Con los pies metidos en un tacho con agua fresca y un cigarrillo en la mano, Tita pasa las tardes de enero en su casa de Burzaco. La rodean cuatro perros callejeros que había traído de sus largas noches parada junto con otras maricas en el Camino de Cintura, y que se convirtieron en su leal compañía. Una de esas tardes de muchísimo calor tenía los pies más hinchados que de costumbre: la silicona que se había inyectado en la cola había cambiado de lugar. Estaba vieja y el uso frecuente de los tacos aguja le pasaba factura. Eran décadas de esquina, de correr, de intentar escapar, de caer en comisarías.

La Tita, como le decían en el barrio, había nacido en la provincia de Córdoba. Su papá era albañil y su mamá ama de casa. Los nueve hermanos compartían la pobreza en un ranchito a la vera del río Cosquín, donde pasaban horas entre juegos, risas, peleas y sueños. Ella anhelaba irse lejos, para poder ser quien se sentía sin incomodar a su familia. 

Una noche de junio, a los doce años, sin saber leer ni escribir, emprendió la aventura de viajar a Buenos Aires, haciendo dedo en la ruta. Estaba ilusionada con lo que creía que iba a encontrar al llegar a la gran ciudad, luego de escapar de la pobreza, la violencia y la vergüenza. Ansiaba que todo lo que le había tocado sufrir quedaría atrás, que a partir de tomar el nuevo rumbo la vida sería maravillosa. Pura inocencia.

Caminó por muchas horas a la vera de aquel río que la viera crecer hasta llegar a la ruta que la traería a Buenos Aires. Llevaba puesto un vestido floreado que había tomado prestado de una de sus hermanas y un bolsito al hombro. Tenía el cabello largo, negro, brillante, que siempre peinaba con dedicación, y la boca carmesí de tanto apretar los labios por el frio de la madrugada. 

No tuvo necesidad de levantar la mano para hacer dedo. El camión frenó de inmediato. Uno de los dos jóvenes chongos que viajaban le preguntó hacia dónde iba y ella le respondió. Al subir a ese camión -el primero pero no el último al que subiría en una ruta- le convidaron con un mate caliente y un sanguche de fiambre. Ella se mostraba sonriente, pero hablaba poco, temía que descubrieran ese secreto que quería dejar atrás.

 

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Aquella tierna e inocente travita cordobesa tenía 56 años cuando conoció a Lola, una travesti de 16 años nacida en un pueblito de la provincia de Buenos Aires, que había sido echada de su hogar por su papá, un hombre violento que no solo la molía a golpes a ella sino también a su mamá. A pesar de todo, no guardaba resentimientos, no entendía de odios, y enviaba plata para ayudarlos.

Tita conoció a Lola la noche en que la tiraron desde un camión en marcha después de haberla violado entre dos “clientes”. La historia se repetía: aquellos jóvenes viajantes que le ofrecieron a Tita llevarla a Buenos Aires la violaron cuando descubrieron que esa niña morena tenía un pene entre sus piernas.

Aquella noche, entre llantos, miedo y resignación, agarraron sus carteras y volvieron a la parada, a la espera del próximo coche, sin saber si bajarían con vida -las travas nos acostumbramos a todo, incluso a los golpes y violaciones constantes-. Alertas ante la aparición de la policía, conversaron largo rato hasta que Tita montó en un auto que la sacó de ahí, no sin antes invitar a Lola a tomar unos mates o comerse un guisito al día siguiente.

Como toda trava experimentada, Tita comenzó a enseñarle Lola los códigos de la noche prostibularia -cuánto pagarle a la yuta, cuándo rajar de ella, el trato con otras travas y con los tipos-.

Antes de llegar a Burzaco, Tita había vivido en los vagones abandonados de la estación de Chacarita; Lola, en cambio, había estado en la calle poco tiempo porque pudo instalarse en una pieza de la pensión La Paloma, en el barrio de Constitución, que le pagaba uno de sus “clientes”, un señor padre de familia, de esos que no faltan a misa los domingos, dueño de una flota de taxis. 

Lola comenzó a frecuentar diariamente la casa de Tita: cocinaban mientras escuchaban unas cumbias o algún tema de Valeria Lynch, tejían junto a alguna otra trava que caía a comer. Si algo no faltaba en esa casa era una ollada de guiso calentito. Pasaban las tardes hablando de chongos y de plata. La antesala a la noche prostibularia casi siempre comenzaba entre pelucas, coloretes, copeteo y si era fin de semana seguramente un poco de cocaína. Había que prepararse para ir a la ruta. Era un ritual para poder aguantar, anestesiar el dolor, las ausencias y tratar de olvidar el pasado y el presente.

La presencia de Lola en la casa era tan frecuente que Tita una noche le dijo: “Marica, quedate a vivir acá y en vez de pagar tanto dinero por una piecita en la que estás sola y dependés de ese tipo colaborás para la olla diaria y así podés juntar más platita para ayudar a tu madre y de a poco tener tus cositas”. Finalmente, Lola se mudó con Tita, quien cumpliría el rol de cuidarla.

 

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Durante muchos años Tita no tuvo contacto con su familia: su papá había muerto de una cirrosis fulminante; su madre seguía llevando adelante como podía lo que quedaba de la familia; dos de sus hermanos estaban presos y otros habían dejado el rancho y nunca más regresaron; la más chica de las hermanas era puta y tenía tres pibes que llegaron luego de encuentros con ”clientes” y que dejaba al cuidado de su madre mientras pasaba las noches en una whiskería de un pueblo cercano. Con el tiempo y a la distancia, Tita se convirtió en sostén económico de su familia, sin haber vuelto nunca a verles, quizás por vergüenza, tal vez por temor al qué dirán… Su familia ahora era Lola, con quien compartía la necesidad de sobrevivir en un mundo lleno de odio.

Asomaban las primeras noches cálidas de la primavera de 1993, y Lola sentía la presión de tener los cuerpazos que veía en las más grandes, incluso en Tita: caderas prominentes, tetas enormes. Eran “cuerpos de guitarra”, como se decía. También ella quería ser un fuego ante las miradas de las otras travas, ser deseada por los chongos y hacer mucha guita. Una y otra vez le pedía a Tita que llamara a la que le ponía silicona a casi todas las travestis, la Lorena, una trava tucumana que vivía en el barrio de Liniers. “¡No! No cometas el error que cometí por necesidad, por ignorancia y por seguir malos consejos. Hoy sufro terriblemente las consecuencias y estoy viva de casualidad ¿Sabés cuántas de nosotras murieron por el aceite de avión? ¡Muchísimas! ¿Qué hago si te me morís acá mientras te inyectan el aceite? ¿No ves cómo tengo los pies?”, fue la respuesta de Tita.

Con los ojos llenos de lágrimas, Lola se metió en su habitación para montarse y salir a otra jornada de ruta. Esa noche no pudo dejar de fantasear con un cuerpo voluptuoso, a pesar de las palabras de Tita, y comenzó a tejer con otras travas en busca de Lorena, «la cirujana”, como le decían. 

Una compañera, Gisell, le comentó que hacerse el cuerpo le costaría el triple de lo que pagaban las demás, porque era menor de edad. “¡Voy a tener que pararme el doble de horas en la esquina!”, se lamentó.

Lola empezó a pararse cada día más temprano y a quedarse hasta el amanecer, si es que tenía suerte y no caía presa. La aterraba el trato habitual de la policía: violencia, abusos sexuales, pago de coimas, detenciones de hasta cinco días por los códigos contravencionales que reprimian la identidad travesti bajo la figura de «vestimenta inadecuada al sexo». 

Los consumidores de drogas eran quienes dejaban más plata por solo pasar la noche o simplemente acompañarlos en sus giras de días y días entre merca, copeteo y sexo. Y así, por juntar la guita para hacerse el cuerpo que creía debía tener, Lola se enganchó con la merca. 

Tita notó de inmediato que Lola ya estaba enganchada con la cocó y le advirtió que no terminaría bien si seguía en esa.

Los días pasaban y la relación entre ambas cambiaba velozmente. Tita comenzaba a ver cómo su hija trava se iba perdiendo con el paso de las noches, entre coches, pasillos y papeles glasés. Era de la vieja escuela y ya había enterrado a varias compañeras. “La vida te hace dura”,  decía y contaba las historias de las que habían sido asesinadas por meter la mano, las que mató la policía, las que arrasó el SIDA, las que se perdieron por la merca o las que mató el chongo de turno.

Lola no lograba dejar de tomar, sentía en esa práctica un alivio a tanta violencia que giraba a su alrededor. En los momentos de lucidez, que eran muy pocos, juraba que no volvería a consumir. Noche tras noche, se fue perdiendo entre albergues transitorios, debajo de los puentes, subiendo y bajando de los coches por unos pocos pesos para ir al transa a comprar la anestesia que la hiciera olvidar de los golpes de su padre, del llanto de su madre, de la violación de los “clientes”, del desprecio de toda la sociedad.

Cuentan otras travas que la vieron tirada durmiendo en un banco de Plaza Constitución. Nadie sabe si es verdad.

Pasaron muchas otras tardes de verano calurosas y la Tita de Burzaco sigue recordando con sus pies en un tacho y su cigarrillo encendido.

 


Florencia Guimaraes Garcia es activista travesti, escritora, fotógrafa, diplomada en Géneros, Políticas y Participación en la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). Actualmente se desempeña como responsable del Programa de Acceso a Derechos para Personas Travestis, Transexuales y/o Transgénero del Centro de Justicia de la Mujer y LGBTIQ+, dependiente del Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires. Es presidenta del Centro de día travesti/trans La Casa de Lohana y Diana, e integrante de Furia Trava, espacio político del Municipio de La Matanza.