Con el final del ciclo de los últimos dos años escolares que quedaron unificados por la pandemia de coronavirus, llega el tiempo de tomar aire, mirar hacia atrás y repasar las lecciones que quedaron como saldo. En este texto, la autora indaga sobre las distintas etapas que atravesaron estudiantes y docentes en medio de la crisis, sus consecuencias y los desafíos que habrá que enfrentar en el después. Y deja una reflexión esperanzadora, atada a la capacidad que hubo para la reinvención ante lo que parecía imposible. 

Por Valeria Prohens*
Foto: Claudio Gallina

Un lugar es más que una zona.
Un lugar está alrededor de algo.
Un lugar es la extensión de una presencia
o la consecuencia de una acción.
Un lugar es lo opuesto a un espacio vacío.
Un lugar es donde sucede o ha sucedido algo”.
(John Berger/ El tamaño de una bolsa) 

Hace tiempo ya que la escuela no es considerada sólo un lugar de transmisión de conocimientos, sino un espacio en el que se producen y modelan subjetividades. Un espacio que en ocasiones se transforma en un Otro alternativo para los estudiantes y les ofrece amparo, escucha, protección, límites y muchos otros recursos que a veces -por diferentes circunstancias- los adultos a cargo no les pueden proveer.

Esa escuela, la que todos conocemos, construimos y transitamos, con sus luces y sus sombras, con sus achaques y sus límites, es la que en los comienzos de la pandemia se vio puesta en jaque. ¿Cómo seguir haciendo de la escuela el lugar de pertenencia de la comunidad educativa toda, prescindiendo del encuentro presencial?

La escuela, nuestro lugar

A esta altura del recorrido, tenemos a disposición infinidad de testimonios de cómo los docentes, los equipos directivos y las familias comenzaron a armar complejos engranajes para sostener lo fundamental: que la escuela continuara siendo para todos, ese lugar, a pesar del cambio drástico de coordenadas.

Un lugar que tomó otras dimensiones: hubo que empezar a articular otros espacios (los virtuales) y otros tiempos. Hacer “extensión de la presencia”. Ensayos y errores, dificultades, agotamiento, pero también pequeñas alegrías, pequeñas victorias: un estudiante que estaba desconectado y por fin pudo ser localizado e incluido, un proyecto institucional que pudo realizarse con éxito de manera remota, una clase que motivó a los adolescentes del otro lado de la pantalla, las primeras letras tambaleantes escritas en cuadernos nuevos y mostradas con orgullo a la señorita a través de la cámara del teléfono.

Los docentes ya sabíamos (o intuíamos) algunos de los efectos de la pandemia en nuestros estudiantes: percibíamos el desgano, la tristeza por las diferentes pérdidas atravesadas, la apatía, la rebeldía. Las familias también nos acercaban sus miedos e inquietudes: “No sale del cuarto en todo el día”; “Está enojado, como furioso”; “No logro que se siente a hacer la tarea”.

Muchos de los chicos fueron poniendo en palabras lo que les iba sucediendo, convirtiéndose en espejos también para nosotros, los adultos: “Y vos, profe, ¿cómo estás?”, me preguntó un alumno de sexto año en plena cuarentena. Me costó responderle: no sabía por dónde empezar. Entendí que atravesar ese tiempo inédito se trataba justamente de eso: de acompañarnos, haciendo del encuentro virtual y de los vínculos, nuestro lugar.

La vuelta a las aulas

Volver a la presencialidad implicó un nuevo armado de engranajes (esta vez más complejos) para poder articular el encuentro en la escuela (¡al fin!) con las medidas sanitarias de cuidado requeridas.

La alegría del reencuentro, entre pares y con los docentes, otorgó cierta bocanada de aire fresco a las trayectorias educativas que se venían transitando, no sin gran esfuerzo, por ambas partes.

“¡Ahora sí!”; “Si me explicás en clase entiendo mejor”; “Extrañaba a mis amigos”; “Profe, ¿te gusta el color nuevo de mi pelo?”. Poco a poco nos fuimos reencontrando, re-conociendo (o conociendo por primera vez, en el caso de quienes comenzaban ciclos) y volviendo a hacer de la escuela ese lugar físico que de a poco comenzó a latir otra vez, al compás silencioso de los pequeños grupos de estudiantes que apenas se cruzaban en los otrora atestados pasillos, patios y demás instalaciones.

Con el correr de los días, los docentes fuimos tomando contacto paulatinamente con la verdadera dimensión del impacto, con aquellos efectos de la pandemia en nuestros alumnos que intuíamos o sospechábamos detrás de las pantallas.

Conversando con colegas, directivos y docentes de distintos niveles de enseñanza que se desempeñan en diferentes escuelas de gestión estatal y privada del Conurbano bonaerense, les pregunté por las principales dificultades que encontraron en sus estudiantes en el esperado regreso escalonado a las aulas. 

Sin pretender realizar una generalización arbitraria, y en una síntesis que seguramente resultará incompleta, comentaré que en algunos niños más pequeños se han observado dificultades generales de socialización, problemas en el desarrollo del lenguaje, en la adquisición de límites, dificultad en la instalación de hábitos y rutinas y en el uso de herramientas simples (tomar correctamente el lápiz, utilizar la tijera), entre otras cuestiones.

En algunos niños más grandes las dificultades se expresaron en el acceso a la lectoescritura, problemas con la comprensión de textos, desatenciones y  comportamientos irritables. Se ha hecho absolutamente visible la diferencia entre los estudiantes que pudieron continuar conectados en la virtualidad y los que no lo estuvieron: la desigualdad tomó cuerpo y dejó de ser un concepto abstracto. La brecha se ha hizo ineludiblemente palpable.

El regreso de los adolescentes a la escuela también se vio atravesado especialmente por variables contextuales y emocionales. Algunos de ellos mostraron mucha dificultad para reconectar con los ritmos y rutinas escolares: ausencias prolongadas y dificultad a la hora de realizar las actividades, sumadas a un repertorio preocupante de manifestaciones sintomáticas, como conductas con tinte depresivo, cuadros de ansiedad, trastornos de la alimentación y del sueño, entre otros. 

Algunos estudiantes, además, no retornaron al aula: la imperiosa necesidad económica de colaborar con el sostenimiento familiar llevó a muchos de ellos a anticipar su primer trabajo.

Lo que viene: entre la incertidumbre y la invención

Frente a los nuevos -y aún inciertos- escenarios que transitamos, vamos desplegando interrogantes que nos acompañan en la labor cotidiana: ¿Cómo imaginar el mundo que sigue? ¿Qué herencias, marcas y cicatrices nos quedarán de este tiempo? ¿Cómo pensar la educación, las nuevas relaciones y los vínculos que se han ido tejiendo en lo social, en este contexto tan singular que atravesamos? ¿De qué manera se reconfigura la transmisión en la escuela en estos nuevos escenarios?

El desafío es continuar haciendo de la escuela ese lugar donde “suceden cosas”, articulando las coordenadas actuales, propiciando espacios de elaboración de lo traumático, alojando los malestares, contextualizando las diversas manifestaciones de los niños, niñas y adolescentes.

Seguir, como hasta ahora, armando tramas significativas, reconstruyendo lo transitado, buceando entre las fragilidades y las fortalezas de las experiencias de este bienio y sosteniendo la apuesta para que los estudiantes puedan subjetivar y dar sentido a la realidad, mediada por los adultos.

Para concluir, una pequeña viñeta: estoy en el patio de la escuela en el último día de clase de mis alumnos de sexto año de nivel medio. Afortunadamente, han podido recuperar algunos de los rituales de finalización de ciclo, esos actos que habilitan el pasaje de una etapa a otra, que producen filiación simbólica, que les otorgan sentido de pertenencia. Es la hora de salida pautada para ellos. 

La directora toca el timbre (símbolo olvidado durante este ciclo lectivo, porque cada curso tuvo diferentes horarios de entrada, salida y recreos). Los estudiantes se sorprenden, pareciera que están escuchando un sonido que viene desde muy, muy lejos. Salen por el pasillo: sus compañeros de otros cursos y sus profesores hacemos un cordón, los aplaudimos y vitoreamos en su último recorrido formal por la escuela como estudiantes de sexto. Se los ve conmovidos, emocionados. Salen a la calle, se abrazan, cantan y gritan. Gritan mucho y muy fuerte. 

“Lo necesitan”, decimos los profes, y me pregunto si nosotros mismos, los adultos, no nos reconocemos también en ese grito: el que tenemos atravesado en la garganta desde hace casi dos años.

Recuerdo que una vez leí, en un texto de Silvina Duschatzky, que el enemigo de la educación no es el desvío de aquello que esperábamos, ni las condiciones adversas. El verdadero enemigo del acto de educar “es la idea de lo definitivo, de la impotencia, de la irreversibilidad”.

Si confrontados con lo que se nos presenta con apariencia de “imposible” no renunciamos a ser creadores de posibilidades, la dimensión de la apuesta y de la invención -en calidad de desafío- sobrevivirán aún a los contextos más desfavorables.


*Valeria Prohens es psicóloga graduada en la Universidad de Buenos Aires (UBA), psicoanalista, miembro titular de la Asociación Argentina de Salud Mental (AASM) y de la Asociación Argentina de Psiquiatría y Psicología de la Infancia y la Adolescencia (ASAPPIA). También es especialista en Ciencias Sociales con mención en Psicoanálisis y Prácticas Socioeducativas (FLACSO). Se desempeña como docente en distintas instituciones educativas de nivel secundario y universitario. Es autora, además, de diversas publicaciones y disertaciones sobre temáticas vinculadas a la niñez, la adolescencia y las prácticas socioeducativas.