Por Victoria Sinnott*
Un año atrás, mi mamá me decía: “Hablé con papá. Nosotros todavía podemos bancarte mientras estés estudiando, no hace falta que empieces ya mismo a trabajar”. Yo intercalaba la mirada desahuciada entre su cara de seria, sus ojos gigantes y el “estás contratada, empezás mañana” que me devolvía la pantalla de la computadora, esa que me compraron antes de la pandemia, cuando estaba terminando la secundaria. Esa que todavía uso, a pesar de su manía de tirar calor como una estufa y hacer ruido de ventilador.
Soy estudiante desde que tengo uso de razón, se me da bien estudiar. Absorbo la teoría como una esponja y me acostumbré a las devoluciones demoledoras de la práctica, a equivocarme veinte veces hasta encontrar la vuelta de rosca que el profe me pide.
Cuando mi mamá pronunció aquellas palabras, yo estaba iniciando el último año de una carrera terciaria. Por ese entonces, al pájaro carpintero que vive en mi cerebro se le había ocurrido que quería que empezara a trabajar. Y que fuera de lo que estaba estudiando. Y que me pagaran. Semejantes requisitos para una futura locutora sin contactos eran cosa seria, nada que gratis se pudiera lograr. Mi precio fue entrar, como locutora y asalariada, a un lugar en el que jamás se me hubiera ocurrido poner un pie por propia voluntad.
Mientras miraba desahuciada la pantalla de la compu con el “empezás mañana” del único lugar que me había llamado, el último al que quería entrar, y mamá me recordaba que empezar a trabajar no era necesario y que todavía me podían bancar, un hilo de determinación estalló entre mis pensamientos. Contesté como un rayo que a ese trabajo lo había buscado yo, que iba a hacerme cargo.
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Mi vida se divide en cuatrimestres desde que empecé la universidad. El segundo cuatrimestre del año pasado fue particular. Repartí la energía entre terminar el terciario, mantener la regularidad en la otra carrera que venía estudiando, y adaptarme a trabajar de algo que no sabía que existía hasta que me encontré haciéndolo. A eso le sumaba el intento de mantener una vida social, de estar enamorada, de recordarme que mi familia no tenía la culpa por todas las veces que la pasaba mal en otro lugar. No me quejo, pero fue arduo.
Por ese tiempo, me crucé con una frase que dice: “La vida va a ser difícil, elijas lo que elijas. Podés elegir hacer lo que tenés ganas de hacer, o lo que no. Elegí tu difícil”. En aquel entonces, mi difícil me satisfacía.
Como parte de los periplos con los que disfruto complicarme la vida, me ofrecí para cubrir las elecciones presidenciales de 2023 en la radio de la institución donde estudiaba Locución. Durante esas jornadas de aprendizaje y trabajo, la amargura de que viniera ganando el candidato que no quería, sumada al desamparo de sentirme huérfana de referentes políticos que me dejaran la conciencia tranquila, se disolvían en la marea de la locura compartida que implica armar una cobertura especial entre personas que no se cruzan todos los días. Esos programas eran una suerte de oasis, esa zona en la que, hundido en las entrañas del desierto, encontrás agua igual.
Poder conducir un programa de radio es uno de los difíciles que elegí, y no solo eso. Es uno de los difíciles que la educación pública me enseñó a ser capaz de realizar. Hoy puedo ejercer y disfrutar de la demencia del medio porque otros (muchos otros, entre docentes, no docentes, amigos y compañeros) me enseñaron cómo hacerlo. Me explicaron, me mostraron y me repitieron, todas las veces que no me salió, cómo podía hacerlo mejor.
Antes, durante y después de estudiar Locución, cursé además Comunicación Social en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. En la Facultad de Ciencias Sociales de la UNLZ me enseñaron unas cuantas cosas (además de teoría para tirar para arriba). Aprendí a organizar el estudio, a estandarizar uno y mil mecanismos para entender lo que curso. A hacer amigos, cursada tras cursada, y a mantenerlos cerca del alma. Ahí aprendí a moverme sin perderme, a preguntar sin avergonzarme, a cambiar de opinión gracias a un puente, hecho de palabras o de un gesto amable. Aprendí a animarme a hablar con las personas correctas, aunque eso todavía me cuesta. Aprendí a meterme en cada rincón que encuentro, esta revista es uno de ellos. Que encuentro y que me ofrecen, con los brazos abiertos. A cambio de un rato de predisposición y ganas de entender, me hicieron lugar en radio de la facultad, en la agencia de noticias AUNO, ahora en Cordón y quién sabe qué otros destinos aguardan a los y las estudiantes que se mueven y tienen iniciativa. Atesoro con cariño esas instancias de paciencia y contención que me acompañan hasta hoy.
Mi formación en Lomas empezó con la licenciatura, y con los años devino en profesorado, en parte porque me gusta explicar, en parte porque el título de licenciada lo guardo para cuando el pajarito carpintero tenga ganas de uno más. Este punto es importante. Desde que nací, entre los inquebrantables de mi ideario estuvo la posibilidad de estudiar. Más allá del derecho, más allá de la necesidad, la posibilidad. Podía elegir. Estudiar qué. Y hacerlo dónde. Podía, por lo menos, como mínimo, intentarlo. Y lo tengo tan asumido, que hasta pareciera algo básico. Terminás el secundario y elegís qué querés estudiar. Esa idea resuena como un axioma de mi modo de ser en el mundo, que, a su vez, contiene el hecho de que podés equivocarte y cambiar si flasheaste. Que tendrás que buscarle la vuelta, adaptarte. Aprender a moverte, en algunos casos mudarte, pero podés. Podés elegir qué querés estudiar.
Cuando estaba terminando el secundario no tuve que mandar solicitudes de aplicación, ni rendir evaluaciones que dirigieran a qué me iba a dedicar, ni soñar con mis viejos endeudados, con recibir un título y entregar un comprobante de pago a cambio. Me cuesta poner ejemplos para estas ideas, se sienten lejanas y ajenas, vistas en películas, contadas en historias extranjeras y rumores virtuales inchequeables. Como una realidad paralela.
Pero que también podría ser la nuestra.
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Empecé este texto diciendo que, hasta hace un año, mis padres me podían seguir bancando. El jueves pasado, mi mamá me dijo: “Mi miedo es que estoy viendo que no nos alcanza para comer bien, Vicky”. Desde la tele, la cobertura del veto a la Ley de Financiamiento Universitario rellenaba nuestros silencios, participaba de la charla. “Necesitamos comer bien, pagar los servicios, cuidar a los bichos”, remató mientras relojeaba al Tito, que la miraba con su único ojito y movía la cola al entender que hablaban de él.
Lo rápido que cambia la vida me produce escalofríos. Los mismos que me genera escuchar “reducción del poder adquisitivo” en el noticiero de la tele del trabajo. Una no se da cuenta de las cosas que da por sentadas hasta que están en peligro. Pienso en la educación pública, en el riesgo de perderla. En el riesgo de que un eje de mi identidad, el que me dio la posibilidad de vivir de la forma que elegí, se caiga.
Una vuelta estaba en el buffet de la facu, leyendo un texto enredado, y sentí flaquear mi vocación estudiantil. De repente, escuché a una chica decir: “El conocimiento nadie te lo puede robar. Una vez que lo adquirís, es tuyo de verdad. No es como una tele o un auto, que pueden entrar a tu casa y robártelo”. Por aquel entonces, esa repentina certeza me dio fuerzas para seguir luchando con aquel texto enredado.
Ahora, con la educación pública de nivel superior en riesgo debido a su desfinanciamiento, aquel axioma que daba por sentado tambalea. Y duele, y quema como una llaga que revuelven con el dedo. Eso pasa cuando vierten odio en donde te dieron todo lo que pudieron para que puedas ser quien vos elijas; en donde sacrificaste tiempo de ocio y neuronas fresquitas a cambio de la libertad de construir tu identidad, tu futuro, tu vida.
Ese conocimiento nadie nos lo puede robar.
Qué miedo debemos darles, nosotros los estudiantes. Somos los dueños de aquello que la propiedad privada no puede acaparar.
Hoy, la frase “el conocimiento nadie te lo puede robar” que, sin saberlo, me enseñó otra estudiante de la facultad, me da fuerzas para seguir luchando para que el acceso a la educación pública, gratuita y de calidad siga siendo un derecho y una posibilidad en nuestro país. Eso tampoco nos los pueden robar.
*Locutora nacional y estudiante del Profesorado en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.
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