevera” –la sala de torturas–, por ejemplo.

–¿Qué hacés, pelotudo?— le preguntó uno de los represores que le hablaba cerca de la nuca.

– Pruebo el flash– contestó y siguió.

Oficina de inteligencia de la ESMA.

Oficina de inteligencia de la ESMA.

 

La destrucción final

Para 1981, el campo de concentración se mudó. Pasó a funcionar a un edificio que está detrás del Casino de Oficiales y del edificio Cuatro Columnas, que se conoce como Pabellón Coy. También adquirió una nueva denominación: Grupo de Operaciones Especiales de la Armada (GOEA).

Para entonces, la principal ocupación de la ESMA eran los seguimientos de personas y el robo automotor. No quiere decir que la maquinaria de secuestros se hubiera detenido: en diciembre de 1982, secuestraron a Ricardo René Haidar. El “Turco” Haidar era sobreviviente de la masacre de Trelew y, para el momento de su secuestro, oficiaba de jefe de inteligencia de Montoneros. Basterra lo vio muy desmejorado en el sótano de la ESMA y también logró rescatar una foto que le habían tomado en la calle antes de raptarlo.

Para mediados de 1983, el GOEA volvió a ocupar parte del Casino de Oficiales. Para entonces, ya estaba en pleno funcionamiento la CoPESE. La sigla que Basterra había escuchado significaba Comisión Permanente de Estudios de Situaciones Especiales, según pudieron reconstruir los equipos de relevamiento documental que funcionan en el Ministerio de Defensa. Entre otros, la integraban el “Tigre” Acosta y Raúl Scheller –conocido como “Mariano”–. La comisión se dedicaba a revisar y destruir la documentación que había producido en su tarea represiva.

Basterra se enteró que esa documentación era sacada e incinerada. Es probable que gran parte de esos archivos hayan sido destruidos. A contramano de la tarea desaparecedora –incluso de las pruebas–, Basterra guardó todo lo que pudo para buscar verdad y justicia. “La causa ESMA se sustentó, en gran medida, en esto que hizo Víctor”, dice con emoción Lordkipanidse, que fue muy crítico de cómo se retrató a su amigo en la película “Argentina,1985”, actual candidata al Oscar. Basterra murió en 2020. Lordkipanidse, que lo considera su hermano de la vida, no se privó nunca de agradecerle al “Petiso” la valentía que había tenido.

 


 

Luciana Bertoia estudió periodismo en TEA y Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Tiene una maestría en Derechos Humanos y Democratización en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Trabajó en redacciones como el Buenos Aires Herald y El Cohete a la Luna, donde se ha dedicado a los temas judiciales y derechos humanos, especialmente, a aquellos vinculados a la memoria. Actualmente, trabaja en Página/12, es columnista en Desiguales por la TV Pública, y es docente en la Universidad Nacional de Lanús (UNLa).