Aquagym es una de las actividades más completas que existen. Los músculos se endurecen, se mejora el aspecto físico y mental, la coordinación motriz, la agilidad, la condición circulatoria y la cardiorespiratoria, mientras se baila a destiempo, en un ritmo ralentizado como de actividad oriental, la música electrónica que revienta los tímpanos. Durante las clases se sacan los rieles del agua. No hay pileta libre. Nadie nada.

Yo iba con la malla enteriza puesta, me sacaba la ropa en el vestuario, me ponía la gorra de baño y estaba lista, en cambio las señoras se desnudaban con tranquilidad y los cuarenta y cinco minutos de clases se convertían en media hora. Le robaban quince minutos de entrenamiento a la profesora, una fisicoculturista masculina que esperaba a todas con paciencia para arrancar la clase. El agua estaba fría en invierno y caliente en verano. Nunca fui buena para los deportes, pero hacía en menor tiempo más cantidad que mis compañeras de los mismos ejercicios. Elsa, la única señora de la que sabía el nombre, siempre me lo festejaba.

Cuánta energía, me decía con complicidad y atrevimiento, no me quiero imaginar cómo lo dejás a tu marido a la noche.

Nunca le respondí que ya lo había dejado, pero las señoras sabían todo. Cuchicheaban que yo quería una mujer con vista al lago rodeado de montañas, inventaban que yo había tenido un casamiento de vestido blanco y borcegos negros inolvidables, que había caído a mi fiesta en una moto con una esposa de tiradores y moño, que tenía un hijo o una hija gestado en una panza que no era la mía, que habíamos adoptado un gato frazadita que se dejaba acariciar, que le pagaba a una chica que me ayudaba en la casa. Que ahora había dejado a mi esposa con patio y pileta porque era especialista en dejar y estaba enamorada de la profesora fisicoculturista.

Ojalá hubiese conservado a esas amigas a las que no había que explicarles nada, solo sonreírles.

Nunca se sabe cuándo un rayo la podía freír a una, los días de lluvia eran tristísimos, por los relámpagos no podíamos hacer gimnasia y aquellas clases eran interrumpidas. La música se cortaba de golpe, sonaba el silbato del guardavida y la profesora indicaba que teníamos que apurarnos para salir. Es terrible en esos momentos lo lento que se corre en el agua. El tiempo se detiene y es mejor no desesperarse, confiar, ver la vida pasar por delante redonda, lisa y tensa como las cabezas de colores enfundadas en gorras de goma. Nos agolpábamos cerca de la escalera. Yo hubiese podido salir de la pileta haciendo fuerza con los brazos en el borde pero me parecía una falta de respeto a mis compañeras que se agarraban con todo su ser a la baranda metálica y tardaban una eternidad en subir escalón por escalón. Vamos chicas, nos arriaba a todas por igual la profesora fisicoculturista.

Las clases siguieron sin pena ni gloria. Faltó la psiquiatra, dijo Elsa una vez y yo no supe de quién estaba hablando, como a mí me dejaban afuera de sus planes terrestres, los títulos de mis compañeras se me diluían en el agua. La madre se atragantó con un hueso de pollo, cerró la anécdota otra y se puso a hacer bíceps con el flota-flota. En casa de herrero cuchillo de palo, coincidimos todas porque una médica debería saber desahogar a alguien.

Lo que nos despertó la vocación artística fue la gala de fin de año. Un acto de competencia escolar en el que tanto grandes y chicos confluimos para darlo todo porque, prometían, asistiría el intendente. La temática era El libro de la selva y nuestro grupo iba a bailar la canción principal gracias a las gestiones de nuestra profesora.

Las clases siguientes mutaron en debates sobre coreografías aqua fitness, algunas dábamos saltitos en el agua para entrar en calor, el entrenamiento nunca empezaba. Las señoras y yo queríamos saber cuándo sería el evento y si podíamos invitar a nuestras familias, pero lo que más nos interesaba era cómo sería la votación. La profesora fisicoculturista dijo que con un aplausómetro.

El reparto de los personajes fue arbitrario.  A mí me tocó ser el pato, ni lobo blanco ni pantera negra. Sabía que ninguno de esos sobreviven tanto tiempo en el agua y que el pato era lo más lógico en la pileta olímpica, pero me hubiese gustado ser un animal más respetable. A este asunto le siguió la problemática de cómo serían nuestros vestuarios y quién se encargaría de eso. Elsa, se ofreció de buena gana y después sufrió juntando los cuarenta pesos que cada una tenía que poner para la tela de frizelina, el elástico y las caretas.

Queríamos aplastar a las del otro grupo. No las conocíamos porque iban los martes y jueves y nosotras los lunes y miércoles. Practicamos muchísimo. Cuando a todos los grupos nos dieron en la pileta un horario para ensayar los viernes, nos enfrentamos por primera vez a la salida del vestuario y todas nos pusimos a la defensiva. Ya en el agua y lejos de las rivales, Elsa hizo la cuenta del promedio de edad y nosotras éramos más jóvenes. Nos convencimos de que lo de las otras era rehabilitación en el agua y lo nuestro deporte en serio.

La secuencia de movimientos era fácil, con todo el cuerpo y, aunque en la fiesta la gente desde afuera de la pileta solo nos vería del torso para arriba, empezábamos con una corridita en el lugar y después usábamos los brazos. Elsa no entrenó más, iba a la clase, se ponía la malla pero se quedaba al costado de la pileta anotando en su cuadernito el nombre de cada una de nosotras y entre paréntesis el animal que representaríamos, el importe que habíamos pagado y los centímetros del largo de los brazos. Se convirtió en una especie de asistente de la profesora fisicoculturista y si alguna de nosotras hacía un pasito para adelante cuando las demás iban para atrás, nos señalaba y teníamos que volver a empezar. Parecía que nunca lograríamos hacer la coreografía completa.

Encontré una frizelina naranja y amarilla divina para tu pato, vas a resaltar, qué oscuros son los demás animales, era lo último que recordaba que me había dicho Elsa fingiendo entusiasmo. Estaba frustrada con nosotras, desmejoró por no estar en el agua y dos semanas antes de la gala dejó de ir. Una de las señoras de la primera fila, las que estaban más cerca del borde porque le tenían pánico al agua en lo hondo, rumoreó que nuestra compañera ausente estaba muy estresada. Otra señora, esta vez de la fila de las que le teníamos pánico a otra cosa, saltó con que sabía algo y  largó que Elsa se había colgado del picaporte de la habitación que compartía con su marido, una de las de atrás agregó que con una cinta de frizelina, a mí se me ocurrió que la cinta era color marrón mono, otra dijo que sí, que era justo el color que a Elsa le había sobrado de los vestuarios, otra indignada se solidarizó que eso pasaba porque había algunas que nunca le terminamos de pagar. La tela frágil se rompió por el peso, estuvimos todas de acuerdo y nos volvimos a acomodar cada una en su puesto.

El gran día llegó y estábamos desmotivadas por lo de nuestra compañera, la profesora fisicoculturista nos tranquilizó, ella estaría indicando todos los movimientos desde afuera del agua pero no hizo falta mirarla porque Elsa apareció como si no hubiese pasado nada y nos acomodó los vestuarios, unas manguitas hechas con miles de tiras como una peluca. Las señoras y yo le miramos el cuello, solo tenía una marca como un sarpullido.

Después de la canción de Disney, el DJ debería haber hecho silencio hasta que todas saliéramos del agua y saludáramos al público, pero puso la cumbia remix Tengo todo lo que quieren las wachas. Nos quedamos inmóviles un segundo sin saber qué hacer, buscamos a la profesora fisicoculturista, pero no las encontramos entre tanta gente. Alguien tenía que decidir y a mí se me ocurrió que tal vez era una buena oportunidad para aportarle algo de juventud y actualidad al asunto. Lo importante era que levantáramos bien los brazos para que las tiras de tela de frizelina se lucieran al ritmo de la canción y de paso hacerle un homenaje a Elsa. Eso hice. Los animales, acuáticos o no, entendieron enseguida y al principio me imitaron tímidamente, después nos descontrolamos. Nos sacamos las caretas de cotillón que no nos dejaban respirar por tanta actividad física y cada una de nosotras improvisó una coreografía propia.

Por supuesto no hubo un sensor de sonido que midiera los aplausos, pero al menos deberían haber formado un comité de evaluación con el director del polideportivo, el vicedirector y el intendente. Sin embargo fue la traidora de la profesora fisicoculturista la que decidió cuál era el grupo que había sido más ovacionado.

Las sirenas del otro grupo de acqua gym, sexagenarias, montadísimas con sus colas violetas de escamas brillantes que flotaban en el agua, chorrearon maquillaje y purpurina en la pileta. Habían sido más creíbles con su exactitud exasperante. Algo parecido al nado sincronizado, dijo el intendente cuando dio la devolución. Nos ganaron. Una injusticia. Elsa dijo que haber confiado en la espontaneidad nos había jugado en contra.

 

 

Imagen: María Svarbova


Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones, 2014), la novela “De este lado del charco” (Editorial Conejos, 2015); la novela “Una nena muy blanca” (Emecé, 2019) y el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus, 2022).
Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Stret para la diplomatura en Derechos Humanos de la Mujer de la Universidad Austral de Salamanca en 2018.