A partir de las reformas que avanzaron en 2017, impulsadas por el femicidio de Micaela García, los celulares quedaron prohibidos en las cárceles que dependen del Servicio Penitenciario Federal. En esta nota, la abogada Claudia Cesaroni pone en discusión lo que implica esta prohibición y advierte sobre el funcionamiento de la lógica punitivista que, en lugar de apostar a la prevención y a los cambios de fondo, sanciona con más castigo.
Por Claudia Cesaroni*
Micaela García era una joven de sonrisa luminosa y actividad solidaria y militante que fue violada y asesinada brutalmente en abril de 2017. El autor de su femicidio era una persona que estaba en libertad condicional otorgada luego de cumplir durante un año salidas transitorias -es decir, de salir de la cárcel y volver a entrar por sus propios medios-, sin incumplir las obligaciones a las que estaba sometido.
La muerte de Micaela, como había sucedido en 2004 con la del joven Axel Blumberg, fue utilizada por sectores de derecha para proponer reformas legislativas regresivas que, lamentablemente, tanto en un caso como en el otro (y en las reformas intermedias entre esos años) fueron votadas por sectores que se autoperciben como progresistas o populares.
Con las reformas votadas en 2004, se aumentaron las penas hasta los cincuenta años de cárcel. Con las reformas votadas en 2017, se completó el círculo regresivo: no solo las penas llegan casi a la muerte en vida, sino que también se clausura prácticamente cualquier posibilidad de acceder a derechos que, hasta estas reformas, reconocía nuestra Ley de Ejecución de las Penas Privativas de la Libertad 24.660, sancionada en 1996. Esa ley, en su redacción original, consagraba derechos para las personas privadas de su libertad por cometer delitos, aun delitos graves: el derecho a la reinserción, el derecho a la progresividad de la pena, el derecho a que todo lo que suceda durante la detención sea controlado por la Justicia de ejecución penal, el derecho a gozar de salidas transitorias y libertad condicional. Y, también, el derecho a la comunicación.
Ese sistema legal que desarrollaba la Ley 24.660 en 1996, fue derrumbándose con las sucesivas reformas, y terminó dinamitado casi en su totalidad con la Ley 27.375, votada en julio de 2017, usando a Micaela García como excusa, pese a que todas las organizaciones de Derechos Humanos y expertxs en ejecución de la pena nos opusimos. Pese, incluso, a que el movimiento Ni Una Menos se presentó en la audiencia pública convocada por el Senado para discutir el proyecto presentado por el diputado mendocino Luis Petri con un documento que se llamó “No en nuestro nombre”.
A pesar de eso, legisladoras y legisladores votaron la reforma. Y entre lo que votaron, está la modificación del artículo 160 de la Ley 24.660. En su redacción original, ese artículo decía lo siguiente:
Las visitas y la correspondencia que reciba o remita el interno y las comunicaciones telefónicas, se ajustarán a las condiciones, oportunidad y supervisión que determinen los reglamentos, los que no podrán desvirtuar lo establecido en los artículos 158 y 159.
A partir de la sanción de la Ley 27.375, quedó así (el resaltado me pertenece, e indica el texto agregado al artículo original):
Las visitas y la correspondencia que reciba o remita el interno y las comunicaciones telefónicas se ajustarán a las condiciones, oportunidad y supervisión que determinen los reglamentos, los que no podrán desvirtuar lo establecido en los artículos 158 y 159.
Quedan prohibidas las comunicaciones telefónicas a través de equipos o terminales móviles.
A tal fin se deberá proceder a instalar inhibidores en los pabellones o módulos de cada penal.
La violación a la prohibición prevista en este artículo será considerada falta grave en los términos del artículo 85 de esta ley.
Es decir: se incorporó al artículo original, redactado cuando los celulares no estaban en uso salvo para algunos pocos privilegiados en la sociedad, un texto que expresamente los prohíbe, en un momento en que las personas no privadas de libertad lo usamos prácticamente para todos los actos de nuestra vida.
El argumento que atraviesa toda esa reforma, como las anteriores, es un resumen de lo que definimos como punitivismo: entender que cualquier situación se resuelve con más penas y más recorte de derechos. En vez de prevenir, sancionar con más castigo. Si hay un secuestro seguido de muerte (caso Axel Blumberg), delito gravísimo que ya tenía como sanción la pena de prisión perpetua, lo que en ese momento significaba en concreto que a los veinte años se podía pedir libertad condicional para las y los condenados, se aumentan las penas a cincuenta años, llevando la posibilidad de libertad condicional a los treinta y cinco de cumplimiento efectivo. Y si después una persona con libertad condicional comete un delito grave (caso Micaela García), entonces se prohíbe la libertad condicional: ya no será a los veinte años, ni a los treinta y cinco: no será nunca. Cincuenta años de cárcel de punta a punta. Y si hubo un secuestro virtual, cometido desde un teléfono público ubicado en una cárcel (caso Azulay, entre otros), entonces, como no se puede prohibir el acceso a teléfonos públicos, porque ya sería demasiado, se prohíbe expresamente el uso de celulares.
Doble vara
¿Qué se logra con este tipo de prohibición? Además de construir la idea de que necesariamente los celulares serán usados para cometer delitos, negando su función de acceder a la comunicación con familiares, amigxs, abogadxs, juzgados y organizaciones de Derechos Humanos, entre otrxs, se consagra la ilegalidad y la discriminación. Todas las personas que tenemos algún vínculo con alguna persona privada de libertad, sabemos que en las cárceles HAY celulares. Solo que, en vez de estar legalmente registrados, y saber de quiénes son, circulan ilegalmente, son una moneda de cambio, los distribuye el propio personal penitenciario y funcionan como un modo de ejercicio de poder entre los y las detenidas. Se toleran -y todxs lo saben- hasta que, para hacer estadística, o para sancionar a alguna persona en particular, se “encuentran” en alguna requisa, y luego se ponen a circular por parte del propio personal penitenciario nuevamente, previo pago por supuesto.
Pero, además, al afectar esta reforma solo a los presos “federales”, es decir, a quienes están en cárceles del Servicio Penitenciario Federal, se consagra también una discriminación flagrante: los presos alojados en cárceles del Servicio Penitenciario Bonaerense pueden usar teléfonos desde 2020, cuando fueron autorizados por la pandemia por coronavirus, y los siguen usando. Recientemente se autorizó de modo similar en las provincias de Salta y Chaco, y en Mendoza también pueden usarlos. Entonces, un preso o una presa que está en una cárcel federal de Ezeiza tiene prohibido usar celulares. Y un preso o presa que está en una cárcel provincial de San Martín, a pocos kilómetros, sí puede usarlos.
La discriminación es evidente. El sufrimiento agregado a la pena, también. Y no solo para la persona privada de libertad, sino para toda su familia, sus amigxs y quienes necesitan comunicarse con ellxs. Hay que recordar que, en el caso de los presos y presas que cumplen condenas en cárceles federales, pueden estar viviendo en unidades ubicadas a centenares de kilómetros de sus seres queridos, de su juzgado y de sus defensorxs. Pueden ser de la Capital Federal, o de Quilmes, o de Lomas de Zamora o de Morón, y estar durante años en Rawson (Chubut), Resistencia (Chaco) o Senillosa (Neuquén).
¿De qué derecho a la comunicación hablamos si deben esperar horas o días para poder hablar diez minutos por un teléfono público que cada dos por tres no funciona, o funciona mal? Todos los días se descubren, o padecemos, intentos de estafas que se realizan utilizando celulares (nos escribe alguien que supuestamente es un contacto conocido y nos pide que le compremos dólares, o le hagamos una transferencia bancaria), o las comunicaciones vía Internet (nos aparecen débitos en nuestras cuentas bancarias que jamás hicimos), o alguna aplicación (compras o servicios que jamás usamos, por ejemplo).
Con similares argumentos a los usados para prohibir los celulares en las cárceles, podría algún legislador o legisladora presentar un proyecto de ley que prohíba usar celulares a toda la población, el sistema de banca online, o la mera existencia de aplicaciones para el pago de servicios o la compra de objetos.
Mientras cierro este artículo, leo una noticia: “El hijo de un abogado que vivía en Nordelta fue detenido por liderar una banda de estafadores digitales que saqueaba cuentas bancarias”.
Siguiendo lo lógica de prohibir los celulares a lxs presxs, porque con ellos pueden cometer delitos, entonces podría prohibirse, pienso, la tenencia de celulares a todos los hijos de abogados que vivan en Nordelta.
Difícil que todo eso suceda: nos opondríamos como un cercenamiento a nuestros derechos. Para las personas privadas de libertad, esos monstruos ajenos a nosotrxs, esa lógica de pensamiento es posible, para nosotrxs lxs normales, no.
*Claudia Cesaroni es abogada por la Universidad de Buenos Aires y magíster en Criminología por la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Entre 2001 y 2004, trabajó en la Procuración Penitenciaria y, entre 2004 y 2010, en la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. En 2004, cofundó el Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC). Entre 2010 y 2011, fue directora adjunta de la Oficina para América Latina de la Asociación para la Prevención de la Tortura. Es docente de nivel secundario y universitario. Sobre el sistema penal, ha publicado los libros “El dolor como política de tratamiento. El caso de los jóvenes adultos presos en cárceles federales”; “Masacre en el Pabellón Séptimo”; “Un partido sin papá”; y “La vida como castigo. El caso de los adolescentes condenados a prisión perpetua en la Argentina”, que será reeditado en breve.
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