Por Oscar Bogarín*
Un año pasó desde aquella tarde en que las calles hacia Plaza de Mayo se convirtieron en un río de cuadernos abiertos, pancartas hechas con cartones reciclados y voces jóvenes -y no tanto- que coreaban consignas bajo un cielo plomizo. La Marcha Federal Universitaria de 2024, histórica y multitudinaria, fue un grito ahogado en el oído sordo del poder político.
Hoy, las universidades públicas de la provincia de Buenos Aires respiran entre grietas: paredes desgastadas, bibliotecas con estantes semivacíos y estudiantes que aprenden a sortear la inflación con la astucia de quien resuelve un examen sin haber dormido.
La ruta de los sobrevivientes
Para llegar a la facultad, Lucía sale de su casa en González Catán a las 5:30 a.m. Tres colectivos la separan de las aulas de Ciencias Sociales de la Universidad de Lomas de Zamora. Antes, la tarjeta SUBE le permitía viajar por un monto congelado, casi una ficción en un país donde todo aumenta. Ahora, sin el subsidio, cada boleto es un cálculo angustioso: “Con lo que gasto en una semana, antes comía diez días”, dice mientras ajusta la mochila, donde lleva un termo para tomar mates y aguantar la cursada.
En las paradas, los estudiantes intercambian rutas alternativas, mapas mentales de calles secundarias para ahorrar unas monedas. El transporte ya no es un derecho, sino un lote en subasta.
En las mesas de las agrupaciones de los centros de estudiantes, hay cola desde temprano, se amontonan los pedidos de becas de apuntes. Que en realidad no son tales, sino el rejunte de material usado que otro estudiante deja en esas mesas, para ser prestado. Un módulo de una materia cualquiera cuesta lo mismo que un kilo de asado.
En los bares universitarios, los menús suelen saber a un poema breve: arroz con salsa o alguna hamburguesa sin gracia. Los precios, en cambio, son épicos. “Hace un año, con mil pesos tomaba un café y comía una tostada. Hoy, ni el agua caliente”, bromea amarga Soledad, estudiante de Letras que trabaja como repostera los fines de semana. El bar, antes refugio de debates y risas, ahora es un lugar de paso. Los estudiantes traen tapers con fideos fríos y meriendan en los patios, bajo la sombra de los carteles de la marcha del ’24 que aún cuelgan de algunas paredes, desteñidos.
No es algo novedoso el hecho de que el empleo formal para los jóvenes sea un espejismo. Marcos, de Ingeniería, lava platos en un restaurante de noche; Ana, estudiante de Derecho, vende sahumerios por Instagram. Los contratos en negro son la norma, los sueldos apenas alcanzan para fotocopias o un par de zapatos que no se desarmen. “Me duermo en clase, pero si dejo la facu, mi vida se termina”, confiesa Marcos. La universidad, pese a todo, sigue siendo el único territorio donde creen posible un futuro.
Al atardecer, las aulas se llenan de cuerpos cansados. Allí, bajo focos de luz amarillenta, se tejen redes clandestinas de solidaridad: un paquete de galletitas compartido, un cargador prestado, un abrazo rápido antes de un parcial. En Sociales, un mural pintado tras la marcha del año pasado aún resiste: “La educación no se ajusta, se defiende”. Las autoridades, mientras tanto, improvisan. Son igual de rehenes de la situación que sus estudiantes.
La crónica de estos días no es heroica, pero sí terca: un relato de dedos manchados de tinta, de apuntes subrayados con rabia y de bondis que nunca llegan a tiempo. Y, en el centro, la pregunta que nadie responde: ¿Cuánto peso puede soportar la dignidad antes de romperse?
*Presidente de la Federación Universitaria de Lomas de Zamora (FULZ) e integrante del Movimiento Universitario del Conurbano (MUC).
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