Cuando me preguntan de qué trabajo suelo responder que escribo. No digo que soy escritor, claro está. No solo porque todavía no publiqué, si no porque me parece que es un título enorme ese. Entonces, me gustan las respuestas en infinitivo. “Me dedico a escribir”. El verbo es una licuadora donde entra todo. Por lo general, ahí viene otra pregunta: ¿Qué escribís? Eso es menos sencillo de responder. Porque, por un lado, pago las expensas haciendo periodismo. Y, a veces, cuando no llego a pagar las expensas, que es siempre, hago colaboraciones y escribo para otros lugares. Por ejemplo, hace un tiempo escribí para una revista de turismo sobre restaurantes de lujo en Córdoba. Lugares que no puedo ni pagar el cubierto, digamos. Eso es ficción, creo. Y también hago cuentos y relatos que se acumulan en el escritorio de mi PC junto a una novela y otros textos que dicen por ejemplo: “El relato- Cordón- VERSIÓN FINAL”. 

La gente quiere contar historias. La gente siempre quiere contar historias. Y, para escribir historias, antes hay que escuchar. “Vos que escribís, escuchá esto”. Entonces, tengo muchos anotadores donde escribo pedazos de relatos, fragmentos que recuerdo de charlas y algunas escenas. La memoria es sabia. Los recuerdos, a veces, operan como la ficción. Y no como los restaurantes de Córdoba donde, entiendo, se come muy bien aunque jamás probé un plato. Los recuerdos van poniendo parches por todos lados para que la pelota no se desinfle y siga girando. Es como si se tratara de un partido que nunca queremos que se termine. Esta historia me llegó así, hace muchos años. Me la contó Lucas una tarde de mucho calor y algo de cerveza.

Catico arrastraba los pies. No caminaba. Su andar era un desliz continuo. El prolongado contacto de sus chancletas con el cemento alisado producía el mismo sonido que hace la gente cuando pide silencio. Pero largo. Era curioso porque, al verlo, nadie habló. Todos lo reconocieron. Y si nadie abrió la boca no fue por aquel ruido. Era por la sorpresa. Por su estado. La noche de Catico después del show había sido fatal y nadie había contemplado al reviente como una variable. En primer lugar, porque reviente no era sinónimo de aquel pueblo. Para encontrar farra había que hacer casi cincuenta kilómetros hasta la pulpería de los Funes. Pero, además, el trabajo de Catico tenía que ser limpio. Rápido y efectivo. Del mismo modo en que un cinco que se para en el medio de la cancha para recibir y hacer rodar el balón hasta los delanteros, él debía cumplir, de forma exclusiva, con su tarea. El presupuesto no alcanzó para más. Catico tenía que estar presente en el asado quince minutos. Solo quince minutos.

Catico no parecía “El rey de la imitación”, como lo habían presentado la noche anterior en el salón de usos múltiples de la municipalidad. O, si estaba imitando, era más bien un personaje destruido el que encarnaba. Lo más triste es que ese, realmente, era él. A cara lavada. Y sin mentir.

Lo recibió Emigdio, el tesorero del club Juventud Unida de Colonia Vela. Un club cuyos socios eran todo menos jóvenes. Es que los pibes, después de terminar la escuela, se subían al micro, pasaban por lo de los Funes, y seguían de largo para estudiar en Capital

Emigdio le extendió la mano, pero Catico pareció no verlo. Mientras esquivaba el saludo, preguntó por el camarín y Emigdio le señaló el cuarto donde guardaban las pelotas de fútbol pinchadas, las de vóley desinfladas y las botellas retornables de Coca Cola. Antes que Catico entre, Emigdio le habló desde el marco de la puerta:

      Disculpe que lo moleste ¿usté se va cambiar?
      No, voy festejar mi cumpleaños- le respondió y Emigdio sintió que, por fin, se le había activado la glándula que fabrica el humor al tipo que venía a cobrar por fangote por quince minutos.

Emigdio salió del salón y se acomodó en su banqueta, con los demás, junto a la mesa. Se alejó del fuego, no quería que le hinchara la cara paras las fotos. Tampoco quería calentarse más de lo que ya estaba. Apuró un pucho y les respondió a los muchachos.

      Sí, ya llegó. Parece macanudo…- dijo para no echar por tierra las expectativas a sus amigos de forma anticipada.
      Qué fenómeno, en la tele se lo ve buen tipo- arengó Octavio desde la parrilla mientras daba vuelta una chori.
      ¿Che, el Tano llegó?- inquirió Miguel mientras se zampaba un pedazo de figasa con morcilla fría.
      Justo, ahí llega- celebró Emigdio con alegría moderada, como se festeja el quinto gol de una paliza de arrastre.

Los muchachos se pusieron de pie y fueron a su búsqueda. Miguel y Octavio, que habían desayunado en lo de los Funes estaban en pedo desde antes de encender el fuego, y de comprar el carbón, levantaron al viejo en andas, como si hubiese sido galardonado con el balón de oro.  Despidieron a Nora, que estaba al tanto del plan y le había dicho al Tano que se iba con sus amigas. Lo llevaron hasta la mesa y le sirvieron una copa.

      ¿Qué ganas, eh? – disparó el Tano
      ¿Qué ganas qué? ¿De qué?- lo frenó Octavio
      Qué ganas de echar el dinero.
      Ochenta años no se cumplen todos los días.
      Ya lo sé, por eso. Mi cumpleaños fue la semana pasada, Octavio ¿qué tanto? Usen el dinero para algo que le sirva al clú, no para los que lo estamos dejando.
      Che… bien arriba el asado, ¿no?- bromeó Miguel.
      Es una atención desde la comisión directiva, Tanito. Por qué no se relaja. Por qué no come algo y disfruta un poco.
      ¿Por qué no deja de romper las pelotas?– sumó Octavio con la boca llena de maní.
– Porque están pinchadas– fustigó el viejo.

Emigdio intervino porque si las cosas seguían por ese rumbo el plan podía embarrarse. Así que cortó un poco de salame, queso y pan, y apoyó con fuerza el plato delante del viejo que, si bien no podía comer eso, por su dieta estricta, agradeció la atención con un gesto de jugador de truco retirado.

Otra vez, el sonido de los pies pidiendo silencio. Pero ahora no eran chancletas. Eran zapatos recién lustrados. Impecables. Un saco elegante, sofisticado y clásico. Hasta parecía más alto el tipo. Su semblante era otro. Tenía los ojos relajados y una expresión en la boca que parecía acercarse a una sonrisa o, más bien, a un gesto de complicidad. Esos que dicen: sí, usted y yo estamos pensando lo mismo. 

 – Tano, queríamos, en este agasajo por tu cumpleaños, presentarte a alguien especial- Emigdio hablaba con una voz entre solemne y nerviosa, titubeaba mientras empezaba a pensar que el plan había sido producto de una borrachera en lo de los Funes que debió haber muerto antes de nacer. 

En ese momento, el invitado sorpresa habló.

– La alegría in-con-men-su-ra-ble de haber sido invitado a este asado, entre amigos, con este sol, con este so-la-zo, en un día que es, sin lugar a dudas, para compartir entre compañeros.

La cara  apuntó hacia aquella voz. La voz. Emigdio le señaló la pilcha y con una mirada le dijo a Catico, que ya no era Catico, que no era necesario lo de la pilcha.

-¿Victor Hugo?
-Así es. Querrán saber qué hago por acá, pero es lo mínimo que podía hacer después de la ayuda fra-ter-nal que me dio Emilio cuando me ayudó, esta mañana, con mi vehículo.
-Emigdio- lo corrigió Octavio con la boca negra de morcilla fría y que, a falta de destapador, presionaba con un cuchillo un corcho.
-Claro, sí, él también- respondió.
-Eso sí, van a tener que disculparme, pero solo puedo quedarme unos minutos. Quería pasar a saludar al Gallego.
-Al Tano- retrucó Miguel que chupaba una aceituna.

El imitador se sentó y, desde luego, todos lo imitaron.

El Tano se mantuvo en silencio un buen rato. Seguía con la cara en la misma dirección por donde había entrado el tipo. Estaba congelado. Se había pasado la vida escuchando a Victor Hugo en la radio. Y en la tele. Siempre. Se acomodaba los horarios para poder estar presente en cada emisión. Sufría si tenía alguna reunión familiar y no podía escuchar el partido o el programa que sea. Nora le largaba la cara, pero él no se enteraba. 

A Octavio le preocupó la nula participación del viejo. Tal vez, se dijo, estaba por sacarles la ficha del plan, ese modesto plan, ese que, al menos, los mantuvo a ellos charlando durante meses, entusiasmados, organizando algo y, así, olvidándose por un tiempo de los clientes que no aparecen por los negocios, de los nietos que no llaman y las facturas que no dejan de visitarlos. Ese plan que empezaron a tramar cuando supieron que Catico iba a llevar su espectáculo al pueblo. Se comprometieron a organizar el encuentro. Con Victor Hugo. Un Victor Hugo, al menos. Se iban a reír un rato con el viejo y, finalmente, iban a contarle que se trataba del imitador.

El tiempo pasó volando. El viejo era todo oídos. Cuando el visitante corrió su banco, supo que era el momento de despedirse. 

-¿Le podré pedir algo?

Catico, ahora sí con la mirada de Catico, le clavó los ojos a Emigdio. Eso no estaba en los planes. Miguel y Octavio encogieron los hombros aunque no se supo si estaban dubitativos por la situación o si continuar con el vino o abrir una cerveza.

-Diga- soltó Catico.
-¿No podrá hacer un poquito, un pedazo al menos, del relato?

El imitador quería resolver el tema cuanto antes. Quería rajarse. Y, ante el pedido, todos supieron que no había forma de decirle al viejo que era un imitador. Se les había pasado el rato entre vino y anécdotas inventadas. 

-¿El relato?– preguntó Catico.
-El gol a los ingleses…

No lo tenía ensayado. Algo se acordaba. De todas formas, dijo que sí.

-Por qué no se va al depósito, Victor Hugo. Y nos relata desde ahí. Así parece que sale de la radio y todo- redobló la apuesta Octavio que se sirvió un vaso de cerveza resolviendo así su duda existencial. 

A Catico no le gustó mucho. Pero se quería tomar el palo. Además, se habían pasado los quince minutos por los que le habían pagado y, por la pinta de esos tipos, no había forma de arrancarles una moneda más. Así que caminó hasta el depósito, repleto de cadáveres de damajuanas, dejó la puerta entreabierta y sacó su celular. Escribió en Google: “Relato+ Maradona+ Victor Hugo+ Barrilete Cósmico”. Y empezó a leer.

-La va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona…

Rectos. Parecía como si estuvieran atrapados por la tensión de una guerra. O como si alguien los hubiera interpelado, luego de décadas, de la forma en que los llamaban cuando eran chicos. Una voz familiar. Un nombre familiar. Victor Hugo. Diego. Armando. O como si, de un momento a otro, todos hubieran sentido entre sus manos la suavidad del pelaje de sus primeras mascotas.  

Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial, deja el tendal y va a tocar para Burruchaga… ¡Siempre Maradona!

Desde el depósito la voz cambiaba. Las palabras se humedecían. El tono de Victor Hugo se perdía de a ratos. Pero no importa. A quién carajo le podía importar si lo que ese tipo estaba haciendo en ese momento era cantar el himno. Entonces, por eso, todos se pararon. En pedo y como podían pero se pusieron de pie. Porque cuando se escucha el himno hay que ponerse de pie, señores y señoras. Y cuando suena el himno, se canta. Por eso, todos, ya no solo Catico, que dejó de ser Catico un por rato, otra vez, gritaron al mismo tiempo:

¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… Gooooool… Gooooool… 

Y todos lo abrazaron al Tano. A ese viejo que dentro de poco se va a ir, como les dijo Nora. Que los va a dejar porque ese bicho lo está comiendo por dentro con la misma violencia que Octavio liquidó el vino. Pero ese día, solo por ese día, se trataba de festejar. Y, desde su lugar, Victor Hugo, porque en ese instante, señores y señoras, era Victor Jugo, siguió:

¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme… Maradona, en corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… 

Y el Tano se agarró la cabeza porque iba a llegar el momento. Como esa vez que se conoció con Norma en un baile del Club Defensores de Colonia Vela y se besaron en la pista de baile, al lado de las parrillas, ahí, justo a unos metros de donde están parados. 

Barrilete cósmico… ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina? Argentina 2 – Inglaterra 0. Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona… Gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2-Inglaterra 0…

Ante las lágrimas del Tano, todos supieron que no iban a poder hablar. Nadie iba a poder contarle que fue una mentira. Que era un homenaje simpático. Y en una especie de pacto que nadie puso en palabras, pero todos los que se miraban a los ojos lo entendieron. Lo saben porque ellos también lo necesitaban. Porque para ellos, por un rato, estuvieron, otra vez, en México 86. 

Catico se despidió del Tano con un apretón de manos. Miguel y Emigidio lo acompañaron hasta la salida. Octavio se secó las lágrimas y le dijo al viejo que el asado ya casi estaba, que era una pena que el tipo no se pudiera quedar.

-Mirá que ya sé, eh- susurró el Tano.

El viejo era grande, estaba castigado, pero boludo no era.

-Ya sé, Octa, ya sé lo del tipo, ya sé quién es.
-¿Y por qué te pusiste así?
-Nunca en mi vida me hicieron una fiesta sorpresa- dijo el Tano mientras agarraba su bastón blanco y caminaba hacia donde alguna vez hubo una pista de baile. 

Lucas me contó este relato hace muchos años. Fue en la Biblioteca Parlante de Haedo. Era un lugar modesto que tenía unas cabinas, como las telefónicas, pero para grabar cuentos. Ahí, uno podía ir y leer un libro entero para que las personas no videntes pudieran escuchar.  Yo tenía que dictar los títulos y él tipeaba todo para luego hacer ficheros digitales. Las últimas semanas, recuerdo haber leído un cuento de Fontanarrosa y pensé en lo mucho que me gustaría escribir de ese modo. Con esa sencillez y profundidad. Hablamos de eso con Lucas. Y de Soriano, que todas sus historias ocurren en Colonia Vela. Él me dijo que le encantaban los cuento de Casciari. Le gustaba uno sobre el gol de Maradona. Esa fue, en realidad, la antesala de esta historia. Yo le dije que esa era una historia muy contada ya, que casi no había formas de narrarla. Recuerdo que le dije algo así como que hay que encontrar nuevos puntos de vista para contarla. Me sentí un boludo. Por suerte, él se cagó de la risa. Después se puso serio y me respondió que, a veces, no es necesario ver para creer. Para él, este relato.