En su libro, que logró una reedición en medio de la pandemia, la escritora Ana Catania invita a espiar la vida de seis mujeres atravesadas por tramas particulares de sus mundos pero que, a su vez, experimentan sensaciones que muchas otras conocen. En esta entrevista con Cordón, explora ideas sobre el “ser mujer” y el “aura melancólica” de su vida conurbana que imprime en sus textos.
Ana Catania nació en Capital Federal, pero se crio en nuestro Conurbano: Escalada, Banfield y Lomas de Zamora fueron los escenarios de su vida. Una vida anclada en el sur en la que se dedicó a escribir cuentos y novelas con “un aura por siempre melancólica”.
Este año, su libro Nada dentro salvo el vacío logró una enorme llegada al público que empujó a una nueva edición en medio de la pandemia. Sus cuentos tienen como centro a las mujeres y abordan temas que las atraviesan, como la maternidad, el embarazo, el aborto y la adolescencia pero, también, otros universales y atemporales, como el vacío de la existencia, la nostalgia y la tristeza.
“Las mujeres estamos llenas de cicatrices, reales y simbólicas”, dice la autora en esta entrevista con Cordón, en la que repasa su vida conurbana y analiza el rol de las seis mujeres que construye en su libro, cada una con sus “cuartos propios” pero un mismo hilo conductor: un vacío que las aleja de sus mundos pero, al mismo tiempo, las une.
“Ser mujer no deja de ser un misterio, un enigma. En la literatura, esa pregunta debería despuntar en un estallido, debería abrir múltiples posibilidades”, agrega Catania sobre el particular estilo de su narrativa, que va dejando trazos de esas historias como si fueran piezas de un rompecabezas que quienes leen deben completar.
Nada dentro salvo el vacío es un libro de cuentos con protagonistas mujeres. ¿Por qué te decidiste por ese camino?
Los cuentos que escribí entre 2012 y 2016, en el marco de la formación de Escritura Narrativa en Casa de Letras, y que después fui reescribiendo, corrigiendo y ampliando en tutoría con José María Brindisi, tenían a mujeres como protagonistas. Recién en 2017 visualicé un libro con un hilo conductor que se imponía: una voz femenina. Entonces, seleccioné seis cuentos que sentí que ya habían cumplido su ciclo en un archivo Word de mi computadora y estaban listos para salir en busca de sus lectores. Lo que no imaginé es que, desde el momento de mi decisión a la publicación, fuera a transcurrir tan poco tiempo. Pero, viéndolo en perspectiva, el proceso fue realmente largo y trabajoso: siete años de escritura ardua e intensa, siete años de acompañar a estos personajes, a estas mujeres, que se habían convertido en parte de mi imaginario. Y de mi vida cotidiana, incluso.
En todos ellos, gira la idea del vacío o de que algo se rompe, siempre en torno a la maternidad o la familia. ¿Qué peso ves que tienen estos temas en la vida de las mujeres?
Creo que es una marca propia de la dimensión humana, independientemente del género: el vacío existencial, el hecho de estar arrojados a un mundo, la conciencia de finitud y fragilidad. Sin embargo, en el caso de las mujeres, hay experiencias que, en mi opinión, son más violentas, más desgarradoras; más físicas y agudas. Nuestro cuerpo sufre cambios extremos, a diferencia de lo que ocurre en los hombres, y a menudo nuestra cabeza y nuestro corazón van a destiempo, lo que nos causa grandes pesares. Llevamos sobre los hombros el peso de siglos de esclavitud y maltrato, de imposiciones y limitaciones.
Las mujeres estamos llenas de cicatrices, reales y simbólicas. Hay una pregunta que no dejamos de hacernos, y es la siguiente: ¿qué es ser una mujer? Ser mujer no deja de ser un misterio, un enigma. En la literatura, esa pregunta debería despuntar en un estallido, debería abrir múltiples posibilidades.
Y con respecto a la noción de vacío, pienso en lo que dice Natalia Ginzburg de que las mujeres corremos el peligro continuo de caer en un pozo oscuro, y que sólo otra de nosotras puede comprender de qué se trata esa experiencia, “ese miedo febril, visceral, angustioso”. Me interesa mucho su artículo titulado “A propósito de las mujeres”, que funcionó como una suerte de eco en la escritura de estos cuentos. Pero también me interesa la concepción de vacío que tienen los místicos orientales, la de potencial creativo infinito. Tal vez ahí esté la respuesta al enigma: la mujer como la gran creadora, la alquimista absoluta, capaz de transformar la materia en una continua danza de movimiento y energía.
¿Cómo elegiste el título?
El título nace de la frase de uno de los cuentos, “Cicatriz”. El narrador, al hombro de Julia, una mujer que acaba de parir a su segunda hija, en medio de una crisis matrimonial, dice: “Sobre la cama, se abre un abismo blanco, profundo; un hueco sin nada dentro salvo el vacío”. Me gusta cuando el título de un libro se desprende de alguna oración interna, a modo “carveriano”, como por ejemplo en Quieres hacer el favor de callarte, por favor, que creo, a su vez, proviene de una frase del cuento de Hemingway “Colinas como elefantes blancos”, a modo de guiño, aunque tal vez sea pura especulación mía, o un fuerte deseo.
En el título del libro, también quería que se produjera un contrapunto con los de los seis cuentos, cuyos títulos están compuestos por una sola palabra (acá hay un descarado homenaje a los cuentos de Escapada, de Alice Munro), y por eso me había encaprichado con un título largo, epifánico, musical. Sólo después tomé conciencia de que funcionaba como hilo conductor; de que ese vacío es experimentado no sólo por Julia, sino por las otras cinco protagonistas. Aunque cada una lo llene de manera distinta, y ahí está la singularidad, ese es el escenario que las identifica y que, sin saberlo, las reúne.
Algunos de los cuentos te dejan con ganas de más, de saber cómo terminó esa historia ¿Hay posibilidades de una segunda parte o el encanto del libro se basa en poder interpretar las historias hasta donde llegan?
Un colega me dijo, al terminar de leer el libro, que mis cuentos parecían “suspendidos”, lo cual fue revelador para mí. Pero también pensé: ¿acaso no todo cuento está suspendido? Me interesa mucho la concepción anglosajona del cuento como un recorte, una ventana por donde podemos espiar acciones determinadas, concretas, el despliegue y los tropiezos de ciertos personajes, con sus detalles únicos, singulares, que iluminan lo complejo de la dimensión humana. Como bien señala José María Brindisi, en esa contratapa soñada, si la vida es incapaz de ofrecernos seguridades, ¿por qué deberíamos exigir esa responsabilidad a la literatura? Por el contrario, la escritura debe ser capaz de potenciar el misterio, debe reafirmar la pregunta; dejar todo en suspenso. El cuento es algo saludablemente incompleto, siempre al borde de la caída, esquivo, imposible de encorsetar.
Soy una ferviente adoradora del formato cuento, aunque desde agosto del año pasado estoy sumergida en el universo de una novela corta, en la que avanzo muy despacio, pero más segura de lo que alguna vez me sentí escribiendo un cuento, el género más desafiante, y proveedor de dolores de cabeza, que existe. Como lectores, tenemos la responsabilidad de completar la entrelínea, de llenar los espacios en blanco, de dialogar comprometida e íntimamente con las historias en cualquier experiencia de lectura en la que nos embarquemos. Y respecto a los finales concretos, me pregunto si de hecho existen finales de este tipo. Hasta dudo de que la muerte sea un final concreto.
¿Qué significó para vos la salida del libro en este año tan atípico?
El libro salió de imprenta a principios de febrero y rápidamente estuvo en casa de 1.300 lectores gracias a la suscripción literaria Bukku, que ya lo había seleccionado para su entrega del mes. Al mismo tiempo, llegó a librerías de todo el país, donde tuvo muy buena recepción, a tal punto de que en julio la editorial lanzó una nueva tirada. La cuarentena sólo frenó la presentación, no así la difusión ni las ventas, afortunadamente. En este contexto, donde lo virtual se ha vuelto un esencial, disfruté muchísimo del proceso de salida, de acompañar muy de cerca las reseñas, las miradas y los comentarios de los lectores. Tuve la dichosa oportunidad de participar de conversaciones, de talleres y clubes de lectura, por distintas plataformas, donde se había leído el libro, o algunos cuentos, y esa fue una manera muy genuina, muy maravillosa también, de acercarme a la comunidad de lectores, que al fin y al cabo son quienes completan la escritura. Con lo cual, a lo inesperado e impensado de la situación de cuarentena, se sumó lo inesperado e impensado de que el libro tuviese sentido y emoción para otras personas, que fuese tan bien acogido, cuando yo estaba llena de incertidumbre al respecto.
Te criaste en el Conurbano sur, ¿cómo fue esa etapa de tu vida y cómo te marcó?
Nací en Capital Federal, como se llamaba en 1980 y como aún sigo refiriéndome a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero me crié en un departamento sobre la avenida Hipólito Irigoyen, o Pavón, como siempre la han llamado mis padres, en Remedios de Escalada, y luego en otro departamento, a cuadras de la estación de trenes de Banfield. Después, siguió un chalet en una esquina, en Lomas de Zamora, donde vivimos hasta mis catorce años, y los doce de mi hermana, y entonces nos fuimos a Banfield, a una hermosa casa de los años ‘40, a cuadra y media del colegio donde hicimos toda nuestra escolaridad. En esa casa, transcurrió mi adolescencia y mi juventud, los años formadores. Fui a un colegio bilingüe, con el foco puesto no sólo en el idioma, sino también en las disciplinas y expresiones artísticas, que es lo que siempre me interesó: música, artes plásticas, escritura, teatro. Participaba de todos los concursos literarios y muestras de pintura, esperaba con gran expectativa las distintas ferias del libro: elegía los que iba a comprar, me hacían la cuentita, y después pedía el dinero a mis padres. Esas eran mis mayores alegrías y motivaciones. El acceso a la literatura tuvo raíces en el colegio, también en la biblioteca familiar, claro, pero en ese contexto era yo quien elegía qué historia me iba a acompañar, era yo la responsable de trazar una ruta. Hoy vivo en Lomas de Zamora, con mi novio, nuestro gato y nuestro perro, a unas quince cuadras de la casa familiar, que sigue en pie. Mis caminatas por Acevedo, o por Alem, de un hogar a otro, son disparadoras de ideas para la escritura. Pienso mejor en movimiento.
¿Te gustaría escribir alguna historia que tenga como escenario el Conurbano?
Me puse a analizar la palabra “Conurbano”, que es, para mí, bastante novedosa. Quiero decir, hace relativamente poco entendí que yo nací, me crié y vivo en el “Conurbano”. Ese señalamiento es de quien piensa desde el centro, la ciudad, no desde la periferia. Yo siempre viví en “Banfield”, en “Lomas”, en “zona sur”. Jamás respondí “vivo en el Conurbano” a quien me preguntara: “¿dónde vivís?”. Me parece algo extrañísimo. He llegado a responder, cuando estaba en la Universidad, o en un boliche, en la “Capital”: “soy de Provincia”, pero nunca “del Conurbano”.
El último cuento del libro, titulado “Lobo”, tiene un barrio de la zona norte como escenario donde se mueven los personajes, un contexto espacial que tiene puntos en común con el mío, mi barrio de crianza; pero también diferencias. Quería anclar en la historia con cierta distancia, pero no demasiada; una medianía que me permitiese tomar elementos de mi propia experiencia: el colegio, las calles, las casas, los vínculos entre padres e hijos, y entre pares, en los años ‘90, fuera de la Capital Federal. Que son dos mundos distintos, separados por un puente sobre el Riachuelo, o por una autopista. Porque ese cuento, “Lobo”, es sobre esa época incierta, volátil, llena de curiosidad y de preguntas, que es la adolescencia; y yo siempre voy a identificar la infancia y la adolescencia con las calles de mi barrio, que son las únicas coordenadas que conocía. Además, este punto del mapa, al sur de la Capital Federal, tiene, para mí, un aura por siempre melancólica y ese, precisamente ese, es el tono que tiñe mi escritura. Y probablemente también mis fibras más íntimas, mi modo de ver el mundo. Porque, citando a la reciente Premio Nobel de Literatura, la poeta norteamericana Louise Glück: “Vemos el mundo una sola vez: en la infancia; el resto, es memoria”.
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